domingo, 26 de marzo de 2017

El sector agrario gallego



    El lastre más pesado que impide el despegue de la economía gallega es, probablemente, la  distribución de la propiedad de la tierra, o dicho en otros términos,  el peso muerto del minifundio agrario, que hace inviable desde el punto de vista económico la inmensa mayoría de las explotaciones. Según el primer censo agrario de 1962 existían 9.527.000 parcelas y si bien desde entonces ha bajado el número, la proliferación de microfincas sigue siendo una realidad. Sin necesidad de recurrir a comparaciones con la UE, es evidente que con tales estructuras cualquier intento de crear un sector agroganadero competitivo es pura ilusión.
    En España no cuajó la reforma agraria pese a su necesidad, la cual, en muchos países se llevó a cabo en los siglos XIX y XX. Esta omisión dejó  irresuelto el problema  de los latifundios andaluces, extremeños y castellanos y la excesiva parcelación de Galicia. El único plan que inició la II República quedó truncado por los vencedores de la Guerra Civil.
    Como medios paliativos se crearon en 1952 la Concentración Parcelaria y en 2007 el Banco Gallego de Tierras. Con la primera se aspiraba a agrupar las parcelas de un mismo propietario con la consiguiente reducción de su número. Transcurridos 65 años el resultado conseguido es mediocre a pesar de los cuantiosos recursos invertidos desde entonces. Si un propietario es dueño de treinta parcelas –y no es un caso extraordinario- y las convierte en  diez, seguirá poseyendo una unidad de cultivo irrentable.
    Por su parte, el Banco de Tierras pretende intervenir para que un agricultor ceda en régimen de arrendamiento las tierras que no cultiva. En diez años de vigencia del ente, lo conseguido es mínimo y ambas iniciativas han demostrado su incapacidad para alcanzar el objetivo propuesto.
    Todo lo que conduzca a remover el obstáculo que representa la atomización de las unidades de las explotaciones serán meros parches de circunstancias que no tendrán otro efecto que el de un simple maquillaje si no van dirigidas a resolver el problema de fondo de un sector que está urgido de una auténtica reforma agraria que los políticos silencian.
    Efecto de la situación actual es, por ejemplo, la recolección de la castaña. Según cifras de la Consellería del Medio Rural, más de 10.000 propietarios cosechan cada año  veinte millones de kilos, lo que da una media de dos mil por productor, y el 90% se exporta a más de cuarenta países. Con tan fraccionada oferta  tiene poco sentido hablar de operaciones  de exportación, dado que el conjunto llenarían dos contenedores.
    Comprendiendo la riqueza potencial de este producto, la Consellería  acordó invertir en 2017, 2,6 millones de euros a repartir entre solicitantes de nuevas plantaciones de castaños en ayudas entre 300 y 2.200 euros por hectárea. Los resultados serán insignificantes porque los agricultores sostienen que la extensión mínima  para optar a las subvenciones sería de media hectárea,  cuando la superficie media no supera los 3.000 metros.
    En tanto no se adopten medidas drásticas  encaminadas a transformar las estructuras arcaicas que perduran en el campo gallego, se mantendrá la crisis vigente  en el sector  y se acelerará el abandono de las aldeas, la desertificación rural y el empobrecimiento de los pocos agricultores que se resisten pegados a la tierra y se resignan a malvivir.
    Lo mismo la agricultura que la ganadería, la pesca y la silvicultura tienen sus propios problemas específicos, pero todos comparten uno común: la antieconómica dimensión de sus empresas, con contadas excepciones.
    Todo hace prever que es utópica la pretensión de llevar a cabo una reforma agraria en profundidad. Siendo así, a mi juicio, que no soy experto pero sí observador de las dificultades que sufre el sector, podría aliviarse la situación del campo mediante la adopción de determinadas medidas, tales como:
a)      Dotar el Banco de Tierras de recursos  adecuados  para adquisición de parcelas y cedérselas a cooperativas agrarias a las que se facilitaría asesoramiento de gestión y apoyo financiero en su fase inicial.
b)      Promover la repoblación forestal con especies seleccionadas por el valor de la producción maderera y su menor propensión a los incendios.
c)      Planificación y promoción de industrias agroalimentarias.
d)     Actualizar la legislación sobre montes en mano común de forma que cumplan los fines sociales, económicos y de conservación que darían sentido a su mantenimiento.
e)      Fomento de nuevos cultivos adaptados a las condiciones edafológicas y a su rentabilidad.
f)       Intensificación de la labor del Servicio de Extensión Agraria.

