domingo, 23 de febrero de 2014

Violencia machista



Pienso que uno de los mayores fracasos de la humanidad, con manifestaciones concretas en la sociedad española es, sin duda, el feminicidio, la muerte violenta de tantas mujeres a manos de su pareja masculina, precedido, por lo general, de una larga serie de malos tratos. En España el fatídico balance de 2013 se cerró con 48 víctimas. Representa un pequeño descenso con relación a años anteriores, pero mientras una sola mujer pierda su vida en estas circunstancias seguirá siendo motivo de escándalo, de que uno sienta vergüenza de ser varón.
Nunca habrá disculpas para estos crímenes. Quienes hemos formado  una familia, con o sin vínculo matrimonial, sabemos que es como una navegación en la que se dan singladuras de calma y placidez con otras por aguas turbulentas de las que surgen diferencias sobre la forma de entender la convivencia, discrepancias sobre la educación de los hijos, o como sobrellevar mejor las dificultades de la vida cotidiana. Toda desarmonía pasajera es superable acudiendo al respeto mutuo, la comprensión del otro y, sobre todo, habiendo hijos, por el propósito de preservar su estabilidad emocional y evitarles situaciones conflictivas de las que ellos son inocentes. Incluso, si las desavenencias se vuelven permanentes hasta degenerar en conflicto irresoluble, siempre queda el recurso propio de personas civilizadas de acudir a la separación o divorcio en términos razonables.
La decisión de vivir en pareja es un hecho trascendental en la vida de las personas por lo que no puede adoptarse sin reflexión o con frivolidad. Bien al contrario, conlleva una serie de derechos y deberes que exige un alto sentido de la responsabilidad.
El origen de la discriminación de la mujer se remonta a la noche de los tiempos, pero que sea antigua no le otorga legitimidad. Pienso que se trata de una tremenda injusticia que urge remediar. Podemos felicitarnos de que el pasado siglo XX, que tantos males ha soportado, pueda preciarse de haber incubado la protesta feminista que, sin haber agotado sus frutos, ha supuesto una pacífica revolución y el cambio social más trascendente en siglos, al haber incorporado a la mujer al mundo del trabajo y la cultura, reconociendo el protagonismo que le corresponde en virtud de la igualdad de derechos con el varón.
Lamentablemente, la naturaleza de los cambios no es aceptada por un sector de la sociedad que entiende las relaciones entre ambos sexos como el abuso de uno sobre el otro. Para erradicar esta idea aberrante todo los esfuerzos serán pocos. Es necesario que desde la cuna primero, y a través de la escuela y la familia después, se inculque a los niños el concepto de igualdad y el respeto a la dignidad de la mujer que es igual que la del varón. En este contexto, considero un error la supresión de la asignatura de educación para la ciudadanía –lo que no excluye que pudiera ser mejorable– por ser indispensable para la formación de ciudadanos conscientes y responsables, conocedores de los derechos y obligaciones como tales.
Sin perjuicio de todas las medidas legales preventivas y represivas implantadas por las autoridades, se echa en falta una mayor implicación activa de la Iglesia contra la violencia de género. Las declaraciones innovadoras del recién elegido Papa permiten abrigar la esperanza de que impulsará en la institución la consecución de este objetivo, tan justo como necesario.
No quiero concluir estas reflexiones sin añadir una sugerencia: que a los contrayentes de matrimonio religioso o civil se les entregue un librito con recomendaciones de comportamiento e información de cómo la mujer puede hacer uso de sus derechos si fuera objeto de abusos o violencia.

domingo, 16 de febrero de 2014

¿Qué nos ha pasado?


