viernes, 23 de mayo de 2014

Elecciones al parlamento europeo



        Casi todas las encuestas coinciden en pronosticar un record de abstención en las elecciones del 25-M. Es comprensible que muchos europeos se sientan defraudados por la crisis que padecemos en buena parte atribuible a las políticas de austeridad a todo trance auspiciadas por la UE y sus instituciones dependientes como el Banco Central Europeo. Sería una ocasión perdida de influir significativamente en la corrección de las carencias democráticas del Parlamento y en la gobernanza de la UE, precisamente cuando los electores podemos decidir quien habrá de ser presidente de la Comisión Europea.
Ciertamente, la Unión Europea no ha conseguido los objetivos previstos por los fundadores, pero sería injusto no reconocer que ha cosechado éxitos notables y no el menor de ellos es que haya preservado la paz entre sus miembros rompiendo la trágica cadena de enfrentamientos bélicos francogermanos de 1870, 1914 y 1939 que nos afectaron a todos. Como disculpa de la lentitud con que avanza digamos que se trata de un proyecto en marcha que tiene que poner de acuerdo muchos intereses contrapuestos. Este proyecto trata de unificar Europa, no por medio de la fuerza como lo intentaron en vano Carlomagno, Carlos I, Napoleón y Hitler, sino por consenso libre, de modo que son los Estados los que solicitan su admisión al organismo supranacional en el que delegan una parte de su soberanía nacional. Un proceso que hubo de inventar sobre la marcha sus reglas de juego por falta de precedentes. No es una nación, ni una federación, ni una confederación, sino un ente político de nuevo cuño, un club de 28 miembros que fue creciendo a partir de los seis socios fundadores, vinculados por ideales comunes como la democracia, la solidaridad y el respeto de los derechos humanos.
    España ingresó en 1986 y desde entonces ha experimentado una profunda transformación cuya parte más visible es la red viaria construida que no se parece en nada a la que había antes. Los españoles no siempre somos conscientes de que ello fue posible gracias a los fondos recibidos de Bruselas porque fueron poco publicitados, dándose la impresión de que todo se debía a la gestión de los gobiernos nacionales. A las autopistas y autovías hay que añadir las subvenciones a la agricultura, la educación, la investigación y el medio ambiente.
    Es indudable que no siempre se optimizaron los beneficios posibles de las ayudas europeas, y que ha habido casos de corrupción, inversiones redundantes o poco justificadas, pero la culpa solo es imputable a nuestros políticos y gestores.
    Lo que necesita la UE es más espíritu europeísta de los gobiernos y de los ciudadanos junto con más democracia en sus estructuras para que siga avanzando hacia una auténtica unión, bancaria, y fiscal, un ejército y una diplomacia únicos. En ese momento se habrá consolidado un modelo político que podría servir de ejemplo en otros continentes.
    Si el 25 de mayo no acudimos a las urnas, el mal camino sería recorrido por los de siempre. Nada habría mejorado y mucho podría ir a peor. El significado que quiere darse a la abstención como de muestra de protesta contra la forma en que se ha gobernado solo se cumpliría si obtuviera el 80% o el 90% y no hay ninguna posibilidad real de que eso ocurra. Del escrutinio saldrían los grandes partidos, como ahora, pero con menos votos.
    Sería lamentable que el abstencionismo junto con el euroescepticismo y el populismo frenaran u obstaculizaran la creación de una UE de los ciudadanos y no de los mercaderes como quieren algunos, sin cambiar el carácter de Mercado Común con el que nació.

