jueves, 24 de octubre de 2013

Mártires españoles



    El 13 de octubre de 2013 tuvo lugar en Tarragona la beatificación de 522 mártires de la Guerra Civil, la mayor conocida de la historia de la Iglesia. El lugar escogido para la ceremonia se debió a que, de las 33 causas instruidas, la de aquella provincia fue la más numerosa con 147 mártires. Sin duda, la ceremonia es un acto de justicia y si algún reparo puede hacérsele es el retraso con que se reconoció su virtud en defensa de la fe.
    Dicho esto, no deja de sorprender la distinta vara de medir empleada por el Gobierno y la propia Iglesia cuando se trata de rescatar los restos de los ejecutados por los vencedores de la guerra fratricida, de los que no se sabe cuántos yacen en fosas comunes sin que nadie haya honrado su recuerdo. Si los beatificados dieron su vida en defensa de sus ideales religiosos, los del bando contrario murieron por defender sus ideas políticas sin hacer uso de las armas. Cierto que la ley de Amnistía de 1977 hizo borrón y cuenta nueva, igualando a víctimas y victimarios, sin que nadie, a estas alturas, abrigue el menor deseo de venganza. Del corazón de todos, afortunadamente ha sido desterrada la ley del Talión porque la justicia a veces tiene que ceder para no provocar daños mayores que los que pretende salvar, y porque el ojo por ojo nos dejaría a todos ciegos. Sin embargo, no es éticamente defendible conceder a unos homenajes y negárselos a otros. Los familiares de los religiosos no pueden enorgullecerse más de sus deudos que los de quienes perecieron por la saña de sus conciudadanos en una situación solo explicable por la locura homicida que acometió a los españoles de forma colectiva para desgracia de todos.
    “La verdad os hará libres”. Este pronóstico se lo debemos a San Pablo. Uno de los beneficios de la verdad debe de ser la reconciliación entre quienes hemos sobrevivido a aquella catástrofe. Pues bien, setenta y siete años transcurridos desde que se desencadenó nuestra Guerra Civil, hay muchos aspectos de la misma controvertidos con versiones contrapuestas, comenzando por el coste real en vidas humanas que se cifró en un millón de muertos según los datos aportados por diversos historiadores sobre bajas en combate y en la retaguardia. En esto también se mantiene la desigualdad de trato entre unos y otros. Las víctimas de la represión en la zona republicana fueron oficialmente investigadas y reconocidas, en tanto que de las sufridas por los vencidos nadie puede precisar su número. La causa no es otra que la falta de interés por conocer la verdad de los hechos por los sucesivos gobiernos, cuando no por los impedimentos puestos a los intentos de averiguar lo ocurrido, comenzando por negar el acceso a los archivos oficiales a los historiadores.
    No es hora de pedir cuentas a nadie por lo entonces acaecido, pero eso no es óbice para que se sepa que el régimen triunfador gratificó de diversos modos a quienes intervinieron en la guerra en sus filas o padecieron sus consecuencias. Se otorgaron durante años preferencias y privilegios a “ex combatientes” (se escribía así a la sazón), “ex caballeros mutilados” y “ex cautivos”. Hasta los nombres de los muertos en acción de guerra fueron esculpidos en lápidas de mármol adheridas a la fachada de las iglesias como “caídos por Dios y por España”, donde en muchos casos siguen dando testimonio de parcialidad. Por el contrario, a los damnificados de la llamada “zona roja” se les dejó a la intemperie y el abandono, aumentando así el dolor de quienes, por voluntad o por azar, se encontraron en el bando perdedor.
    En relación con la ceremonia de beatificación, el papa Francisco envió un mensaje del que forma parte este párrafo: “Imploremos la intercesión de los mártires para ser cristianos con obras y no de palabra; para no ser cristianos barnizados de cristianismo sin sustancia”. Aplicadas estas palabras al caso que nos ocupa, significa que los españoles que mayoritariamente nos consideramos cristianos más o menos practicantes,  debemos de reconciliarnos  asumiendo  nuestra historia reciente, perdonar a quienes pudieron haber delinquido y tener presente que ser cristiano “no barnizado” implica ser tolerantes, fraternales y ansiosos de justicia, que es la base indispensable de la paz permanente. Lo dice el que suscribe que vivió en su infancia los días aciagos de la Guerra Civil.

