sábado, 23 de julio de 2016

Igualdad de oportunidades



    Uno de los principios de la justicia social consiste en lograr la igualdad de oportunidades, esto es, el deber que incumbe al Estado de promulgar y cumplir normas legales que permitan a cualquier persona el acceso a puestos  de responsabilidad y relevancia social en función de sus méritos y no en virtud de otras circunstancias como puede ser la clase social, el amiguismo o clientelismo.

    Para conseguir este objetivo, el instrumento indispensable es la política educativa que incluye la gratuidad de los estudios desde la guardería infantil a la Universidad. Esta condición es necesaria pero insuficiente para que los hijos de familias con pocos recursos puedan competir con quienes disfrutan de un estatus privilegiado. Complemento de la gratuidad de la  enseñanza primaria y secundaria ya conseguidas, es la concesión de becas a  estudiantes universitarios para el pago de matrículas a quienes acrediten  notas superiores a la de aprobado. Esta exigencia pone al becario en condiciones de inferioridad con respecto a quienes puedan iniciar o repetir  los cursos independientemente de las notas que obtengan si sus padres  pagan las tarifas académicas.

    Para que la igualdad de oportunidades sea una realidad efectiva es preciso tener en cuenta que las becas no cubren todos los gastos que ocasionan los estudios universitarios. Las familias han de soportar los costes de libros, ordenador portátil y desplazamientos a la Facultad.

    El Plan Bolonia, de reciente implantación, bajó de cinco a cuatro los cursos de la licenciatura, pero a cambio exige la aprobación de un master de coste elevado que si bien puede ser financiado con beca, no incluye su título y el de grado que debe abonar el estudiante. Si a todo ello añadimos que la familia se ve privada  del sueldo que podría aportar si estuviera empleado y que el ambiente familiar no es el más propicio para despertar la curiosidad intelectual, se comprende cuantas barreras habrá que superar para que el hijo de un trabajador manual pueda ascender de clase social.

    En tanto las leyes no contemplen el problema en toda su complejidad, las becas solo estarán al alcance de la clase media y muchos talentos seguirán malográndose. Una familia cuyos ingresos sean los del salario mínimo nunca podrán tener un hijo médico por muchos esfuerzos y sacrificios que hagan él y sus padres. De este modo, la pobreza es la herencia que los hijos pueden recibir de sus progenitores.

    El fracaso de la igualdad de oportunidades no es más que una de las caras que presenta la desigualdad de salarios y empleo, producto a su vez  de políticas inequitativas que reparten de manera injusta los beneficios y las cargas de la actividad económica.

    La importancia que los programas electorales otorguen a la protección social es un dato capital para juzgarlos y saber a quien favorecen y a quien dejan en el olvido.

    Mientras no alcancemos un nivel de vida general que destierre la pobreza extrema y evite que toda persona por el hecho de serla carezca de los medios indispensables para vivir con dignidad, habrá que poner parches y avanzar sin descanso para aminorar las brutales diferencias de clase que perviven en nuestra sociedad.

    Cuando esto ocurra viviremos la auténtica paz que es obra de la justicia.

sábado, 16 de julio de 2016

Lecciones del "Brexit"