martes, 14 de marzo de 2017

Tráficos delictivos



    El diccionario de la Academia define el comercio como negocio que se hace comprando, vendiendo o permutando géneros o mercancías. En  nuestros días, el concepto de mercancía ha ampliado tanto su contenido que abarca los objetos de comercio más diversos y no se limita solamente a cosas como pudiera parecer.
    Una primera clasificación que podríamos hacer sería la de comercio legal e ilegal. Desgraciadamente, no siempre lo que es legal implica que  sea lícito o ético. Tenemos, por ejemplo, el tráfico de armas que es ejercido a diario por Estados de derecho que se autoproclaman adalides de los derechos humanos y la paz. Pocas actividades habrá, sin embargo, más inmorales que la venta de armas, especialmente cuando van destinadas a regímenes despóticos para ser empleadas contra quienes piden libertad, pan y justicia. Al vendedor le tiene sin cuidado quienes puedan ser blanco de las balas. En todo caso, este negocio se hace con todas las bendiciones legales y figura en las estadísticas de importaciones y exportaciones.
    El comercio ilegal no está controlado por las autoridades, se realiza por cauces extralegales. Es objeto de contrabando y las transacciones son secretas a pesar del enorme volumen que alcanzan, si bien es cierto que los países productores no ponen excesivo esfuerzo en impedirlo. Un caso especial de comercio ilegal lo constituye la huida de capitales a paraísos fiscales procedentes del fraude o elusión de impuestos que comparten refugio con fondos del crimen organizado, tráfico de drogas y redes terroristas, amparados por el secreto bancario. Quienes acogen estos  depósitos son microestados supuestamente independientes que inexplicablemente  tolera la comunidad internacional, pese a disponer de medios suficientes para eliminarlos. Como no se les impide hacerlo, estos territorios tienen en dichas prácticas viciosas su principal fuente de ingresos.
    Objetos de comercio ilícito son también la compraventa de drogas estupefacientes, animales en peligro de extinción, obras de arte robadas o exportadas ilegalmente, restos arqueológicos excavados clandestinamente o minerales como los diamantes o materias como el marfil que provoca matanzas masivas de elefantes.
    La forma más cruel de estas actuaciones es la que se efectúa con seres humanos que huyen de la miseria o buscan refugio de guerra de sus países. Tras pagar elevadas sumas son transportados en embarcaciones ruinosas  que a menudo naufragan y convierten el Mediterráneo en cementerio. Asistimos a un trato inhumano que recuerda los tiempos más oscuros  de nuestra civilización.
    Diversas ONG luchan denodadamente con más voluntad que medios para erradicar los execrables negocios en una sociedad que se muestra  insensible y no les apoya lo suficiente. Y lo que es más grave, las razones de justicia, racionalidad y ética no consiguen convencer a las naciones que pueden actuar para que acojan, al menos, a una parte significativa de los que llegan a sus costas.
    Resulta inexplicable e injustificable la indiferencia, cuando no la hostilidad,  de los gobiernos de los países más ricos, y la impotencia de la ONU, ante la tragedia lacerante que la televisión pone cada día ante nuestros ojos.