martes, 15 de octubre de 2013

Acción y reacción social



    Afirmar que vivimos un tiempo de cambios acelerados es una obviedad pero identificar la dirección que apuntan los cambios, descubrir las causas que los originan y otear el futuro al que nos conducen, es tan útil como necesario.
    Una de las transformaciones más llamativas que observamos en las políticas sociales de los gobiernos es la que tiende a acabar con el Estado de bienestar nacido en Europa tras la II Guerra Mundial en 1945. Desde entonces se fueron creando y perfeccionando las prestaciones sociales que amparaban a toda la población contra el paro involuntario, la enfermedad y la ignorancia, implantándose un sistema de protección universal y gratuito que protegía a todos contra el desamparo, desde la cuna a la tumba.
    El nuevo “status” se sostenía en dos pilares básicos: el pleno empleo y la equidad de la presión fiscal progresiva, lográndose así una moderada redistribución personal de la renta.
    A partir de los ochenta del pasado siglo adquirió predicamento la ideología del neoliberalismo económico defendida por el economista norteamericano Milton Friedman e implementada por el presidente Ronald Reagan en EE.UU. y por la primera ministra Margaret Thatcher en Gran Bretaña. La política de ambos propugnaba la liberalización de los mercados financieros, la privatización de las empresas públicas, la flexibilidad de la contratación laboral, la debilidad de las organizaciones sindicales y la reducción de las prestaciones sociales.
    Según esta teoría, el Estado es el problema y no la solución, y en consecuencia, el Estado de bienestar inició un viaje hacia el Estado de malestar. El triunfo se vio favorecido por dos acontecimientos: el colapso del comunismo soviético y la mundialización o globalización de la economía que obliga a competir a los trabajadores de un país socialmente avanzado con los de otros en los que los salarios son mínimos, la seguridad social está ausente y las medidas medioambientales brillan por su ausencia.
    Las consecuencias de estas medidas, fáciles de prever, son, entre otras, el aumento del paro, la precarización de las condiciones de trabajo, el aumento de la desigualdad social y, en definitiva, las crisis socioeconómicas. Si a todo esto añadimos el efecto de los adelantos técnicos que eliminan del mercado a parte importante de la mano de obra en los procesos productivos, es fácil prever un panorama sombrío que puede provocar inestabilidad socioeconómica.
    El remedio está en manos de las élites políticas y culturales pero también en el pueblo, por el poder que le otorga su capacidad de elegir a gobernantes que ofrezcan proyectos audaces, realistas y viables de reformas adaptadas a los cambios sin renunciar a la solidaridad y a la justicia. Si una economía consigue aumentar el PIB, debe buscar un reparto equitativo de los frutos del crecimiento, evitando que se acumulen en las minorías opulentas a costa de las clases más vulnerables.
    Hasta ahora, una de las causas de que esta tendencia negativa se consolidase fue el pecado por acción u omisión de la socialdemocracia que se acomodó a los dictados de los partidos conservadores y secundó sus medidas encaminadas a rebajar impuestos directos, aceptar la precarización del trabajo, o mirar para otro lado cuando la participación del factor trabajo en la renta nacional se empequeñecía a ojos vista en beneficio del capital.
    El más reciente gesto de esta política antisocial se lo debemos al rey de Holanda que en septiembre pasado pronunció un discurso dictado por el gobierno socialdemócrata en el que dio por muerto al Estado de bienestar para pasar a una sociedad más “participativa”, consistente en que los ciudadanos se las arreglen como puedan, es decir asumiendo gastos propios de sanidad, educación y desempleo que hasta ahora se consideraban deberes del Estado.
    Si se continúa tensando la cuerda, y si, como enseña la física, toda acción provoca una reacción igual y contraria, es de temer que la situación desemboque a medio plazo en un estallido social. Desgraciadamente, la historia es pródiga en ejemplos en los que la injusticia pertinaz abrió las compuertas a la violencia ciega de las masas exasperadas.

