martes, 22 de enero de 2013

De Roma a EEUU



    Cuando Escipión el Africano derrotó en la batalla de Zama en 202 a.C.  a Aníbal y su ejército cartaginés, Roma se quedó sin enemigo que pudiera disputarle la supremacía. En adelante podría expandirse sin que ningún pueblo pudiera enfrentarse a su poderío. Apareció entonces el “imperium mundi” del que mejor conocemos su historia. Su declive y posterior caída se atribuyen a diversas causas sobre las cuales y su importancia los historiadores no se ponen de acuerdo.
    Una situación de tal hegemonía mundial tardaría muchos siglos en repetirse, hasta 1945, cuando Estados Unidos fue el principal beneficiario de la Segunda Guerra Mundial, no solo por haber contribuido decisivamente a la derrota final de Alemania y Japón sino porque los demás vencedores habían quedado exhaustos, en tanto que Norteamérica tenía su economía intacta y producía el 45% del PIB mundial. Poseía además, en exclusiva, la bomba atómica cuyo empleo en Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto, respectivamente, determinó la rendición incondicional de Japón y el fin de la lucha.
    Parece indudable que Washington estuvo entonces en condiciones de imponer un nuevo orden mundial que podía haber cambiado el curso de la historia. No sabemos si existió este propósito, pero lo cierto es que los acontecimientos discurrieron en otra dirección, y el poder hegemónico fue verdaderamente fugaz. La humanidad pudo haber seguido nuevos rumbos aunque no podamos asegurar si para bien o para mal porque eso es tema reservado a la ucronía, que según el Diccionario de la Real Academia es la reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos acontecimientos  no sucedidos, pero que habrían podido suceder.
    En un gesto que cabe calificar de altruista, Estados Un idos dio vida a la Organización de Naciones Unidas con la firma de la Carta de San Francisco en 1945, a la que confió la preservación de la paz. El gobierno de la ONU se atribuyó al Consejo de Seguridad, compuesto por 15 Estados miembros, de ellos cinco permanentes y con derecho a veto (EE.UU. URSS, China, Francia y Gran Bretaña) y el resto elegidos por la Asamblea. A la larga, este privilegio sería fatal para el cumplimiento de los fines asignados a la Organización.
    El monopolio atómico tocó a su fin con la primera prueba de su bomba llevada a cabo por la Unión Soviética en 1948. La desconfianza mutua entre ambas potencias dio lugar a la guerra fría que duraría cuarenta años sin que afortunadamente se produjera la ruptura de hostilidades.
    El mundo se dividió en dos bloques antagónicos, repitiéndose la rivalidad que había enfrentado en su día a Esparta y Atenas, a Grecia y Persia, a Roma y Cartago.
    El desenlace de la guerra fría se decantó a favor de Norteamérica, y en 1991 la URSS se desintegró para dar paso a una Rusia debilitada y reducida a su territorio primitivo, tras la independencia de Ucrania, Bielorrusia, los Países Bálticos y las repúblicas caucásicas y centroasiáticas.
    En ese momento volvió a repetirse la situación de 1945, pero solo en parte, porque entre tanto, el mundo había cambiado mucho. EE. UU. volvió a ser la mayor o única superpotencia pero su participación en el PIB había descendido al 25%, seis naciones disponían de armamento nuclear y nuevas potencias económicas asomaban en el horizonte además de Japón, y Alemania, los que poco más tarde serían llamadas BRIC (Brasil, India, Rusia, India y China).
    El Pentágono, que demostró no haber aprendido la lección de Vietnam, al producirse el 11 de setiembre de 2001 los atentados terroristas de Nueva York y Washington, reaccionó con la furia y brutalidad de un elefante herido y repitió el error de invadir primero Afganistán y después Irak, embarcándose en una guerra en la que no se trataba de derrotar a un ejército enemigo sino de librar una contienda de nuevo estilo para la que las fuerzas armadas no estaban preparadas. Me refiero al terrorismo internacional que ha mostrado tener siete cabezas como la Hidra de Lerna. Lo conseguido fue acelerar el declive norteamericano.

