viernes, 27 de mayo de 2016

¿Somos ricos los españoles?



    La pregunta así planteada no admite fácil respuesta porque la realidad es compleja y ambigua. Un extranjero que visitase el país dudaría como pronunciarse porque los hechos observados podrían ser interpretados de forma diferente y contradictoria.
    Si hubiera asistido en Basilea (Suiza) a la final de la Liga Europea de Fútbol entre el Liverpool y el Sevilla el 18 de mayo de 2016 y contemplado la cantidad de hispalenses que se trasladaron a dicha ciudad, se sentiría tentado a creer que los hispanos vivimos en la opulencia. Y esta opinión se reforzaría si acudiese en la capital española al partido del  Barcelona y el Sevilla para disputar la final de la Copa del Rey en el Bernabéu, abarrotado de aficionados, además de los muchos que se quedaron fuera por agotamiento de las entradas a pesar de su elevado precio. La misma impresión le causaría querer comer en un restaurante de lujo y no poder hacerlo por estar ocupadas todas las mesas.
    Si nuestro supuesto viajero no se conformase con la observación de los signos externos y se documentase en fuentes estadísticas fiables, llegaría a conclusiones distintas de las anteriores en virtud de datos como los siguientes: la estructura social de España está formada por el 60,6%  de familias de clase media, el 26,6% de clase baja y el 12,8% de clase alta. La crisis que se inició en 2008 cambió la estratificación y en 2013 (último año de información disponible), la clase media baja llegó al 38,5%, la de renta media descendió al 62,3%, con una caída que afectó a tres millones de personas; por el contrario, el 8,92% mejoró su situación económica (“Distribución  de la renta, crisis económica y políticas distributivas”, informe elaborado por la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, 2016).
    La cruda realidad  es que cinco millones de compatriotas están en paro forzoso, que de ellos, dos millones han agotado sus prestaciones de desempleo, que 500.000 personas viven en pobreza severa y que si la situación no ha desembocado en un estallido se debe a entidades de beneficencia y ONG (Cruz Roja, Caritas, Banco de Alimentos, etc.) y a las redes familiares que con la pensión del padre o del abuelo mantienen a los hijos que por su edad deberían estar emancipados.
    Las políticas implantadas por el Gobierno para enfrentarse a la crisis han sido asimétricas. En tanto las clases medias más débiles han sufrido con mayor rigor las consecuencias, una minoría privilegiada  ha visto mejorado su participación  en la renta nacional y en la riqueza del país. El resultado, como  es lógico, fue ahondar la brecha que separa a los que tienen de los que no tienen, sin que se atisben medidas que  corrijan el desfase.
    Según Oxfam Intermon, los veinte españoles más ricos poseen un patrimonio  de 115.100 millones de euros que equivalen a la riqueza  acumulada  por el 30% de la población  más pobre, o sea, a unos catorce  millones de personas. Lo que es aun más injusto es que en 2015  los bienes del primer grupo crecieron el 15% que no por casualidad coinciden con lo que disminuyó la riqueza de los que menos tienen. Otro ejemplo: los sueldos de los consejeros de las empresas cotizadas en el Ibex 35 crecieron el 9,1% en 2015, situándose en una media de 364.700 euros mientras el salario mínimo subió el 1% sin pasar de 9.300. Los presidentes de las mismas sociedades cobran 158 veces lo que un trabajador medio. En teoría los sueldos más altos tributan al 50% por el IRPF, pero es muy probable  que se valgan de la ingeniería financiera para reducir el impuesto a menos de la mitad. Todo ello explica que España sea la nación más desigual de la UE. Lo atestiguan,, entre otras fuentes, el llamado  índice de Gini que mide la máxima igualdad en cero (igualdad absoluta) y en 100 la máxima desigualdad. El dato español  en el período comprendido entre 2007 y 2013 se desplazó del 32,5% al 38,4%. Con esta información a la vista, a nuestro hipotético visitante le habría resultado fácil adivinar a qué clase pertenecerían los  españoles que se desplazaron a Suiza para presenciar un partido de fútbol.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Crisis de vocaciones