jueves, 10 de octubre de 2013

Mitos nacionales



    Hay una teoría corroborada por la experiencia, según la cual las naciones son indisociables de la existencia de mitos que hacen referencias a acontecimientos o héroes legendarios de gran trascendencia histórica e influencia en el futuro que forman parte del imaginario popular. Cada pueblo creó los suyos y los hechos a que se refieren suelen hacer mención a victorias bélicas o gestas heroicas que enaltecen la memoria del pasado y refuerzan la identidad nacional. Entre muchos ejemplos podemos citar en España el Cid o la batalla de San Quintín sobre los franceses, librada el 10 de agosto de 1557, en cuya memoria Felipe II mandó levantar el monasterio de El Escorial (¡vaya nombre!). La historia, por el contrario, silencia o pasa sobre ascuas respecto a las derrotas. Lo vemos por la escasa referencia en los textos escolares a la derrota de Rocroi que nos infligieron los franceses el 19 de mayo de 1643, que inicia el declive del imperio español.
    La valoración selectiva de lo que se considera favorable para los intereses nacionales no siempre se cumple pues no faltan ejemplos aunque poco frecuentes, en que se conmemoran fracasos o derrotas. Uno de ellos es la celebración en Cataluña de la “Diada” que conmemora la caída de Barcelona en poder de las tropas de Felipe V, defendida por catalanes y sus aliados ingleses, el 11 de septiembre de 1714. Estos eran seguidores del pretendiente a la corona española el archiduque de Austria, Carlos Habsburgo. La “Diada” fue declarada fiesta nacional catalana en 1980 y es celebrada como símbolo del independentismo frente a España, cuando lo cierto es que los vencidos luchaban por la unidad española. Es uno de tantos episodios de tergiversación de la historia para acomodarla a los intereses políticos del momento.
    El pretexto que arguyen los secesionistas catalanes cuando son desatendidas sus reclamaciones, es la queja de que no son atendidas sus aspiraciones de trato preferente al de las demás autonomías. Comienzan diciendo que “los españoles no nos entienden”, “no nos quieren”, para pasar a continuación a la acusación de que “nos roban”. Para justificarse alegan que Cataluña paga más de lo que recibe, basándose en que su contribución a Hacienda es mayor que lo que el Estado invierte en la región. Este razonamiento olvida que quien contribuye a los gastos nacionales son los ciudadanos y no los gobiernos autonómicos, y que un principio aceptado por todos los españoles y reconocido en la Constitución es el de la solidaridad entre territorios, y que hay más ciudadanos ricos en Cataluña que en la mayor parte de las demás autonomías.
    Con el fin de justificar sus posiciones, la Generalitat, y en su nombre el Centro Histórico Contemporáneo, organiza un simposio a celebrar del 12 al 14 de octubre del presente año bajo el título “España contra Cataluña 1714-2014”. El talante científico, veraz y neutral de las intervenciones es fácil de adivinar. No importa que tanto supuesto expolio haya servido para que la Comunidad Autónoma sea una de las más prósperas de España.
    Como el separatismo no es una construcción racional sino un impulso emocional, no se le puede pedir que propugne disparates, sin reparar en los costes de todo tipo que comportan. En este contexto, los ciudadanos deberían sopesar que la creación de un Estado independiente es un parto distócico que provoca dolor por largo tiempo, pero la historia nos muestra que los pueblos también pueden enloquecer, como le ocurrió a España al enfangarse en la guerra fratricida de 1936-39.
    Los gobernantes de ambas partes tienen el deber de hacer alarde de prudencia, moderación y serenidad para evitar que las pasiones se desborden, apelando a todos los medios a su alcance para abrir cauces de diálogo y ofrecer información objetiva y veraz de los hechos para que cada quien haga uso del sentido común antes de emprender un viaje sin retorno. En tiempos de globalización, empequeñecer las unidades políticas es nadar contra corriente y asumir innecesariamente perjuicios a Cataluña y España, perfectamente evitables, y olvidar el viejo principio de que la unidad hace la fuerza. Quienes olvidan estas verdades merecen el nombre de irresponsables.

