domingo, 21 de diciembre de 2014

Hacia un impuesto único



    Es sabido de todos que, de los distintos papeles que el ciudadano representa frente al Estado, ninguno es menos gratificante que el de contribuyente. El pago de impuesto es una de las dos obligaciones que la Constitución impone a los españoles. Al haberse abolido el servicio militar obligatorio, aquella queda como única exigible. Se trata, sin duda, de una imposición onerosa, pero indispensable como contrapartida al disfrute de los derechos y servicios que el gobierno concede a los ciudadanos en cumplimiento de la Carta Magna.
    Puesto que no podemos ni debemos evadirnos de entregar lo suyo a la Hacienda pública, lo que tenemos derecho a demandar de la Administración es que se simplifique y facilite su cumplimiento, de modo que el desembolso no vaya acompañado de trámites farragosos y desciframiento de impresos que solo los especialistas pueden interpretar. Más aun, sería deseable que los impuestos se redujesen en su número al mínimo posible, librando al contribuyente de desfilar por múltiples ventanillas con engorrosas liquidaciones en cada una, como vía para alcanzar el impuesto único.
    Ya hace alrededor de medio siglo que un ilustre economista español, Manuel de Torres, propuso la introducción del impuesto sobre la renta como única figura impositiva. Aunque él murió sin verlo, tal parece el camino a seguir, si bien hay que reconocer que el proceso avanza lentamente.
    Tal vez el cambio convenga introducirlo por etapas, por razones prácticas, pero la meta no puede ser otra que el gravamen único sobre los ingresos de los ciudadanos. Como afirmó en cierta ocasión la Agencia Tributaria, dicho impuesto constituye “una de las máximas expresiones de los principios de igualdad y solidaridad reconocida en nuestra Constitución”.
    La capacidad de control que proporcionan los programas informáticos y el cruce de datos, hacen viable que se puedan conocer con razonable fiabilidad las bases tributarias sobre las que exigir la cuota a ingresar, con lo que, partiendo de una tarifa progresiva, se recaudaría con equidad la carga fiscal. El Tesoro público, como único recaudador, se encargaría después de repartir los ingresos entre las comunidades autónomas y la Administración local en la proporción establecida por la ley.
    De la unificación de tributos en uno solo todos saldríamos ganando. El Estado se vería aliviado de la compleja organización burocrática que conlleva la multiplicidad de impuestos. En el aspecto macroeconómico, al tratarse de un gravamen directo sobre las rentas globales percibidas, los contribuyentes no podrían repercutirlo sobre los precios de los bienes y servicios como ahora ocurre con la imposición sobre el consumo que es lo que representa el IVA. Así desaparecería una de las causas que generan tensiones inflacionarias. Finalmente, con un perfeccionamiento del aparato recaudatorio sería más fácil que hasta ahora perseguir el fraude, que alcanza cifras cuantiosas.
    El ciudadano, por su parte, no tendría que estar pendiente de los numerosos plazos y vencimientos que hoy le agobian. Con una sola declaración cumpliría sus obligaciones con el fisco. El ahorro de tiempo y de molestias, serían muy apreciables. Vale la pena que los hacendistas se apliquen a la tarea para que la transición no se demore demasiado.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Cómo crear empleo



    No descubro ningún mediterráneo al decir que la tasa insoportable de paro es el peor mal de la economía española, la máxima preocupación de los gobernantes y el más angustioso problema de quienes lo sufren y sus familias.
    Por consiguiente, no es extraño que florezcan planes más o menos ingeniosos para cambiar la situación laboral sin que el éxito los acompañe en el intento. Desde hace tiempo, el Gobierno contaba con el INEM como organismo público dedicado a facilitar empleo, casando la oferta y la demanda, pero a la vista de sus magros resultados, se autorizó la entrada de las ETTs, que a cambio de buscar ocupación en competencia con el INEM, cobraban del nuevo activo una cantidad.
    Como la utilización conjunta de las iniciativas pública y privada no lograba el cambio de la tendencia, el Gobierno puso en marcha una nueva fórmula acorde con su ideología neoliberal de privatizarlo todo, consistente en distribuir el año próximo 41,7 millones de euros entre 80 empresas seleccionadas con criterios no especificados a cambio de colocar a parados. El premio dependerá de la edad del solicitante de empleo, del tiempo que lleve en el paro y de la duración del contrato. Para mayores de 55 años en riesgo de exclusión la cuantía de la subvención podría llegar a 4.500 euros.
    Mucho me temo que el nuevo sistema de combatir el desempleo, tanto por el importe presupuestado como por la eficacia del método escogido, no vaya a tener un efecto significativo. Será como echar un vaso de agua en el océano, y en cambio puede suscitar trampas para aprovechamiento ilícito de los gestores.
    No es lógico que los empresarios creen demanda de mano de obra sin necesitarla, a no ser que se trate de algún cazasubvenciones, en cuyo caso los puestos de trabajo conseguidos serían breves y precarios. Por ejemplo, podría darse el caso de acuerdo entre mediador y empleador para despedir a un trabajador y poco después emplear a otro para repartirse la comisión.
    El empleo estable en condiciones aceptables solo tiene sentido por medio de empresas industriales y de servicios competitivas.
    Si no existiera un obsesivo rechazo por el neoliberalismo económico de todo lo público, el Estado podría explorar otras vías para aliviar el lastre del paro. Una de ellas sería potenciar las funciones y el rendimiento del INEM (o suprimirlo en otro caso), y otra sería poner en marcha un plan de inversiones en infraestructuras de tipo social (guarderías, residencias públicas, I+D) aunque fuera detrayendo recursos del faraónico AVE. Lo demás son paños calientes que a nada conducen.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Democracia vs. Plutocracia