    Los referendos, como las armas, los carga el diablo. Así debió de pensar el primer ministro británico, David Cameron, al conocer el sorprendente resultado de la consulta electoral que convocó sin que nadie se lo pidiera. Como organizador, estableció las condiciones, la fecha y la pregunta. La mayoría de los electores dieron una respuesta distinta de la que él esperaba y de la que pronosticaban las últimas encuestas. Puede decirse que le salió el tiro por la culata, y frente a su propósito de mantenerse en el poder, sus conciudadanos le expulsaron del Gobierno.
    Al parecer, entre quienes inclinaron la balanza por la salida del Reino Unido de la UE, predominaron los habitantes del rural y los mayores, esto es, los perdedores de la crisis, que votaron con el corazón y no con la cabeza, sin pensar en las consecuencias de su decisión, tal vez como protesta frente a los políticos, más preocupados por la conservación de sus privilegios que por los problemas y agobios de la gente corriente.
    Tras el resultado, la sociedad británica quedó dividida en dos partes iguales. Los efectos irreversibles del “Brexit” los iremos conociendo poco a poco, al compás de las negociaciones en torno a la separación. De inmediato, hemos visto el desplome de las bolsas, corregido en parte después, la devaluación de libra esterlina, el descabezamiento de la cúpula del partido conservador, y lo que es peor, se avivaron las pulsiones xenófobas contra los inmigrantes. Cameron se vio forzado a dimitir, el exalcalde de Londres, Boris Johnson, que aspiraba a sucederle, renunció por no sentirse apoyado, Jeremy Corbyn, líder laborista acusado de defender el “in” con poca convicción, se encontró con una rebelión en su partido, y por último, el presidente del partido antieuropeista UKIP, Nigel Farage, que protagonizó la campaña del “out” también dimitió para que otros gestionaran la nueva etapa “post Brexit”.
    A más largo plazo se abre un proceso que promete ser lento y doloroso para ambas partes. Malo para la UE que pierde su mayor socio después de Alemania. El FMI calcula que el divorcio británico causará a la Eurozona una pérdida de cinco décimas del PIB entre 2016 y 2018. El coste para Gran Bretaña se estima superior. La City londinense peligra y el crecimiento económico se ralentizará, pero será más grave aun el riesgo de que Escocia, Irlanda del Norte y Gales, donde la mayoría de los electores optaron por el “in” sientan la tentación de declararse independientes, con lo que el Reino Unido  debería cambiar el nombre por el de Reino Desunido.
    Millones de ciudadanos pidieron la repetición del referéndum, mas el paso dado es irreversible, y como suele decirse, a lo hecho pecho. La culpa de lo ocurrido corresponde a los políticos irresponsables que embarcaron a la gente en un viaje sin retorno ni rumbo fijo, sin prever los escollos que aparecerían en la singladura.
    El proceso negociador arrancará con la comunicación oficial del Reino Unido de causar baja como socio, y las conversaciones se pueden dilatar dos años o más  con arreglo al artículo 50 del Tratado de la UE introducido por el Tratado de Lisboa que establece los trámites de la desconexión en cuanto al marco de sus relaciones con la Unión. El acuerdo a que se llegue no requiere la unanimidad, pero sí la mayoría cualificada y la aprobación del Parlamento Europeo. Mientras el acuerdo no entre en vigor, los Tratados y el resto del ordenamiento jurídico de la UE continuarán aplicándose en Reino Unido.
    Las lecciones extraídas del “Brexit”  y su posible aplicación a un hipotético  “Catalánexit” es que un referéndum  forma parte de un proceso complejo, de consecuencias impredecibles e imprevisibles, una de las cuales es la  división que introduciría en la sociedad con la partición de los españoles en Cataluña y de los catalanes en España y su consideración como extranjeros. Por lógica, las condiciones deberían ser acordadas por ambas partes, tales como el texto de las preguntas planteadas, la proporción de la mayoría válida, la reversibilidad o irreversibilidad del resultado, en qué plazo y como se resolvería la transición, como se repartiría la deuda pública y como se pasaría de la moneda común a la de nueva creación en Cataluña. Por mucho que los negociadores analizasen los distintos aspectos, sería imposible determinar de antemano el planteamiento, ejecución y desarrollo del plan. Sería normal estudiar los diferentes aspectos de las consultas de Canadá y Escocia y la que ofrecerán las negociaciones entre Londres y Bruselas. Pero aun así, habría que contemplar la aparición de incidentes  y situaciones inéditas, porque cada una tiene  sus especificidades que lo distinguen de los demás. Sin olvidar que las posiciones no serían fácilmente armonizables, como ocurre en todo divorcio, al estar en juego muchos intereses y sentimientos. En total elementos de juicio más que suficientes para  que los independentistas de turno se lo piensen no dos veces sino mucha más para no tener que arrepentirse. 

