jueves, 29 de abril de 2010

Poderes ocultos

En contra de lo que pudiera creerse sobre el auge en nuestros días de los medios de comunicación social y de la libertad de prensa, vivimos una época en la que florecen poderes que se mueven en la sombra, con enorme capacidad para influir en nuestras vidas, condicionar las decisiones de las instancias públicas y sustraerse al imperio de la ley. Se caracterizan por su estructura jerarquizada piramidal, por la autonomía de sus órganos de gobierno, por la opacidad de su actuación y por la ausencia de legitimidad democrática y de control externo.
Entre los poderes ocultos los hay que son de naturaleza intrínsecamente perversa y se mueven en la más espesa oscuridad para eludir la acción de la justicia. Libran sus batallas en las cloacas de la sociedad de las que apenas emerge la punta del iceberg. Su “modus operando” es actuar de forma clandestina o con apariencia de legalidad por medio de testaferros y su arma predilecta es el dinero –poderoso caballero, como lo definió Quevedo- que moviliza a unos y paraliza a otros. No descartan, sin embargo, el empleo de procedimientos contundentes para conseguir sus fines, como la violencia, la coacción y el chantaje.
Las organizaciones que mejor responden a estas connotaciones son las mafias que tienen por fin único o preferente el narcotráfico, la trata de blancas, el juego ilegal, el contrabando y el traslado clandestino de emigrantes. Encajan también los movimientos terroristas en los que el asesinato, la extorsión o el secuestro son sus tarjetas de presentación.
Un segundo grupo englobaría aquellas asociaciones privadas reconocidas que no persiguen fines ilícitos, siquiera nominalmente, pero que no actúan a cara descubierta, bajo sociedades interpuestas que ocultan el nombre de la asociación a la que pertenecen, la cual, a su vez, debe obediencia a otra entidad supranacional. Es el caso de las logias masónicas, la Trilateral, las sectas seudorreligiosas y grupos afines. En algunos de ellos destaca su actuación como grupos de presión en favor de sus intereses.
Curiosamente, algunos poderes ocultos existen por obra y gracia del Estado, como los servicios secretos, destinados a espiar a los propios ciudadanos y a los extranjeros que operan en el filo de la ley, cuando no totalmente al margen, tanto dentro del territorio nacional como en el exterior. Son los organismos oficiales que encarnan la razón de Estado, es decir, la cara sin rostro del Estado de Derecho. Aunque sin dependencia directa oficial pero estrechamente vinculadas a las autoridades o a departamentos ministeriales, tenemos las sociedades dedicadas al tráfico de armas, amparadas en el secreto pero con cobertura legal y con frecuencia ligadas a los servicios de espionaje.
Un nuevo poder oculto, no institucionalizado ni controlado externamente ha surgido en los últimos tiempos. Se trata de los especuladores internacionales que, favorecidos por la instantaneidad de las comunicaciones y la libertad de movimientos de los capitales, desplazan enormes sumas de una plaza a otra, llevan la inestabilidad a los mercados financieros, alteran las paridades monetarias y ponen en peligro la política económica de los gobiernos, y en definitiva, el desarrollo económico y la paz social. Lo ocurrido recientemente con la especulación de los mercados contra Grecia es un ejemplo convincente del peligro que la excesiva libertad entraña para la estabilidad económica de los Estados.
Con características peculiares cabe incluir en el conjunto de los poderes ocultos los medios de comunicación, el cuarto poder del Estado. Constituyen un poder esencial en las democracias que sin embargo, en el ejercicio mal entendido de la libertad de expresión puede resultar funesto cuando se pone al servicio de intereses particulares, a veces inconfesables. El oligopolio que ejerce en Italia Berlusconi ilustra lo que supone este peligro para la salud pública y la auténtica democracia. La delicada responsabilidad de los gobiernos es velar por la independencia, la veracidad e imparcialidad de la función informativa y orientadora de la opinión. Cuando esto no ocurre debería intervenir el Estado sin que ello suponga incurrir en la censura ni el abuso de poder, ya que sería peor el remedio que la enfermedad.
Si todo poder oculto, por su propia naturaleza, entraña un riesgo de inseguridad para la ciudadanía, la amenaza adquiere mayores proporciones cuando se formalizan alianzas entre ellos o cuando se infiltran en las instancias del poder legalmente constituido. Es el caso de la financiación de las campañas electorales en favor de determinados candidatos supuestamente vinculados a intereses ocultos como puede ser el narcotráfico.
Si bien las autoridades combaten como pueden el crimen organizado y las entidades que conforman el primer grupo sin que logren erradicarlas, en los demás casos es indispensable exigir transparencia de sus fines, actividades y financiación.
La regulación de los mercados tiene que ser más estricta, recortando el campo de maniobra especulativa. En este terreno, carece de toda justificación la existencia de los paraísos fiscales por donde canalizan sus fondos las organizaciones delictivas y otras que, siendo legales, son moralmente recusables.

miércoles, 14 de abril de 2010

Quién paga la crisis

Una de las cuestiones asociadas a la crisis es el debate sobre quien debería pagar la crisis y quien la paga efectivamente. En sentido estricto, todos sentiremos las consecuencias a causa de la enorme deuda contraída, que habrá que saldar con impuestos durante varios años con el inconveniente añadido de que el dinero se gastó principalmente en aliviar las penalidades del paro masivo y en facilitar estímulos al consumo, y no para promover inversiones productivas que habrían favorecido la recuperación de la actividad económica y dotarían al país de mejores infraestructuras. No sufrirán, sin embargo, los efectos de la crisis los que contribuyeron a provocarla tales como altos ejecutivos de bancos y grandes empresas los cuales han percibido cantidades astronómicas, sobre todo en Estados Unidos, en forma de salario fijo, bonos, opciones, fondos de pensiones y blindajes en caso de despido, pese al grado de responsabilidad contraída que, con sus manejos llevaron en algunos casos a la ruina de sus empresas. En España tenemos ejemplos por demás elocuentes como lo cobrado por los distintos conceptos en 2008 por el consejero delegado de Iberdrola que ascendió a 16 millones de euros, tanto como lo que cobrarían 2.200 trabajadores durante un año con salario mínimo. Una injusticia social. Un escándalo obsceno.