domingo, 5 de marzo de 2017

La carrera espacial



    Una de las actividades económicas de más reciente comienzo y rápido crecimiento es, sin duda, la que tiene como fin el conocimiento de lo que existe más allá de la atmósfera, o sea la carrera espacial. Se pueden  establecer como punto de partida de la misma las investigaciones que culminaron con el lanzamiento del “sputnik” en 1957 y como naciones pioneras la antigua Unión Soviética, actual Rusia y Estados Unidos.
    Los progresos que desde entonces se han conseguido son extraordinarios, gracias al empleo de incalculables recursos que sirvieron para crear una poderosa industria. No seré yo quien niegue los avances espectaculares registrados y los inventos a que han dado lugar,  pero cabe preguntarse  si es acertada la prioridad que se le concede al objetivo por los gobiernos implicados, cuando están desatendidas otras necesidades acuciantes que van desde la pobreza  a tareas tan urgentes e  infradotadas como la curación del cáncer o de miles de patologías raras sin tratamiento conocido.
    Si nos preguntáramos por los fines que la carrera espacial persigue y la justificación de los esfuerzos inversores, científicos, técnicos y económicos puestos a prueba, pienso que tendríamos dificultades para explicarlos desde un punto de vista ético. Quienes deciden la asignación presupuestaria para impulsar la industria espacial podrían alegar en su defensa dos respuestas posibles: el deseo de conocer más a fondo el universo del que formamos parte diseñando al tiempo nuevos instrumentos de análisis, y saciar la permanente curiosidad, indisociable de la condición humana. Dudo, sin embargo, que ambos argumentos pudieran tranquilizar la conciencia de los responsables.  
    Es innegable la existencia de un tercer motivo oculto como es el deseo de conseguir la superioridad tecnológica que a su vez facilita objetivos militares como la investigación de misiles intercontinentales o el escudo antimisiles que forman parte de la llamada “guerra de las galaxias”. De la exploración del universo forma parte  el proyecto de detectar señales de vida extraterrestre por medio del programa SITE en planetas de otras estrellas  distintas del Sol, una vez descartados por inhabitables los planetas del sistema solar. Es de notar al respecto la enorme distancia que nos separa de ellas, haciendo muy problemática  la intercomunicación. La más próxima a la Tierra es la Alfa Centauri que dista cuatro años luz, o sea unos 40 billones de kilómetros. Cualquier intento de viajar a ella (digamos más bien a a alguno de los posibles planetas que la orbiten) semeja una utopía que solo puede explicarse por el afán de romper la ominosa soledad en que vivimos.
Todo ello nos lleva a plantearnos la racionalidad de proponer metas imposibles de alcanzar a costa de gastar recursos que por su naturaleza son escasos, olvidando otras que, además de ser accesibles, son más urgentes. Bastaría citar los 700 millones de hambrientos, enfermedades curables que causan estragos como el paludismo, la tuberculosis o el suministro de agua potable  a quienes carecen de ella o la prevención del cambio climático.
    Si estas consideraciones son válidas para EE.UU  y Rusia, lo son mucho más  para China e India, donde está todo por hacer en el campo social y del bienestar, y sin embargo  se han apuntado a la exploración espacial. Todos ponen sus ojos en la Luna y Marte. La próxima fase será la disputa del terreno en el que las potencias hincarán su bandera. Suerte que no  haya selenitas o marcianos a los que expropiar o combatir.
     Se echa en falta en la planificación de la carrera espacial de un organismo internacional que coordine los intentos para que pueda ser menor el gasto en que se incurre.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Cosas "Trumperas"