    Entre los muchos cambios socioeconómicos que se observan en nuestros días, quiero referirme aquí a dos de ellos que, salvo mejor opinión de los sociólogos, podrían tener un  origen  común y trascendencia parigual. Se trata de la sostenida y creciente caída de las vocaciones sacerdotales y militares. Mucho ha debido de cambiar la escala de valores de nuestros jóvenes para que no sientan la llamada al servicio de Dios y de la patria.
    Parece que hubieran transcurrido siglos desde cuando las autoridades del régimen de Franco proclamaban como paradigma del español el ser mitad monje y mitad soldado. Ahora, ni el traje talar ni el uniforme castrense seducen a los potenciales candidatos. Ejército e Iglesia se esfuerzan en adaptarse  a la nueva situación con diferentes medidas y ritmo desigual, sin conseguir en ambos casos los resultados apetecidos.
    Diríase que actualmente solo se acepta de buen grado hablar de derechos. En nuestra Constitución se enumera una larga lista de derechos y solo dos deberes: el servicio militar y el pago de impuestos. Con la profesionalización de las fuerzas armadas quedó en vigor el segundo de los deberes. Es manifiesto un claro rechazo a toda norma obligacional y se aceptan, sin embargo, los compromisos libremente asumidos y su rescisión a voluntad. Se observa tanto en la caída del matrimonio como forma de convivencia en pareja como en el auge de las ONG que se nutren de voluntarios temporales.
    El desapego de la misión y la milicia pueden ser germen de hondas transformaciones de cara al futuro, pues no hay que olvidar que estamos hablando de dos pilares fundamentales de la sociedad: el matrimonio y el servicio de las armas. A ellos se debió nada menos que la conquista y la evangelización del Nuevo Mundo por la acción paralela de la espada y la cruz. Ahora no pocos conventos se quedan sin novicios y el ministerio de Defensa clausura cuarteles y otras dependencias. Desechando la vieja creencia de que el servicio de armas es cosa de hombres, abrió sus puertas a las mujeres. El Vaticano, en cambio, no se aviene a la ordenación del sacerdocio femenino.
    ¿Cómo reaccionan ambas instituciones igualmente milenarias ante la dificultad de reclutar  a sus miembros? En primer lugar, con métodos de marketing. La Iglesia celebra el Domund anual y el Ejército emprende campañas publicitarias. Pero los frutos son escasos y si disminuyera el paro, es previsible que vaya mermando la cantera.
    En lo que coinciden el estamento militar y la  organización eclesial es en tender sus redes más allá de las fronteras. Por un lado se abre paso el reclutamiento de soldados inmigrantes y por otro  se remedian las bajas de la población conventual con religiosos y religiosas extranjeros  Es un nuevo aspecto de la globalización como ocurre con las plantillas de los equipoz de fútbol. Por este procedimiento podríamos encomendar buena parte de la defensa de la patria  a mercenarios –método en el que ya fueron expertos los romanos- al mando de jefes y oficiales españoles -o europeos, en su caso-. Como se ve, “nihil novi sub sole” como nos advierte el Eclesiastés.
    Por este camino se reservaría una vez más a los pobres el privilegio de servir de carne de cañón. Una ligera variante de lo que ocurría hasta bien entrado el siglo XX en que, quienes disponían de mil quinientas pesetas quedaban exentos de combatir a los moros en las montañas del Rif o a los mambises en la manigua cubana.
    De confirmarse la tendencia, no podremos escandalizarnos de que la salvaguardia de la patria y la de nuestras almas dependa del Tercer Mundo. ¡Quién lo diría! El asombro ciceroniano resuena  una y otra vez: “O tempora, o mores!"

