El Gobierno
de Rajoy le ha hincado el diente a un polémico asunto que estaba pidiendo a
gritos la aplicación de una fuerte dosis de sentido común. La reforma de las
Administraciones Públicas aprobada por el Gobierno desde la Transición, se
propone eliminar redundancias administrativas con duplicaciones de organismos
que fueron creando adherencias y excrecencias en daño de la coherencia y
eficiencia exigibles a una estructura burocrática volcada al servicio de los
ciudadanos.
Sin embargo, la reforma proyectada no
debería limitarse a la supresión y fusión de organismos como se pretende,
porque el sistema necesita también la actualización de las condiciones
laborales y una sistematización de las retribuciones, ya que lo público no
tiene porque ser un servicio mal gestionado, puesto que de la eficacia de su
función depende el progreso del país. Las dificultades para llevar a buen
término no son pocas y se irán viendo a medida que las medidas concretas se
plasmen en disposiciones del Boletín Oficial del Estado. Es probable que la
iniciativa tope con el rechazo de las Comunidades Autónomas, celosas de sus
facultades y porque Madrid no predica
con el ejemplo cuando es un clamor la supresión de las Diputaciones, la disminución
de los 8.108 municipios o la reforma, sino eliminación, del Senado, por citar
solo algunos ejemplos de actuaciones pendientes.
Una primera objeción al proyecto surge
cuando el Gobierno declara falso el “mito de la elefantiasis de la
Administración española” y a continuación reconoce que en 2012 el empleo
público se redujo en 375.000 puestos, y al mismo tiempo anuncia que la reforma
permitirá un ahorro en cinco años de 37.000 millones de euros, ahorro que
lógicamente provendrá sobre todo del recorte de personal, lo cual evidentemente
agravará el problema del paro.
En cuanto a la escala salarial, hay mucha
tela que cortar. No tiene lógica que determinados altos cargos de la
Administración (gobernador del Banco de España,
Fiscal General del Estado, presidente del Tribunal Supremo, etc.)
perciban sueldos superiores a los del jefe del Gobierno y de los ministros, o
que presidentes de cajas de ahorros quebradas y nacionalizadas tengan sueldos
de hasta 300.000 euros anuales. También parece justo revisar las remuneraciones
de los funcionarios o contratados destinados en el extranjero, y no menos urgida
de clarificación está la figura singular de esos cargos extraños llamados
“asesores” que proliferan en todas las Administraciones, así como su regulación
y emolumentos.
En lo concerniente a las condiciones
laborales de los funcionarios públicos entiendo que no deberían ser muy
distintas de las reguladas por el Estatuto de los Trabajadores, salvo funciones
muy específicas. Así podría ser rebatida la creencia popular de que ser
funcionario es un privilegio y que una vez ganada la plaza por oposición era
prácticamente imposible perderla, por muy deficiente que sea su desempeño.
Me parece un craso error que España no haya
adoptado la costumbre anglosajona de encargar a un equipo de expertos
independientes el estudio de un problema social y subsiguiente elaboración de
un “libro blanco” con propuestas para debatir el texto en el Parlamento. Algo
similar ha ocurrido con la designación de un “comité de sabios” para emitir un
informe sobre la reforma de las pensiones, si bien en este caso sus componentes
fueron acusados de no ser independientes.
Cuando algo funciona en el extranjero, no
debería haber reparo en copiarlo, y a ser posible mejorarlo, como ocurre, por
ejemplo, con el modelo educativo de Finlandia, en lugar de implementar siete
reformas de la enseñanza, todas discutibles, cual si nos propusiéramos
descubrir el Mediterráneo a costa de perjudicar seriamente la formación de la
infancia y la juventud.
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