    Es tan intensa y extensa la ola de corrupción que nos invade que uno se pregunta cual puede haber sido la causa de tamaña relajación moral de las costumbres que ha contagiado a buena parte de la sociedad, sin que ello suponga que venimos de un pasado ejemplar.
    Lo cierto es que los escándalos que vamos conociendo día a día a través de los medios de comunicación superan nuestra capacidad de asombro para transformarse en desconfianza general e indignación.
    La codicia pervirtió la conciencia  de muchas personas tenidas por honorables y se extendió a buena parte de las instituciones, desde las más altas del Estado (Corona, poder ejecutivo y judicial) hasta los gobiernos autónomos y locales con los respectivos organismos por ellos creados, sin olvidar los agentes sociales y económicos, e incluyendo, por supuesto, a directivos empresariales. Casi parece que no se corrompió quien no tuvo ocasión de hacerlo.
    Uno de los frutos amargos de la situación creada fue la crisis que padecemos. Entre 1995 y 2009, España vivió una época de prosperidad ficticia, ayudada en parte por más de un billón de euros procedentes de la ayuda de la UE, haciendo creer a los gobernantes que el crecimiento económico no tenía por qué interrumpirse y que el enriquecimiento era fácil como dijo un ministro de Economía. En este caldo de cultivo se relajaron los frenos legales, éticos y religiosos con derroche de fondos públicos, prevaricación, apropiación indebida, gestión fraudulenta, falsedad contable, fraude a Hacienda y pérdida del respeto al endeudamiento familiar, empresarial y público.
    La burbuja estalló en 2009 y los gobiernos del PP y PSOE contrajeron una grave responsabilidad por no contener a tiempo el apalancamiento de la banca y adoptar medidas para mantener embridado el déficit por cuenta corriente.
    Otro factor que contribuyó a empeorar las cosas fue la descentralización de la Administración, basada en el principio de subsidiariedad que presupone ventajas por la aproximación de la Administración a los ciudadanos. Sin negar que esto sea cierto, también es preciso admitir que incorpora disfunciones como facilitar el clientelismo y amiguismo, lo que se traduce en el ámbito municipal en decisiones tomadas bajo presión de intereses particulares como pueden ser recalificaciones urbanísticas especulativas o la licitación de obras a dedo. Si las decisiones se toman a distancia es más fácil eludir las presiones interesadas.
    Veamos tres muestras que corroboran lo dicho: Primero, la UE advirtió al Gobierno de la inadecuación de la legislación hipotecaria con cláusulas tan desiguales como la llamada  “cláusula suelo” y la no admisión de la dación en pago de deuda; después el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo anulando la conocida como “doctrina Parot” por aplicación indebida del principio de irretroactividad penal; y muy recientemente la Comisión Europea anunció la apertura de expediente a siete clubes de fútbol por subvenciones públicas ilegales, recalificaciones de terrenos sospechosas y tratamiento fiscal privilegiado. Todas ellas, son irregularidades que han tenido que ser desmontadas desde Bruselas para vergüenza y sonrojo nuestro.
    Se aduce a veces para justificar el malestar actual que todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, pero esto es una verdad a medias. No los trabajadores normales ni mucho menos los pobres compraron segunda vivienda, cambiaron de coche cada año o se fueron de vacaciones a países lejanos. Quienes incurrieron en tales gestos de ostentación fueron, sobre todo, miembros de la clase política y de clase media alta.
    ¿Hemos de resignarnos a convivir con un nivel de corrupción igual o mayor que el que tenemos ahora, como algo inevitable e innato de la condición humana? Admitamos que como seres imperfectos que somos no se puede erradicar el mal como si de una enfermedad física se tratase, curable con un antibiótico. Reconozcamos también que las prácticas corruptas no son exclusivas de ningún país. Lo que singulariza el fenómeno en España es la facilidad con que se disculpa por la opinión pública y la falta de un código ético promovido y respetado por los partidos políticos. Anta la inculpación judicial de un político el interesado se declara inocente y tranquilo, y a continuación sus correligionarios se ofrecen a poner la mano en el fuego por él (y con frecuencia la queman).
    Siendo un hecho patente la dificultad de acabar con la corrupción, la aplicación de un plan coherente podría lograr que la honradez de los cargos públicos fuera la norma y el engaño o la extorsión fueran la excepción. El plan en cuestión debería incluir medidas preventivas de eficacia demorada como la educación en valores y también medidas represivas, de acción inmediata. En este contexto, creo que fue un error de origen ideológico la supresión de la asignatura “Educación ciudadana”.
    Sin propósito exhaustivo sino a título enunciativo, en cuanto a la represión de las conductas dolosas, propondría los siguientes tratamientos: Imponer una amplia ley de transparencia de los actos administrativos, publicar el patrimonio al ingresar en el cargo político y al abandonarlo, establecer sistemas de control interno, evitando en lo posible las decisiones unipersonales, reformar el Tribunal de Cuentas de forma que sea independiente para que pueda proponer sanciones a los infractores y dotarlo de  medios personales y materiales para que pueda enjuiciar el año anterior a la inspección, evitando el retraso con que ahora funciona, establecer sanciones penales a las corporaciones locales que tomen acuerdos en contra de los informes preceptivos del secretario e interventor de las mismas. Por último, para que los ciudadanos no tengamos motivos  para quejarnos de la lentitud de  los procesos judiciales, revisar y actualizar sus  Reglamentos y dotar a los órganos de Justicia del personal suficiente y de los recursos presupuestarios a fin de que puedan cumplir su función y no se demoren más de lo indispensable los autos y sentencias.