    En una tendencia que venía de atrás, la pérdida de peso de las rentas salariales en la formación del PIB, experimentó una desaceleración aun mayor con motivo de la crisis en relación con las rentas del capital. El proceso se agrava cuando éstas tienen un crecimiento mayor que el de la economía nacional, según documenta el economista francés Thomas Piketty en su libro recién aparecido “El capital en el siglo XXI”.
    Esta evolución conduce inevitablemente a una progresiva desigualdad entre una élite que acumula una desproporcionada riqueza y el resto de la población, que se reparte en tasa decreciente el resto de la tarta hasta llegar a un segmento que carece de toda clase de bienes.
    Según datos de la banca Credit Suisse existen en nuestro país 465.000 personas (el 1% de los españoles) que poseen un patrimonio de más de un millón de dólares, equivalente a 800.000 euros, sin contar la vivienda propia, joyas, cuadros y vehículos. Por el contrario, el 22% de la población sufre pobreza severa que afecta especialmente a la tercera parte de la infancia.
    Dado que fortuna y poder están indisociablemente unidos, se impone la conclusión de que la oligarquía capitalista controla el gobierno del país, bien por sus representantes directos, bien por políticos desclasados a su servicio.
    Dicha situación configura una plutocracia que el Diccionario de la Real Academia define como “preponderancia de los ricos en el gobierno de un Estado”. De tal detentación del poder solo cabe esperar que las leyes favorezcan sobre todo a la clase adinerada, como así ocurre. Las muestras podrían multiplicarse, mas en aras de la brevedad citaré solamente algunos ejemplos recientes.
    El gobierno de Zapatero, poco antes de abandonar la Moncloa indultó al consejero delegado del Santander. El presidente de este banco podría haber sido condenado pero el Tribunal Supremo archivó la causa en virtud de que la fiscalía no había ejercido la acusación, consagrándose así la que se llama “doctrina Botín”. El mismo gobierno se hizo con los nombres de 659 grandes defraudadores, facilitados por un empleado del banco HSBC en Ginebra llamado Falciani, pero optó por cobrar la deuda estimada sin la multa que correspondería, y todo con la máxima discreción para que no trascendieran los nombres de los infractores.
    Una actitud similar fue observada por el Ejecutivo del partido popular al decretar una amnistía fiscal a la que pudieron acogerse quienes disponían de dinero depositado en paraísos fiscales, sin temor a inspecciones que pudieran delatar el posible origen delictivo de los capitales ocultos.
    No me resisto a incluir en la lista de despropósitos el rescate de los bancos por 100.000 millones de euros que habremos de pagar con nuestros impuestos. Los mismos bancos que desahucian a centenares de miles de familias. Para ellos no hay rescate ni amnistía.
    Para no alargar la relación de desmanes citaré solamente que el gobierno socialista dejó prescribir el derecho a reclamar a las empresas eléctricas más de 3.000 millones de euros que habían cobrado de más a los abonados.
    Puesto que somos gobernados de hecho por una oligarquía plutocrática, cabe preguntarse si es posible la convivencia armónica de democracia y plutocracia. La respuesta es negativa porque la democracia exige la vigencia de principios, entre otros, el de una persona un voto, y todos con el mismo valor; por consiguiente, el gobierno salido de las urnas debe representar la voluntad mayoritaria y ajustar su actuación al bien común. La plutocracia, por el contrario, amputa la representatividad y defiende los privilegios de los mejor instalados en la sociedad. En la medida que predomine la plutocracia más se recortará el ideal democrático.
    No obstante, la convivencia de ambos regímenes se da en muchos países y también en el nuestro como consecuencia de la desigualdad que reina en ellos. Lo cual conlleva que el gobierno del pueblo por el pueblo se cumple de forma deficiente, por cuanto una parte considerable de cuantos teóricamente deciden, se abstienen de hacerlo, y cuanto menor sea la participación más sufre la legitimidad del sistema.
    La realidad nos muestra claramente que quienes viven en la pobreza son poco proclives a acercarse a las urnas, bien sea por su exclusión, bien sea por desconfianza hacia la clase política.
    En la medida que aumenta la pobreza como ocurre actualmente, crece el abstencionismo electoral que, como promedio de varias convocatorias electorales, está en torno al 35% del censo,
    Con el índice de participación del 65%, suponiendo como ejemplo, un censo de veinte millones de ciudadanos con derecho a voto, solo lo ejercitarían trece millones, con predominio de la clase media y alta. Si el partido vencedor obtuviera el 50% de los sufragios, tendría el respaldo de seis millones y medio. Por tanto, su gobierno solamente representaría la voluntad de un tercio de la población frente a los dos tercios restantes cuya voluntad no sería atendida. Si, como acontece en Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, los ciudadanos que votan apenas pasan del 50%, la legitimidad de los gobernantes queda más que cuestionada. No en vano se ha dicho que la democracia es el peor sistema político con excepción de todos los demás conocidos.