miércoles, 29 de febrero de 2012

Preguntas sin respuesta


    En mis tiempos de adolescente me sentía incómodo y desconcertado por no hallar explicación a las cuestiones trascendentales que se plantea todo ser humano, y ni siquiera la tenía para comprender lo que ocurría a mi alrededor. Veía entonces como un consuelo la posibilidad en lontananza de que el tiempo se encargaría de aclarar mis pensamientos hasta desaparecer las dudas que entonces me inquietaban.
    Me preguntaba en vano por qué nacemos sin pedirlo y por qué morimos sin quererlo, cuál es el papel asignado –¿por quién?- , que sentido tiene nuestro paso por la vida, qué objetivos deberíamos perseguir en nuestra existencia. Había además otros temas que me causaban desasosiego, como por ejemplo, por qué es tan distinto el destino de los seres humanos según el lugar de nacimiento, la justificación de que algunas personas vivan en la opulencia y en cambio, inmensas muchedumbres carezcan de lo indispensable, siendo así que todos tenemos sustancialmente las mismas necesidades; por qué ciertas personas dedican sus vidas al servicio de los más necesitados por altruismo, en tanto que muchas otras los explotan, engañan, humillan y vapulean, condenándolos a una existencia inhumana, por qué la justicia se ensaña con los ladrones de gallinas y deja impunes los delitos de los poderosos, por qué los desastres naturales se ceban con los pobres, por qué el hombre tiene al hombre como su principal enemigo, siendo así que solo de los demás  podemos esperar ayuda y consuelo; y en este contexto, por qué la permanencia del mal entre nosotros.
    Similar perplejidad despiertan las contradicciones de nuestro comportamiento, como por qué las religiones, que predican paz y concordia, han actuado en la historia pasada y presente como semilla de guerras, odio y violencia mientras los dioses, invisibles e impasibles ven indiferentes cómo las criaturas pierden sus vidas en su nombre.
    Hoy en día las respuestas esperadas se han perdido en el vacío y las explicaciones siguen ausentes. Cuando la juventud ya es sólo un lejano recuerdo, la madurez una etapa conclusa y la vejez nos asombra con sus sombras, la curiosidad permanece intacta, más los enigmas siguen sin ser desvelados, y por más que la ciencia ha avanzado mucho, continúa siendo un misterio la razón de que, deseando todos la felicidad, a fuerza de buscarla por falsos caminos, hemos convertido el mundo en un lugar inhóspito. Ni siquiera hemos cumplido, el precepto del oráculo de Delfos “conócete a ti mismo”. Y si no nos conocemos a nosotros mismos, ¿cómo conocer al otro?
    Al llegar la vejez, las experiencias vividas y las ilusiones perdidas dejan un poso amargo de escepticismo respecto al deseo de hallar respuestas a las eternas preguntas. Tal vez se deba a que no hemos aprendido a formular las preguntas correctas.