jueves, 17 de enero de 2013

Al comenzar un nuevo año



    Un diario nacional –“El País”- publicó en sus suplementos del domingo 30 de diciembre de 2012, dos comentarios que ponen en evidencia la injusta situación que atraviesa el mundo y nuestro país.
    En el suplemento “Negocios” figura un reportaje que firma Fernando Barciela sobre el comportamiento bursátil de varias sociedades dedicadas a la comercialización de artículos de lujo (coches, joyería, perfumería, moda, etc.) que en el año pasado registraron cifras record de ventas y beneficios, con el consiguiente reflejo en la cotización de sus títulos. Aun cuando la noticia hace referencia a mercados exteriores, el ejemplo, a menos escala, es aplicable a España. La disminución de clientes que se hayan podido perder en Europa se vio más que compensada por nuevos compradores en países emergentes, especialmente de Asia. A los nuevos ricos no les retraen los elevados precios de productos superfluos que halagan su ego y refuerzan el efecto representación.
    En contraste, en “El País Semanal” Juan José Millás reproduce y comenta una foto de “The New York Times” en la que aparece a contraluz una familia de cuatro miembros mirando por la ventana de su piso en Barcelona como se aproxima la policía que viene a desalojarlos, a la fuerza si hace falta, y dejarles en la calle; en la puta calle, como diría un castizo, por no poder pagar la hipoteca o el alquiler.
    Estamos ante dos imágenes que compiten por cumplir el eslogan publicitario de valer más que mil palabras. Noticias de esta índole son el pan nuestro de cada día que explican, entre otras desgracias, casos de suicidio como hemos visto.
    Ante estos dramas cotidianos, el Gobierno se despacha diciendo que hace lo que hay que hacer y que 2013 será muy duro (¿más de lo fue el precedente?) cuando todos sabemos que cualquier problema admite más de una solución. La evidencia muestra con claridad meridiana que el tratamiento aplicado agrava el estado del enfermo.
    A la vista de lo que se hace y sus consecuencias, resulta harto dudoso que se deban tomar medidas como las que se están implementando y que en cambio se omitan otras que la justicia y la razón reclaman. En todo caso, la austeridad a todo trance y la ausencia de estímulos al crecimiento dan resultados contrarios a los esperados.
    Ya que sufrimos una crisis sin precedentes, los sacrificios que comporta deben repartirse con equidad y no descargarlos sobre los trabajadores activos y pasivos simplemente porque sean la parte más débil.
    Es intolerable que quienes provocaron la catástrofe con sus maniobras especulativas, que tienen nombres y apellidos, no sientan el peso de la ley. La benignidad del trato que reciben irrita y encrespa al trabajador que sin comerlo ni beberlo se encuentra privado de su único medio de vida. A ello contribuye también el agravio sufrido por el contribuyente que cumple sus obligaciones con Hacienda, al decretarse la amnistía fiscal que ha favorecido a los evasores de impuestos que, por cierto,  lo recaudado de ellos fue menos de la mitad de los 2.500 millones de euros que se esperaban.
    Después de un 2012 de funesto recuerdo, iniciamos el siguiente año con el cinturón apretado y los bolsillos vacíos, con más inflación y más recortes salariales, con lo cual nos mantendremos en recesión y no habrá forma de reducir el déficit, en un círculo vicioso que se autoalimenta por efecto de una errada política económica de austeridad cuyos resultados palpables seguimos padeciendo. El busilis del Gobierno está en tensar la cuerda sin que se rompa porque, de ocurrir esto, cabe temer un estallido social de consecuencias imprevisibles.

jueves, 10 de enero de 2013

Alguien tiene que morir


    En tiempos lejanos que consideramos primitivos, ciertas civilizaciones tenían por norma realizar sacrificios humanos, casi siempre de mujeres jóvenes, para aplacar la ira de los dioses crueles y vengativos.

    Tan salvajes costumbres han pasado a la historia, si bien no del todo. La ira de aquellas deidades ya no se cura con sangre inocente, pero las víctimas propiciatorias siguen siendo el remedio para que la humanidad supere hábitos bárbaros, juzgue crímenes impunes o rectifique hábitos insanos que se resisten a desaparecer hasta que alguien protesta renunciando a su vida y se descubre de repente lo absurdo de ciertos comportamientos que se toleraban sin alterar el discurrir de la vida normal. Aquellos sacrificios rituales han dado paso a ofrendas materiales de valor económico que parecen ser bien recibidas por quien, según definición, lo posee todo.

    Fue motivo de estas reflexiones la reciente violación en grupo en Nueva Delhi de una joven de 23 años el 16 de diciembre del pasado año, fallecida dos semanas después a consecuencia de la brutal agresión de que fue objeto. El crimen, difundido y comentado por los medios de comunicación desató una ola de indignación popular con manifestaciones multitudinarias que hicieron reaccionar a la sociedad india, competidora con la musulmana en misoginia y abuso contra la mujer, y a las autoridades a ordenar la detención y juicio de los autores de tan atroz delito, así como a adoptar medidas legislativas destinadas a despertar la sensibilidad de la población ante tan irracionales conductas.

    Mas no hace falta trasladarnos con la imaginación a tierras lejanas para observar actitudes condenables. En un país tan próximo como Túnez tuvo que inmolarse a lo bonzo un joven vendedor callejero sumido en el desamparo total para que la gente saliese a la calle a reclamar sus derechos ciudadanos, derrocar al jefe del Estado, antidemócrata y corrupto, y contagiar la rebeldía a otras naciones que dio lugar a la llamada primavera árabe...

    Si miramos a nuestro alrededor, el espectáculo sacrificial se repite. Hubo de suicidarse una mujer en Vizcaya para que cayéramos en la cuenta de lo nociva e injusta que era la Ley Hipotecaria que con más de un siglo de vigencia daba amparo al desahucio de centenares de miles de familias a las que la crisis dejó sin medios con que abonar el préstamo o el alquiler y se vieron expulsados de su hogar, y aun así, teniendo que pechar con una deuda pendiente. Hasta ese momento la sociedad no había reaccionado contra el privilegio concedido por la ley al acreedor, ni que reconociese la entrega de la vivienda como extinción de la deuda según recogen otras legislaciones. Es de señalar y aplaudir el gesto de una comisión de jueces para corregir tamaños desafueros, iniciativa que lamentablemente no fue asumida por el pleno del Consejo General del Poder Judicial.