miércoles, 2 de octubre de 2013

En la senda de Maquiavelo



    Por las revelaciones del ex analista de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), Edward Snowden, nos hemos enterado de que EE.UU. y Gran Bretaña han estado espiando a todo el mundo, tanto ciudadanos como gobiernos de países amigos y aliados.
    El método utilizado para la escucha es la interceptación de las comunicaciones personales y comerciales de cualquier sistema de telecomunicaciones que, una vez procesadas, se archivan en dispositivos especiales a disposición de los servicios secretos de ambos países.
    No son pocas las reflexiones que suscitan estos descubrimientos. Si la primera potencia espía a sus aliados, qué grado de confianza, por pequeño que sea, puede existir en las relaciones internacionales. Cualquier negociación queda viciada si uno de los interlocutores conoce de antemano las posiciones del otro. Es como si en una batalla, uno de los contendientes tuviese conocimiento previo de los planes del contrario.
    Según se ha hecho público, España, un socio que ha cedido bases militares en su territorio, es objetivo del espionaje electrónico anglosajón. La situación semeja la de alguien que invita a su casa a un amigo y este, aprovechando un descuido descubre los aspectos más íntimos del anfitrión con fines que solo él conoce. Si este abuso de la amistad fuese conocido, la lógica reacción de la víctima sería la ruptura de la amistad o la denuncia si procediere. Sin embargo, trasladado el supuesto a los gobiernos, sorprendentemente no se han manifestado quejas o protestas, y hasta se ha acusado a Alemania de haber cooperado con la red de espionaje. Algo extraño ocurre para que el silencio sea la respuesta a tamaña vulneración de la soberanía nacional.
    Otro aspecto de lo ocurrido es que, según declaraciones oficiales, de la investigación general quedan excluidos los norteamericanos, que al parecer son los únicos que inspiran confianza. Los demás somos súbditos de los que hay que desconfiar.
    En los planes de espionaje global colaboran con la Administración las redes sociales (Microsoft, Google, Facebook, etc.) con lo que la frontera entre lo privado y lo público se esfuma y aumenta en la misma medida en que se enlazan las conexiones entre redes sociales y las agencias de ciberespionaje.
    Es destacable que las intervenciones electrónicas no están amparadas por la intervención de los jueces, por lo que son delictivas. Esa actitud al margen de la ley, por gobiernos que se presentan como adalides de los derechos humanos, se inscribe en una serie de actos que conculcan los principios del derecho internacional, del respeto a los tratados y a la soberanía nacional. Ese gobierno emplea aviones sin piloto (drones) para perpetrar asesinatos selectivos sin juicio previo, practican la ciberguerra para anular los sistemas informáticos de otros países, etc.
    Se están ensayando nuevas armas que permiten cambiar el sentido tradicional de la guerra como enfrentamiento de dos o más ejércitos, de modo que posiblemente en los futuros conflictos bélicos las víctimas directas sean menores pero sufrirán más los dictados de la ética.
    El pretexto que arguye EE.UU. es que de lo que se trata es de luchar contra el terrorismo, pero su gobierno se reserva decidir qué es terrorismo y qué no lo es, y esto es arrogarse el papel de juez y parte y jugar con ventaja. En cualquier caso, el mal no se puede combatir con otro mal y el fin no justifica los medios. Es triste observar como después de cinco siglos de la publicación de “El Príncipe” de Maquiavelo, sus recomendaciones de utilizar cualquier medio para la seguridad del Estado siguen plenamente vigentes.