domingo, 26 de febrero de 2012

Dramático dilema


  Por una serie de circunstancias encadenadas, vinculadas al modelo neoliberal que impulsaron en su día la primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher y el presidente norteamericano Ronald Reagan, y la permisividad, cuando no el seguidismo de la socialdemocracia que no supo o no quiso ofrecer alternativas, la economía española se enfrenta a un dilema en el que las disyuntivas  son igualmente negativas, si bien una más que otra.
    En síntesis se trata  de optar entre reducir el déficit presupuestario a todo trance a riesgo de colapsar la actividad económica, y establecer estímulos, aunque sean temporales, para facilitar el crecimiento o la creación de puestos de trabajo. Lo que estamos sintiendo es que nuestros gobiernos se inclinan por la primera salida pese a sus efectos paralizantes. Es descorazonador ver lo poco que hemos aprendido de la Gran Depresión de 1929, tan semejante a la crisis actual, de modo que prolonguemos el tratamiento de choque  aunque el enfermo se muera.
    La economía se halla en recesión y el paro escala cotas impensables que duplican la tasa media de la UE y amenaza la estabilidad social. Ambos factores, recesión y desempleo, convierten la crisis en un círculo vicioso:  el descenso de la producción origina paro, la pérdida de capacidad adquisitiva disminuye el consumo y agrava la desocupación.
    Se llegó a este estado de cosas por el estallido de la burbuja inmobiliaria impulsada por la expansión de crédito tóxico, por la desregulación del sistema financiero y la consiguiente deslegitimación del Estado, el que a su vez abdicó de su función supervisora en beneficio de los grupos de presión.
    Las políticas neoliberales han deshumanizado las relaciones sociales, convertido el sector financiero en un casino y transformando los derechos laborales que tantos años de luchas sindicales ha costado conquistar, en letra muerta. Se eliminan sin reparo, previa la creación de una atmósfera de  miedo, comenzando por sostener que la patología económica no admite otro tratamiento, afirmación basada en los postulados del pensamiento único, y si es preciso, las patronales nos venden el favor de que las medidas adoptadas buscan hacer el menor daño posible a los trabajadores. Es como si nos dijeran que es preciso amputar las piernas pero se conforman, de momento, con cortar una sola.
    Como es natural, estas medidas agravan la tensión entre los trabajadores y ponen en peligro la paz social. Hasta ahora los subsidios de paro, la espita de la emigración, la economía sumergida y la red familiar aportan un colchón amortiguador. Empero, si como es de temer, la última reforma laboral no surte los efectos deseados, si el paro se extiende a seis millones y la mitad de los jóvenes no tienen acceso al mercado de trabajo, nadie puede predecir las consecuencias, como en Rusia no se pudo prever la revolución de octubre de 1917 y como la monarquía no se apercibió de la incubación de la revolución francesa de 1789. Se atribuye a Goethe la frase “prefiero la injusticia al desorden”, pero el razonamiento no se sostiene porque la injusticia es en sí misma una manifestación del desorden. En el mundo proliferan los movimientos de protestas que en España protagonizó el movimiento 15M. De momento parece haber perdido impulso, mas no es descartable que resurja con la aparición de un líder que aglutine la inquietud y la indignación de las masas, que haga uso de la fuerza y comience por la violencia ciega como hemos visto en la Plaza Syntagma de Atenas. Cuando la tensión alcanza una situación límite, la reacción es impredecible.
    Que el Estado emplee miles de millones de dinero público en rescatar a las entidades financieras del desastre al que les llevó su pésima gestión mientras familias sin recursos son desalojadas de sus viviendas, en tanto presidentes y consejeros delegados perciben sueldos millonarios o se prejubilan con pensiones escandalosas, son argumentos que ponen a prueba la paciencia del más templado.
    Ojalá que la sociedad reaccione a tiempo para evitar que las pasiones se desborden con las funestas consecuencias que son de temer de la ira embalsada provocada por una distribución de la renta tan desigual como injusta. Las autoridades deben ser conscientes del peligro que entraña el descontento popular.

domingo, 19 de febrero de 2012

El sinsentido de las armas nucleares


   Desde que al final de la II Guerra Mundial cayeron sobre Japón sendas bombas atómicas en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, nunca más fueron empleadas a pesar de los numerosos conflictos armados que se sucedieron desde entonces.

    El conocimiento de su terrorífica capacidad de destrucción evitó que se produjeran nuevas catástrofes ante la condena de su uso por todos los pueblos. Ni Estados Unidos en Corea y Vietnam, ni la Unión Soviética en Afganistán se atrevieron a lanzarlas. Cuando el general Mac Arthur lo propuso, Washington lo relevó del mando. Por una convención no escrita, de hecho tales armas se consideraron prohibidas.

    A pesar de su inutilidad práctica, los primeros países en disponer de ellas no han dejado de incrementar sus arsenales atómicos, produciendo ingenios cada vez más potentes sin reparar en su coste ni en el que exige su desmantelamiento por obsolescencia, al tiempo que se desarrolla una carrera por dotarse de ellas.

    De esta manera, el club atómico, integrado durante varios años solamente por EE.UU, Rusia, Inglaterra y Francia, posteriormente accedieron a él China, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte, amen de otros candidatos al ingreso en adelante. La presión del gobierno norteamericano obligó a Corea del Norte a renunciar a su armamento nuclear, pero no consiguió que Irán siguiese el mismo ejemplo.