viernes, 16 de mayo de 2014

Galicia se despuebla



    Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), España pierde población, y Galicia no podía ser una excepción en el conjunto del país. Varios factores explican esta evolución demográfica. Por un lado, el paro masivo como manifestación más dramática de la crisis que padecemos, lo que origina el retorno de muchos inmigrantes a sus países de origen, especialmente hispanoamericanos que han recuperado un mayor ritmo de actividad económica. A estos se suman los jóvenes compatriotas que buscan un empleo que en su patria no encuentran. Y por último, la baja tasa de natalidad da lugar a que el número de fallecimientos supere al de nacimientos. La conjunción de estas causas conduce a que el censo que llegó hace tres años a sobrepasar los 47 millones de habitantes haya bajado a poco más de 46 millones. Y la tendencia descendente continúa.
    La comunidad autónoma gallega sufre la regresión censal con notable intensidad. Donde la despoblación se manifiesta más acusada es en el territorio rural, de forma que muchas aldeas se quedan sin vecinos con sus casas cerradas. El mismo INE informa que Galicia cuenta con 1539 núcleos deshabitados, con aumento de 70 en el pasado año. Cada cinco días como media, se sumó uno más a la lista. Y en otros 2.000 viven solamente una o dos personas, lo que significa que no tardarán en quedar desiertos. El panorama que se avecina es desolador, sin que las autoridades hagan algo útil por revertir la situación.
    En las viviendas abandonadas crece la yedra y las zarzas, y los que fueron campos de cultivo son invadidos por helechos y tojo, que en verano propician la aparición de incendios forestales. Cuando un pueblo pierde habitantes, por falta de niños se cierra la escuela, y el médico y la farmacia se ausentan, acelerando de este modo el éxodo de los pocos vecinos que quedaban. Es un proceso que se autoalimenta.
    Durante el siglo pasado se hizo evidente la defectuosa distribución de la tierra que subyace en el problema de desertificación del territorio. Mientras en regiones como Andalucía, Extremadura y Castilla La Mancha existían –y siguen existiendo– grandes latifundios mal aprovechados, en otras, y especialmente en Galicia, el problema era y es el minifundio que hace antieconómica la explotación de las pequeñas propiedades.
    El deseo de solucionar la anomalía dio lugar a la reforma agraria que emprendió la II República con aplicación en la parte meridional de España, pero la victoria de Franco abolió la legislación al respecto y la situación devino inalterada.
    En nuestra comunidad se intentó la reforma por medio de la concentración parcelaria consistente en reunir retales para agrandar los predios y abrir caminos de servicio. Se invirtieron cantidades ingentes de dinero con resultados más que mediocres. Si un labrador que poseía cincuenta parcelas separadas, se reducían a diez, su superficie seguía siendo inadecuada para el empleo de maquinaria como forma de incrementar la productividad para que fuera competitiva. Por consiguiente, la explotación continúa siendo incapaz de proporcionar una renta comparable con la de un salario digno y ello hace inevitable el éxodo rural.
    Fracasada la concentración parcelaria, no creo que haya una solución mejor para frenar el abandono del campo que una auténtica reforma que facilite la creación de explotaciones rentables que podrían ser administradas por sociedades, o mejor aún, por cooperativas, que aumentarían la producción y preservarían el medioambiente. Estas medidas, complementadas con la dotación de equipamiento social de los núcleos urbanos serían donde residirían los agricultores desplazados.
    No ignoro que la implementación del plan encierra no pocas dificultades y resistencias pero no veo otra fórmula mejor para atajar la despoblación de aldeas y desertización del territorio.
    La puesta en práctica por el gobierno bipartito de la creación de un banco de tierras (del que nada se ha vuelto a saber) resultó un remedio de paños calientes de eficacia harto discutible.