sábado, 9 de julio de 2016

Distribución de la renta



    El que fuera secretario de Defensa norteamericano con el presidente Bush, Donald Rumsfeld, además de muchas actitudes poco virtuosas, es autor de una curiosa clasificación del conocimiento, según  la cual, hay que distinguir entre lo que sabemos, lo que sabemos que ignoramos y lo que ignoramos que ignoramos.
    Aplicando esta taxonomía a la crisis económica que padecemos y el tratamiento que prescribe la eurozona, estaríamos en el primer caso. Sabemos por convicción y por evidencia empírica que la receta de austeridad extrema y el recorte a todo trance del gasto público como cura de la recesión no solo es inútil sino contraproducente. Es como echar gasolina al fuego según se aprecia en Grecia, Irlanda y Portugal, y en similar proporción en España e Italia. Tras años de medicar  al enfermo con esa pócima solo se ha conseguido debilitarlo más hasta la extenuación.
    Sin embargo, los gobiernos cierran ojos y oídos a la realidad y se empeñan en aplicar  la misma cura de caballo contra toda evidencia, por más que el resultado sea profundizar la recesión y colapsar la economía. El empecinamiento conlleva unos costes sociales que recaen con especial virulencia sobre los trabajadores, pensionistas, parados y clase media.
    El economista vigués Antón Costas denunció en un reciente artículo la ceguera de las élites europeas para no percibir las consecuencias sociales y políticas y atribuye esta estrategia a prejuicios ideológicos y al hecho de que sus miembros son ajenos al sufrimiento que causan a la mayoría de la población. Esas mismas personas no tendrán que comer en establecimientos de beneficencia, ni serán desahuciados de sus viviendas, ni siquiera verán menguados sus ingresos de siete dígitos. Al contrario. El sueldo medio de Wall Street en los dos últimos años, en plena crisis, creció un 17%. Gracias a ellos, las grandes compañías que comercializan artículos de lujo obtienen beneficios record.
    En una democracia consolidada, Estados Unidos, en contra de lo que proclama el ideal, el poder reside en una minoría opulenta del 1% de la población según advierte el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, constituida  por los más ricos, y no por casualidad, sino por la presión que sus miembros están en condiciones de ejercer sobre el Gobierno, del que normalmente forman parte para que apoye sus intereses, de modo que poco más de tres millones de personas deciden sobre lo que afecta a 313 millones de estadounidenses.
    Si trasladamos el escenario a nuestro país, cabe pensar que alrededor de 460.000 españoles decretan el destino de 46 millones de ciudadanos.
    En ambos casos las poderosas minorías dominantes integradas por políticos, banqueros, industriales, grandes terratenientes, directivos empresariales y máximos representantes de la jerarquía militar y judicial. En conjunto comparten y defienden intereses comunes y legislan o dictan las leyes que les benefician.
    De hasta que punto lo logran da fe el hecho de que España figura en el vagón de cola en las estadísticas  que expresan el grado de desigualdad social entre las rentas más altas y las más bajas. El llamado coeficiente de Gini (por el nombre del estadístico italiano Corrado Gini, 1884-1965)  mide la diferencia de ingresos  en un país  y en un momento determinado. Si este coeficiente fuera cero, el país en cuestión  registraría una igualdad perfecta, es decir, todos sus habitantes  percibirían la misma renta. Por el contrario, el coeficiente uno significaría la máxima desigualdad. Pues bien, el dato español en 2011 fue de 34, el nivel más alto desde que hay registro y el mayor de la UE. En el extremo opuesto, el más bajo correspondería a Noruega (aunque no forma parte de la UE) con 22,5.
    Eurostat, la oficina de estadística de la Comisión Europea, utiliza otro indicador denominado 80/20 que consiste en comparar los ingresos del 20% de la población que consiguen la mayor cantidad con el 80% que percibe menos. Los valores más altos del primer tramo muestran la mayor desigualdad. Nuevamente, España aparece con los datos de mayor concentración de ingresos, con un multiplicador de 7,5 que contrasta con el 5,7, valor medio de la UE y con el 3,3 de Noruega, de modo que el 20% de la población española más rica tiene una renta 7,5 veces mayor que el 20% más pobre. Cualquier indicador que tomemos resalta la amplitud de nuestra brecha social.
    Ciertamente, en el caso español influye la enorme cifra de parados que ven disminuidos o anulados sus ingresos, así como el recorte de los servicios públicos pero el mal proviene de un reparto muy desigual de la riqueza que no se ha sabido o querido corregir.
    Obviamente la injusta situación de la sociedad española no se remedia con actos de caridad o instituciones de beneficencia por muy meritorios que sean quienes participan en ellas con donaciones y entrega personal. La corrección reclama leyes que distribuyan con más equidad la renta nacional. Es lo que ansían millones de familias que sufren hambre y sed de justicia.

lunes, 4 de julio de 2016

¿Somos ricos los españoles?