domingo, 9 de febrero de 2014

Democracia y mayoría absoluta



    En las últimas elecciones generales celebradas en 2011, los ciudadanos otorgaron el PP la mayoría absoluta para gobernar durante cuatro años. Este mandato fue interpretado como carta blanca para imponer sus decisiones de forma unilateral sin respetar las razones de la oposición e incluso contraviniendo su programa electoral que sirvió para seducir el coto de los electores.
    Las opciones de toda elección se reducen a dos: dar a un partido la mayoría absoluta o repartir los sufragios entre varios. Ninguna de las dos es perfecta porque perfectos no somos lo humanos. En el primer supuesto el partido victorioso no admite límites a su política e impone sus decisiones gusten o no gusten empleando en el Parlamento el rodillo para aprobar sus leyes, comenzando por la del presupuesto. A falta de triunfo mayoritario, el gobierno solo es posible por una coalición expresa o tácita, es decir, con participación plural en el ejecutivo, o de un solo partido con apoyo de otro o varios para contar con al menos la mitad más uno de los diputados. En este caso las líneas de gobierno tienen que ser consensuadas, renunciando los socios a la aplicación estricta de sus respetivos programas.
    El uso que el PP hace de su poder pone de relieve el desprecio de la oposición a la que ignora, gobernando a golpe de decreto-ley que elude el debate parlamentario de las medidas implantadas, negando cualquier comisión de investigación y apropiándose de las instituciones mediante el nombramiento de representantes adictos al frente de las mismas. Se aprueban leyes de marcado carácter ideológico (LOMCE, Reforma Laboral, Seguridad Ciudadana, etc.) con sus únicos votos, desoyendo cualquier objeción o propuesta de los demás grupos. En materia económica se escuda en la crisis para para aumentar impuestos, incumpliendo sus promesas, precariza el empleo y se recortan derechos y prestaciones sociales, justificándose con que “es lo que hay que hacer”. Lo que al parecer no hay que hacer es gravar las grandes fortunas, distribuir las cargas con más equidad o publicar los nombres de los defraudadores, como los que se acogieron a la escandalosa amnistía fiscal. De los evasores que denunció Falciani nunca más se supo. Los platos rotos que los paguen los de siempre aunque no hayan tenido arte ni parte en el estropicio. Que se ahonde la desigualdad entre los españoles no parece preocuparles.
    El gobierno de mayoría absoluta se convierte de hecho en una dictadura partidista que además acumula un daño adicional. Proporciona a los políticos la impresión de que todo está permitido, de que cualquier transgresión  de la ley quedaría impune, o sea, se abre el camino para que  fluya libremente la corrupción, cumpliéndose el aforismo que acuñó el político británico Lord Acton (1834-1902): el poder tiende a la corrupción y el poder absoluto corrompe absolutamente. Lo vemos confirmado con la oleada de escándalos que afecta principalmente al partido gobernante en todas las instituciones, desde el gobierno central a los ayuntamientos pasando por las autonomías, como antes protagonizó el PSOE en su etapa mayoritaria.
    Hay motivos más que sobrados para exclamar: “De mayorías absolutas líbranos Señor”.