lunes, 12 de mayo de 2014

Capitalismo con red



    Siempre se ha sostenido que emprender asumiendo riesgo es la característica esencial del capitalismo. Que esa es su grandeza. El beneficio que se espera obtener es la justa retribución a la gestión del negocio por el empresario, a su previsión a fin de dar respuesta a una necesidad colectiva. El empresario reúne los factores de producción (capital y trabajo) y pone en marcha su iniciativa mercantil para ofrecer bienes o servicios en régimen de libre competencia.
    Cuando la realidad no confirma los pronósticos del proyecto, el empresario fracasa, se puede ver obligado a cerrar y asume con su patrimonio las pérdidas ocasionadas. Esto, al menos, es la teoría que en la realidad no siempre se cumple, sobre todo cuando se trata de grandes corporaciones.
    En su evolución, el capitalismo tiende a reducir o eliminar los riesgos transfiriéndolos al sector público mediante vínculos contractuales que obligan al Estado a garantizar la rentabilidad del negocio. Si la empresa produce beneficios, pertenecen al capital privado; si sobrevienen pérdidas, hay que repercutirlas en su totalidad o en parte con papá Estado, es decir, cargándoselos a los contribuyentes. El camino a seguir para conseguir el salvavidas consiste en establecer un contubernio entre el capital privado y el público que permita la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas.
    Cuando, por error de planteamiento, por inadaptación a los cambios sobrevenidos o por cualquier otra razón amenaza ruina, la empresa, faltando a los principios en que se basan las leyes del mercado, reclama y exige la ayuda del sector público, so pretexto de dejar en la calle a miles de trabajadores y el colapso que se derivaría de la quiebra.
    Un sector que se ha distinguido en los últimos tiempos por la práctica de este chantaje fue el financiero. Funcionó en la década de los ochenta en relación con la liquidación de los bancos que poseía Ruiz Mateos. Y funcionó cuando se hundió la Banca Catalana. En la actualidad, el caso más sangrante lo protagonizaron los bancos y especialmente las cajas de ahorros. Después de haber causado la crisis que les llevaría a la bancarrota –nunca mejor empleada la palabra– el Gobierno se las arregló para obtener del Banco Central Europeo un crédito de 100.000 millones de euros de los que transfirió a dichas entidades 41.000 millones para avalar su solvencia, convirtiéndose de esta forma en dueño de algunas de ellas. El tratamiento empleado en casos como este habría dado ocasión para convertirlas en banca nacional, pero se prefirió sanearlas y una vez conseguido devolverlos a la iniciativa privada.
    El propósito declarado era permitirles reforzar su actividad crediticia, mas tampoco esto se cumplió. Se produjo un extraño proceso que empobreció aun más al país y especialmente a las clases más vulnerables y el Estado se endeudó aun más. Para conseguir financiación emitió bonos a elevado tipo de interés que en parte fueron suscritos por los bancos con el dinero que habían recibido. Invierten de esta forma en lugar de dar crédito por considerarla menos arriesgada. Las PYMES no obtienen financiación y se ven abocadas al cierre, mientras quienes causaron el desastre se llaman andana. Por su parte, el Estado, al aumentar su deuda, lo hace también el importe de los intereses que rondan los 35.000 millones de euros con lo que se hace más difícil la contención del déficit que exige Bruselas hasta reducirlo al 2% en 2016. Como se ve, se origina de esta suerte un círculo vicioso.
    La solución consistiría en romper con los planteamientos de la austeridad a todo trance y adoptar medidas que promuevan el crecimiento y disminuyan la insoportable tasa de paro que asciende al 26% de la población activa, pero la Comisión Europea por presión de Alemania y a falta de la unión de objetivos de los países mediterráneos, no está por la labor. Si, como parece, se aprecian indicios macroeconómicos de una incipiente recuperación económica, con la recetas en vigor, la salida de la crisis será lenta y dolorosa.