    La pregunta así planteada no admite fácil respuesta porque la realidad es compleja y ambigua. Un extranjero que visitase el país dudaría como pronunciarse porque los hechos observados podrían ser interpretados de forma diferente y contradictoria.
    Si hubiera asistido en Basilea (Suiza)  a la final de la Liga Europea de Fútbol entre el Liverpool y el Sevilla el 18 de mayo de 2016 y contemplado la cantidad de hispalenses que se trasladaron a dicha ciudad, se sentiría tentado a creer que los hispanos vivimos en la opulencia. Y esta opinión se reforzaría si acudiese en la capital española al partido del  Barcelona y el Sevilla para disputar la final de la Copa del Rey en el Bernabéu, abarrotado de aficionados, además de los muchos que se quedaron fuera por agotamiento de las entradas a pesar de su elevado precio. La misma impresión le causaría querer comer en un restaurante de lujo y no poder hacerlo por estar ocupadas todas las mesas.
    Si nuestro supuesto viajero no se conformase con la observación de los signos externos y se documentase en fuentes estadísticas fiables, llegaría a conclusiones distintas de las anteriores en virtud de datos como los siguientes: la estructura social de España está formada por el 60,6%  de familias de clase media, el 26,6% de clase baja y el 12,8% de clase alta. La crisis que se inició en 2008 cambió la estratificación y en 2013 (último año de información disponible), la clase media baja llegó al 38,5%, la de renta media descendió al 62,3%, con una caída que afectó a tres millones de personas; por el contrario, el 8,92% mejoró su situación económica (“Distribución  de la renta, crisis económica y políticas distributivas”, informe elaborado por la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, 2016).
    La cruda realidad  es que cinco millones de compatriotas están en paro forzoso, que de ellos, dos millones han agotado sus prestaciones de desempleo, que 500.000 personas viven en pobreza severa y que si la situación no ha desembocado en un estallido se debe a entidades de beneficencia y ONG (Cruz Roja, Caritas, Banco de Alimentos, etc.) y a las redes familiares que con la pensión del padre o del abuelo mantienen a los hijos que por su edad deberían estar emancipados.
    Las políticas implantadas por el Gobierno para enfrentarse a la crisis han sido asimétricas. En tanto las clases medias más débiles han sufrido con mayor rigor las consecuencias, una minoría privilegiada ha visto mejorado su participación en la renta nacional y en la riqueza del país. El resultado, como,  es lógico, fue ahondar la brecha que separa a los que tienen de los que no tienen, sin que se atisben medidas que corrijan el desfase.
    Según Oxfam Intermon, los veinte españoles más ricos poseen un patrimonio de 115.100 millones de euros que equivalen a la riqueza  acumulada por el 30% de la población  más pobre, o sea, a unos catorce  millones de personas. Lo que es aún más injusto es que en 2015 los bienes del primer grupo crecieron el 15% que no por casualidad coinciden con lo que disminuyó la riqueza de los que menos tienen. Otro ejemplo: los sueldos de los consejeros de las empresas cotizadas en el Ibex 35 crecieron el 9,1% en 2015, situándose en una media de 364.700 euros mientras el salario mínimo subió el 1% sin pasar de 9.300 €. Los presidentes de las mismas sociedades cobran 158 veces lo que un trabajador medio. En teoría los sueldos más altos tributan al 50% por el IRPF, pero es muy probable  que se valgan de la ingeniería financiera para reducir el impuesto a menos de la mitad. Todo ello explica que España sea la nación más desigual de la UE. Lo atestiguan, entre otras fuentes, el llamado índice de Gini que mide la máxima igualdad en cero (igualdad absoluta) y en 100 la máxima desigualdad. El dato español en el período comprendido entre 2007 y 2013 se desplazó del 32,5% al 38,4%. Con esta información a la vista, a nuestro hipotético visitante le habría resultado fácil adivinar a qué clase pertenecerían los  españoles que se desplazaron a Suiza  para presenciar un partido de fútbol.