sábado, 7 de mayo de 2016

Puro teatro



   Las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015 dieron un resultado que complicó extraordinariamente el panorama político, caracterizado por el fraccionamiento de las fuerzas en liza.
    El PP obtuvo 123 escaños, el PSOE 90, Podemos 69 y Ciudadanos 40. Tanto el PP como el PSOE sufrieron un severo castigo que benefició a las otras dos formaciones emergentes. El bipartidismo que reinó desde la recuperación de la democracia quedó tocado pero no hundido. Diríase que se cumplió el dicho que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de afianzarse.
    Como la mayoría necesaria para gobernar son 176 diputados, solo podría lograrse con la suma PP+PSOE o con la coalición PSOE+Podemos+ Ciudadanos. La alianza de los dos primeros fue propuesta por Rajoy y rechazada de plano por Pedro Sánchez y la segunda se hizo imposible por la incompatibilidad manifiesta  entre Pablo Iglesias y Albert Rivera. En todo caso, resultó claro que no podría haber investidura sin el apoyo activo o pasivo de los dos mayores partidos, es decir, “lo viejo” al que Pablo Iglesias denominó “la casta”.
    Agotados los plazos legales -a todas luces excesivos- los líderes se enfrascaron en un interminable proceso de reuniones infructuosas, propuestas, declaraciones, acusaciones, reproches y amenazas durante más de 130 días que dieron pasto abundante a los medios de comunicación y pusieron a prueba la paciencia, el cansancio, el aburrimiento y el hartazgo de los españoles. El PP por su parte siguió impertérrito sin mover ficha. Que nadie podía gobernar sin  acuerdo previo de los dos grandes partidos era evidente con arreglo a la aritmética, pero los responsables no lo entendieron así y se dedicaron a actuar como comediantes en un ejercicio de puro teatro. Al final del período de consultas se mantenían tan inconmovibles como al principio, haciendo inevitable la repetición de las elecciones que fueron convocadas para el 26 de junio seis meses después, manteniéndose entre tanto Rajoy en funciones, al frente del Gobierno con capacidad limitada al despacho de los asuntos de trámite.
    Los daños de la intransigencia política son difíciles de evaluar, pero es indudable que son importantes y diversos. Admitiendo que  sea en setiembre cuando  pueda formarse el nuevo Gobierno, habremos padecido una prolongada situación de interinidad y semiparálisis, con la consiguiente demora en la implementación de reformas inaplazables, la incapacidad para adoptar medidas de política interior y exterior, la postergación de inversiones indispensables para aminorar el paro, el descrédito de los partidos que han priorizado las apetencias de sus líderes o intereses particulares en detrimento del bien común.
    Por último, no cabe despreciar el coste de una nueva consulta, que se estima en 140 millones de euros, cuando no se ha podido reducir el déficit en la cuantía comprometida con Bruselas, que la deuda ya se iguala al PIB y que el desempleo afecta a uno de cada cinco españoles activos. Finalmente, no hay que olvidar el riesgo de que la distribución de votos repita la del 20-D en cuyo caso habríamos malgastado inútilmente ocho o nueve meses para encontrarnos de nuevo en el mismo punto de partida.
    Los responsables de estas parálisis recaen sobre los líderes políticos, especialmente los dos más votados por su poder decisorio. Pienso que así lo entenderían los electores el 26-J, y en consecuencia, aquellos sufrirán mayor castigo sin llegar a convertirse en irrelevantes por el voto cautivo  con que cuentan.
    De confirmarse esta hipótesis, me atrevo a pronosticar un reparto de escaños similar al siguiente; 95 el PP, 80 el PSOE, 85 Podemos y 65 Ciudadanos. Darían una suma de 325, adjudicándose los 25 restantes los partidos nacionalistas e IU.
    Es posible que al PP le pase factura la demora en la repetición de los comicios por la inacabable lista de corrupciones descubiertas en los últimos meses, y el PSOE corre peligro de ser sobrepasado por Podemos, lo que sería su mayor desastre.