        Los norteamericanos eligieron a Donald Trump el 2 de noviembre de 2016 como el 45º presidente, un candidato muy singular por diversos motivos. Se trata de un multimillonario de 70 años, enriquecido con operaciones inmobiliarias, en el que nadie creía por sus insólitas promesas electorales. Un político sin la menor experiencia en los asuntos públicos, tanto que ni siquiera cumplió el servicio militar y alardeó de no pagar impuestos. Su carácter brusco y peleón se puso de relieve en su primer mes de mandato con gestos tan destemplados como colgarle el teléfono al primer ministro australiano.
    Muchos observadores le juzgan mentalmente desequilibrado. El que fuera subsecretario de Estado Nicholas Burns cree que es “una montaña rusa” emocional y un equipo de siquiatras, sicólogos y profesionales de la salud  publicó en el New York Times una carta en la que reconocen  “la grave inestabilidad emocional” como revelan  las palabras y actos públicos del nuevo Presidente que le incapacitan para ejercer el cargo. Lo cierto es que esta persona fue elegida democráticamente para gobernar durante cuatro años, ampliables a ocho, la mayor potencia económica y militar del planeta con influencia sobre el resto del mundo.
    Los análisis demoscópicos señalan que le habrá dado su voto la mayoría de las clases pudientes y los blancos de clase media que se consideran olvidados de Washington por no participar del crecimiento de la economía. No parece que  haya contado con los sufragios de la mayoría de los más de 40 millones de pobres, de los once millones de inmigrantes indocumentados, de los 30 millones de negros, de los 40 millones de hispanos, de los dos millones de presos y de las mujeres. Lo que en definitiva constataron los resultados fue la profunda división de la sociedad  y el dudoso acierto de los electores. El tiempo dará su veredicto.
    Con la perspectiva que da el primer mes de su presidencia, Trump  entró en la Casa Blanca como un elefante en una cacharrería, dispuesto a derribar todo lo construido por su predecesor, derogando la ley del seguro de enfermedad de los más necesitados, el proyecto de restringir la venta de armas y la expulsión masiva de inmigrantes. Acusó a la CIA y demás servicios secretos, a los periodistas y a los jueces. Se declaró partidario de autorizar la tortura como método de interrogatorios y cada día amenaza a alguien por medios de tuits.
    En política exterior, insultó y humilló a México después de realizar una visita a la capital, anunció la denuncia del Nafra (acuerdo comercial con México y Canadá) y hacer lo mismo con el Transpacífico con los países del Océano, declaró posible el reconocimiento de Taiwan, que es una línea roja para China, y se opuso a la ratificación del acuerdo sobre el cambio climático suscrito por más de cien países. En esta tendencia a subvertir el orden internacional es impredecible lo que nos puede deparar el fenómeno Trump.
    La predisposición a crearse enemigos a su alrededor es un lujo que no puede permitirse ningún jefe de Estado por muy poderoso que sea. Por ello tengo serias dudas de que pueda concluir su mandato, por una serie de sucesos que podrían abreviarlo. Uno de ellos sería la revelación de los medios de comunicación a los que Trump llamó enemigos del pueblo de posibles trapos sucios que resultarían incompatibles con el desempeño del cargo.
    Otro motivo consistiría en la acumulación de errores o disparates en política interior y exterior que podrían dar lugar al “impeachment” previsto en la Constitución como experimentó Richard Nixon.
    Una tercera causa podría ser la acusación de la pérdida de la salud mental que le incapacitaría para cumplir sus funciones.
    Por último, nunca es desdeñable el riesgo de un atentado auspiciado por el fanatismo político y religioso. A ello debieron su muerte cuatro presidentes  estadounidenses y, aunque salvó la vida, Reagan fue víctima  de un magnicidio frustrado.
    Sea cual fuere el desarrollo de su presidencia, mucho tendrá que cambiar Trump de palabras y hechos, de gestos y decisiones, o su país sufrirá las consecuencias con repercusiones en otras partes del mundo.
    Como la maldad no tiene límite, si por cualquier razón  el Presidente viera interrumpida su carrera presidencial, le sustituiría el vicepresidente Pence que, a juzgar por su trayectoria y sus declaraciones, sería su gobierno una segunda edición corregida y aumentada de su maestro. Es para echarse a temblar ante lo que puede suceder en los próximos años.