    En situaciones así es preciso que alguien dé la campanada, que la víctima sufra la injusticia flagrante para despertar la conciencia social y se rectifique el estado de cosas. Algo similar a cuando los repetidos accidentes consagran como punto negro un cierto tramo vial, y solo cuando las víctimas se multiplican se adopta la decisión de rectificar el trazado.

    En situaciones como las expuestas es fundamental la función de los medios de comunicación para que nos apercibamos de la urgencia de actuar sin demora, tomar las inexcusables decisiones y acabar con la anormalidad. Mejor sería que esto ocurriera sin que nadie tuviera que sacrificarse y que no fuera preciso conformarnos con el aforismo de que más vale tarde que nunca.

viernes, 4 de enero de 2013

Sobre el suicidio



    Al reflexionar sobre las contradicciones en que se asienta la sociedad en que vivimos y de la que    que formamos parte, resalta la que hace referencia a la privación voluntaria de la propia vida.
    El suicidio es condenado sin paliativos hasta el extremo de que, no pudiendo castigar a quien provoca su muerte, hasta no hace mucho tiempo se negaba al suicida la sepultura cristiana. En sentido inverso, cuando alguien le disuade de su actitud de arrojarse al vacío se le considera un héroe, sin tener en cuenta que, de no desaparecer las causas, es probable que el suicida lo intente de nuevo hasta hacer realidad su propósito.
    Esta misma sociedad se ocupa y preocupa muy poco de las condiciones en que el afectado vivía. Podría decirse que es una sociedad suicidante. Quita al ciudadano el trabajo para el que fue educado y que constituye su único medio de vida, le despoja de su vivienda si no puede pagar la renta o la hipoteca. Le deja en la miseria sin tener a quien recurrir contra la injusticia que le oprime, porque las necesidades, por muy acuciantes que sean, no cuentan si quien las padece no es solvente, es decir, si carece de dinero para pagar.
    En tales situaciones de desamparo, ¿quién se atreve a recriminar al humilde vendedor tunecino que se quemo a lo bonzo y con su sacrificio dio lugar a la “primavera árabe”, o a la mujer que se quitó la vida cuando iba a ser desahuciada y provocó como reacción la suspensión de muchos lanzamientos?
    Intentar explicar el mundo del suicidio es asomarse al vacío donde falla la razón. La pulsión tanática es la antítesis del instinto de conservación y cuando la primera vence al segundo no parece posible sustraerse a la autodestrucción. Solamente con una enorme empatía y conmiseración podemos acercarnos al misterio. El acto por el cual una persona decide autoeliminarse plantea serios interrogantes, algunos de los cuales podrían ser formulados así: ¿a quién pertenece el ser humano?, ¿a sí mismo?, ¿a Dios?, ¿a la sociedad? Para estas preguntas no tenemos respuestas plausibles. Solamente los creyentes carecen de dudas al respecto. Para ellos, Dios, como dador de vida es el único que puede quitarla.
    El suicidio tiene matices asociados al martirio. Pensemos en el caso de los terroristas que se inmolan a cambio de causar daños materiales o personales o la muerte de supuestos enemigos políticos o religiosos aunque perezcan inocentes. En este tipo de suicidas asesinos encajan, por ejemplo, los pilotos musulmanes que estrellaron los aviones secuestrados contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001.
    Los mártires no persiguen daños ajenos pero tienen en común con quienes actúan movidos por un ideal, que sacrifican sus vidas por mantenerse fieles a sus creencias. Como es sabido, quienes inducen e impulsan a los terroristas asesinos, los incluyen en sus listas de mártires.
    El pensador austriaco Jean Amery, seudónimo de Hans Meyer (1912-1978) que no pudo soportar las secuelas de las torturas sufridas en los campos de concentración alemanes, se quitó la vida el 17 de octubre, 14 días antes de cumplir 66 años. En su libro, traducido al castellano “Levantarse la mano contra uno mismo”, evoca el caso del filósofo Paul Ludwig Landsberg que, sabiéndose perseguido por los nazis en Francia, llevaba consigo un veneno mortal para no caer vivo en su poder, pero en el verano de 1942 se deshizo de él porque, como cristiano no estaba dispuesto a disponer de su propia vida. Poco después fue detenido y ejecutado. Sin duda, su decisión se asemeja al suicidio aunque dejando a los verdugos la responsabilidad de su muerte.
    Tristemente, la dimisión de la vida es una enfermedad letal a la que sucumben un millón de personas en el mundo cada año. El tratamiento de esa patología es complejo, pero todos tenemos el deber de contribuir con todos los medios posibles a rebajar esta trágica cifra. Uno de ellos es hacer nuestro mundo más humano y habitable.