Tampoco pagarán muchos promotores inmobiliarios que acumularon descomunales beneficios, a veces gracias a inconfesables “pelotazos” urbanísticos compartidos con corporaciones corruptas, ni notarios y registradores que obtuvieron exorbitantes ingresos en tiempo de vacas gordas en virtud de su estatus monopolístico.
Sin duda el inmerecido castigo recaerá sobre los asalariados, comenzando por los acogidos al régimen de contratación temporal y los inmigrantes al perder sus empleos sin indemnización por despido. Su número rebasa los cuatro millones, una cifra que es el más grave exponente de la recesión. Otros “paganos” son los autónomos que, por la disminución de sus clientes se ven forzados al cierre de sus establecimientos. Y finalmente, quienes se ven desahuciados de sus viviendas por no poder abonar las cuotas de las hipotecas.

Como es habitual, la cadena se rompe por el eslabón más débil. ¿Tiene que ser siempre así? La respuesta es afirmativa en tanto no se cambie la organización de la sociedad y sus leyes. Aquí viene a cuento la cita de Marx y Engels en su libro “La sagrada familia”: Si el hombre es formado por las circunstancias, resulta necesario formar las circunstancias humanamente.

lunes, 5 de abril de 2010

Paliativos de la crisis

El inicio de la recesión que padecemos desde hace más de dos años cogió desprevenidas a las autoridades monetarias, a los políticos, que durante varios meses se obstinaron en negar su existencia, e incluso a los mejores y peores expertos.
Dada la imprevisión, la negación y la ignorancia, no es de extrañar que sus efectos se propagasen con tanta rapidez y alcanzasen la profundidad que conocemos. La demora del diagnóstico explica que la terapia aplicada fuese tardía y que las medidas adoptadas hasta ahora, un tanto inconexas, hayan tenido escasa eficacia. Sí sirvieron para que los causantes salvaran su pellejo con inyecciones de capital público que pagamos todos.
En lo que suele haber general asentimiento es en que las circunstancias imponen un menor gasto público y un refuerzo de los ingresos presupuestarios. Lo primero exige reducir partidas que no se consideren imprescindibles, y lo segundo obliga a una elevación de los impuestos. Desechados los recortes sociales entre los que se incluyen las cuantiosas prestaciones por desempleo por la contestación que suscitarían, tampoco es aconsejable suspender la ejecución de obras públicas porque implicaría un aumento del paro, de por sí situado en niveles dramáticos. El margen de maniobra no es muy amplio pero si se quiere evitar el impacto en las rentas más bajas y buscando al mismo tiempo la ejemplaridad, las medidas de ahorro podrían congelar e incluso rebajar porcentualmente los sueldos más altos de los políticos y funcionarios públicos, la supresión de determinados organismos redundantes, evitar en lo posible la publicidad institucional, restringir el uso de vehículos oficiales, y limitar los viajes de funcionarios y diputados. En resumen reducir los gastos corrientes y adelgazar las Administraciones.
El aumento de los impuestos siempre es mal recibido por los contribuyentes que pueden traducir su enfado en negarle el voto al partido gobernante en favor de los que se opongan aun cuando esta actitud carezca de razones de peso, ya que sin ingresos públicos suficientes, el Estado del bienestar dejaría de cumplir su función.
El buen sentido aconseja que la nueva fiscalidad repercuta lo menos posible en la disminución del consumo y en el aumento del IPC. Por esta y otras razones de equidad, el aumento tributario debería recaer sobre los impuestos directos, y en concreto, sobre los ingresos personales en sus tramos más altos. Pero el Gobierno encontró más fácil y con menos resistencia recargar el IVA, pasándoles la factura a los consumidores en general sin distinción del poder adquisitivo de cada uno.
Tal medida agrava la regresividad del sistema tributario y su inequidad, como pone de relieve el hecho de que siendo la participación de los salarios inferior al 50% de la renta nacional, soportan el 80% del IRPF. Esta desigualdad se acentúa desde que el gobierno socialista, que se proclama progresista y de izquierda, copiando la medida del gobierno del Partido Popular, suprimió el impuesto sobre el patrimonio y rebajó la tarifa máxima del impuesto sobre la renta del 48% al 45%.
La crisis que padecemos se caracteriza por una drástica sequía del crédito bancario que contrae la actividad económica, acrecienta el paro, disminuye el consumo y eleva la morosidad, cerrándose así el círculo vicioso que estrangula la capacidad del sistema financiero para engrasar la maquinaria económica con la necesaria fluidez crediticia.
Sería preciso implantar medidas que inviertan el proceso, o sea, que las entidades financieras volvieran a abrir la mano del crédito. Pienso que este objetivo podría lograrse si los préstamos hipotecarios se pusieran al corriente de sus vencimientos. A tal efecto, el Estado cubriría los pagos correspondientes a dos anualidades, subrogándose en la deuda de los titulares. Se evitarían así los desahucios por falta de pago, se estimularía el consumo y los bancos y cajas dispondrían de fondos para atender la demanda de los empresarios a la vez que disminuirían la obligación de dotar provisiones por fallidos. Es decir, entraríamos en un círculo virtuoso en el que dejarían de influir los factores que alimentan la recesión.