jueves, 27 de junio de 2013

Reforma de la administración pública



    El Gobierno de Rajoy le ha hincado el diente a un polémico asunto que estaba pidiendo a gritos la aplicación de una fuerte dosis de sentido común. La reforma de las Administraciones Públicas aprobada por el Gobierno desde la Transición, se propone eliminar redundancias administrativas con duplicaciones de organismos que fueron creando adherencias y excrecencias en daño de la coherencia y eficiencia exigibles a una estructura burocrática volcada al servicio de los ciudadanos.
    Sin embargo, la reforma proyectada no debería limitarse a la supresión y fusión de organismos como se pretende, porque el sistema necesita también la actualización de las condiciones laborales y una sistematización de las retribuciones, ya que lo público no tiene porque ser un servicio mal gestionado, puesto que de la eficacia de su función depende el progreso del país. Las dificultades para llevar a buen término no son pocas y se irán viendo a medida que las medidas concretas se plasmen en disposiciones del Boletín Oficial del Estado. Es probable que la iniciativa tope con el rechazo de las Comunidades Autónomas, celosas de sus facultades y porque  Madrid no predica con el ejemplo cuando es un clamor la supresión de las Diputaciones, la disminución de los 8.108 municipios o la reforma, sino eliminación, del Senado, por citar solo algunos ejemplos de actuaciones pendientes.
    Una primera objeción al proyecto surge cuando el Gobierno declara falso el “mito de la elefantiasis de la Administración española” y a continuación reconoce que en 2012 el empleo público se redujo en 375.000 puestos, y al mismo tiempo anuncia que la reforma permitirá un ahorro en cinco años de 37.000 millones de euros, ahorro que lógicamente provendrá sobre todo del recorte de personal, lo cual evidentemente agravará el problema del paro.
    En cuanto a la escala salarial, hay mucha tela que cortar. No tiene lógica que determinados altos cargos de la Administración (gobernador del Banco de España,  Fiscal General del Estado, presidente del Tribunal Supremo, etc.) perciban sueldos superiores a los del jefe del Gobierno y de los ministros, o que presidentes de cajas de ahorros quebradas y nacionalizadas tengan sueldos de hasta 300.000 euros anuales. También parece justo revisar las remuneraciones de los funcionarios o contratados destinados en el extranjero, y no menos urgida de clarificación está la figura singular de esos cargos extraños llamados “asesores” que proliferan en todas las Administraciones, así como su regulación y emolumentos.
    En lo concerniente a las condiciones laborales de los funcionarios públicos entiendo que no deberían ser muy distintas de las reguladas por el Estatuto de los Trabajadores, salvo funciones muy específicas. Así podría ser rebatida la creencia popular de que ser funcionario es un privilegio y que una vez ganada la plaza por oposición era prácticamente imposible perderla, por muy deficiente que sea su desempeño.
    Me parece un craso error que España no haya adoptado la costumbre anglosajona de encargar a un equipo de expertos independientes el estudio de un problema social y subsiguiente elaboración de un “libro blanco” con propuestas para debatir el texto en el Parlamento. Algo similar ha ocurrido con la designación de un “comité de sabios” para emitir un informe sobre la reforma de las pensiones, si bien en este caso sus componentes fueron acusados de no ser independientes.
    Cuando algo funciona en el extranjero, no debería haber reparo en copiarlo, y a ser posible mejorarlo, como ocurre, por ejemplo, con el modelo educativo de Finlandia, en lugar de implementar siete reformas de la enseñanza, todas discutibles, cual si nos propusiéramos descubrir el Mediterráneo a costa de perjudicar seriamente la formación de la infancia y la juventud.

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