martes, 6 de mayo de 2014

La ópera de los asesinos



      En la noche del 23 de enero de 2014, TVE-2 emitió un reportaje producido por la TV francesa con el título que encabeza este artículo. En él aparecían las analogías y discrepancias que marcaron la trayectoria política de los dos autócratas más sanguinarios del siglo XX, solo comparables con Stalin. Me refiero a Hitler y Mussolini.
    El argumento del reportaje podría resumirse en tres actos como en una tragedia griega con algunos toques de ópera bufa. En el primero, uno de los personajes, Adolfo Hitler, un ex cabo austriaco admira al segundo, Benito Mussolini por el procedimiento de que se valió para hacerse con el poder, método que copió y perfeccionó. En síntesis, consistió en provocar desórdenes públicos, favorecidos por las dificultades económicas y la inestabilidad política y el malestar social, aprovechando esta situación para reclamar el gobierno con la promesa de restablecer el orden y el desarrollo del país. Ambos se presentaron como salvadores de la patria, predestinados a forjar sendos imperios: uno, el III Reich, el otro, la continuación del imperio que fundaran Rómulo y Remo.
    Personalmente, el alemán era la encarnación del odio a los judíos y a todos los seres humanos que no fueran arios, de la crueldad y la soberbia; el italiano era producto de la vanidad y la apariencia de grandeza de que estaba poseído. Fue en buena parte juguete de su socio teutón.
    En su aventura política los dos agitadores usaron la violencia para ganarse la calle y amedrentar a la oposición. Los fascistas italianos emplearon a grupos de matones llamados “camisas negras”, y los nazis otros similares llamados “camisas pardas”. Tanto unos como otros actuaban con impunidad, con la connivencia de la policía y una fracción del ejército, contando con el apoyo de la burguesía. En este clima de lucha los gobiernos mostraron su impotencia o su falta de voluntad de imponer el cumplimiento de la ley, y optaron por hacer entrega del poder: al Führer lo hizo el anciano canciller Hindenburg, y al Duce el rey Víctor Manuel III. Lo que podría haber sido una ordenada transición política devino de inmediato en sendas dictaduras en las que nuevos hombres fuertes se arrogaron todos los poderes y eliminaron toda forma de oposición, comenzando por la disolución de los partidos políticos y sindicatos de clase. Así concluye el primer acto.
    En el segundo se consolida la ocupación del poder y Hitler inicia su política antijudía, expansionista y belicista, haciendo uso y abuso del engaño y la amenaza de emplear la fuerza para conseguir sus objetivos.
    Estimulado por la debilidad y el pacifismo de Gran Bretaña y Francia, en la Conferencia de Munich logró vía libre para la ocupación de Checoslovaquia y Austria, y a continuación invadió Polonia el 1 de setiembre de 1939, tras el acuerdo Ribbentrop-Molotov firmado ocho días antes para repartirse el territorio polaco. Al declararle la guerra Francia e Inglaterra, el primero fue invadido y apenas pudo ofrecer resistencia a la “guerra relámpago”. Detrás serían invadidos otros países, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega, Yugoslavia…
    Por su parte, Mussolini, obligado a seguir el paso que marcaba su socio, quería sentarse a la mesa de la paz que preveía inmediata, y a tal fin atacó a Francia cuando ya estaba derrotada. Después atacó a Albania y Grecia. Los griegos amenazaban derrotar al ejército italiano y para evitar el desastre obligó a Alemania a intervenir para salvar la situación.
    Mientras en las campañas militares se sucedían las victorias, los dos aventureros se creían destinados a dominar el mundo como auguraba el inicio de la campaña de la URSS comenzada el 22 de junio de 1941. Sin embargo, en el año 1942 se produjo una inflexión de los acontecimientos y se cambiaron las tornas. Primero Stalin infligió una grave derrota a los alemanes en Stalingrado, y en África del Norte se produjo el mismo resultado en la batalla de El Alamein. Contando con la participación de Estados Unidos, la guerra estaba perdida. Pero el odio, la ceguera y el fanatismo no disuadieron a los dirigentes alemanes de continuar la contienda hasta la destrucción final.
    En ese año se inició el tercer acto de la ópera, el que anuncia el desastroso final de la representación teatral, con una serie interminable de reveses militares que preceden a la caída del telón. En los últimos días de abril de 1945 se consuma el final de la trágica aventura que costó más de cincuenta millones de muertos.
El día 29, Mussolini fue preso y fusilado por sus compatriotas guerrilleros cuando huía disfrazado a Suiza, y al día siguiente, Hitler se suicidaba en su búnker de la Cancillería berlinesa. El primero tenía 62 años y el segundo contaba 56.
    Dejaban a sus patrias exangües, destrozadas material y moralmente, sumidas en la derrota y la catástrofe más aterradora. El primer enigma que suscita los hechos relatados es cómo fue posible que los pueblos italiano y alemán, civilizados, cultos e incipientemente democráticos confiaran su futuro a demagogos de tres al cuarto y se entregaran a ciegas a dos individuos con las manos manchadas de sangre. Tal vez la respuesta esté en que la anarquía, espontánea o provocada, repugna a las sociedades que buscan a alguien que prometa acabar con el desorden. Cuando el gobierno establecido es incapaz de restablecer la normalidad alterada, se produce un vacío de poder que es aprovechado por arribistas, demagogos y aventureros. En este contexto, Hitler y Mussolini fueron recibidos como salvadores oportunos en el momento adecuado.
    Entre la I y la II Guerra mundial transcurrieron 25 años. Desde el final de la II hasta ahora, 2014, han pasado 69 años, creándose un período de paz  de duración inédita en la historia europea. Quizás la clave sea la existencia de las armas nucleares, no porque nos hayamos vuelto más pacíficos y clementes como sería deseable. Es el bien proveniente del mal. Algo debe de haber influido también la magnitud del daño y la intensidad del sufrimiento causados por la contienda, al menos en las generaciones que la vivieron.
    ¿Podemos esperar que el escarmiento haya sido suficiente, que el recuerdo nos haya inmunizado contra una tercera edición de la caída en el abismo? Sería ilusionante, pero semeja ilusorio, porque las imperfecciones y las debilidades de los seres humanos siguen vigentes y de ellas solo cabe esperar nuevas desgracias.
    Uno de los peores demonios familiares es el nacionalismo que, como expresó George Santayana “es la indignidad de tener el alma controlada por la geografía”. Sus efectos letales quedaron de manifiesto en la guerra de Yugoslavia que además de partir el país en seis pedazos, costó más de 200.000 muertos. Un doloroso ejemplo de los frutos amargos de creer que el pueblo o el país es el centro del mundo y que hay que despreciar u odiar al diferente que es considerado un enemigo.
    Los nacionalismos tienen en nuestro mundo menos sentido que nunca, sobre todo desde que la globalización acentuó la interdependencia de todos los países y ninguno puede vivir aislado del resto. Lo que procede es intensificar los contactos e intercambios de todo tipo para aprovechar las ventajas de la cooperación multilateral y las ventajas de escala.