    A finales de 2007 son ocho las potencias nucleares pero se tiene el temor fundado de que el número se incremente a medio plazo. A la vista del consenso implícito de no emplearlas, cabe preguntarse qué sentido tiene que unas naciones sigan aumentando sus existencias y que otras se empeñen en dotarse de ellas, así  como la fabricación de misiles capaces de dispararlas contra objetivos lo más lejanos posible. La única explicación plausible es que la posesión de bombas de esa clase equivale a firmar una póliza de seguro contra el riesgo de sufrir un ataque de cualquier enemigo potencial por temor a las represalias.

    Durante la guerra fría la amenaza de un bombardeo atómico quedó conjurada por el convencimiento, tanto de la URSS como de Occidente, de que ello supondría la destrucción mutua asegurada, por lo que ambas partes, no teniendo vocación de suicidas evitaron atacarse, y en su lugar ventilaron su antagonismo en las llamadas guerras de baja intensidad libradas en países del Tercer Mundo. El reconocimiento de la propia vulnerabilidad actuó de freno y se mantuvo la paz bajo la sombra del terror.

    El panorama cambió radicalmente con la proliferación de nuevas potencias nucleares de tamaño medio, haciéndose así más problemático el control internacional, con el peligro latente de que un gobernante irresponsable, en un rapto de locura haga uso de tales ingenios. Otro motivo de inseguridad proviene de que un arma de ese tipo caiga en manos de un grupo terrorista al que no le importen las consecuencias de sus actos como no le importan a los suicidas que a menudo se inmolan a cambio de causar el mayor número posible de víctimas.

    Actualmente, la presión internacional dirigida por Estados Unidos se concentra contra Irán para que no prosiga sus investigaciones y renuncie a su propósito –negado por Teherán pero reconocido por sus oponentes- de dotarse de armamento nuclear. Lamentablemente no puede decirse que esta pretensión se apoye en sólidos argumentos morales. Si la comunidad internacional no se movilizó para impedir que otros gobiernos lo poseyeran, el gobierno iraní se pregunta por qué han de ser ellos la excepción. Y especialmente, sabiendo que Israel, que mantiene en la opresión y la miseria a los palestinos, bate todas las marcas de desobediencia a las resoluciones de la ONU, gracias a la protección y amparo que le dispensa el gobierno norteamericano.

    El mundo está pidiendo a gritos la eliminación de la amenaza nuclear para no sentirse al borde del abismo. Si la sensatez inspirase a los gobiernos de las potencias nucleares, éstas deberían promover una conferencia internacional en la ONU que acordase la prohibición de producir nuevas armas de destrucción masiva, como paso previo a la destrucción de sus arsenales nucleares. De no alcanzarse un acuerdo sobre la materia, la Tierra será un lugar progresivamente más inseguro en el que todos viviremos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Nos jugamos la supervivencia de la civilización que tantos siglos ha costado construir.

lunes, 13 de febrero de 2012

Contrastes insostenibles

    La crisis que nos agobia ha puesto de manifiesto las graves carencias de nuestro sistema de protección social, agudizadas por los recortes presupuestarios que castigan  de forma inmisericorde  a los más débiles, a las clases baja y media y a los trabajadores que han perdido su medio de vida. En general, se puede decir que la mayoría de la población tiene que apretarse el cinturón hasta el punto de cambiar hábitos y costumbres en aspectos básicos de la vida cotidiana como puede ser la alimentación y el vestido en orden a reducir la cuantía del gasto. Son consecuencias del paro, la congelación del salario mínimo, la semi-congelación de las pensiones y el aumento de los impuestos que reducen drásticamente la capacidad adquisitiva.

    Pero no todos padecemos las mismas estrecheces. Hay un reducido número  de privilegiados que forman la que el economista norteamericano John Galbraith denominó  sociedad opulenta. Integran este grupo selecto los poseedores de grandes patrimonios, altos cargos de la Administración, las cúpulas directivas de las empresas más importantes y  los presidentes y consejeros delegados de las entidades financieras.

    En fechas tan recientes como el primer semestre de 2011 los altos cargos de las sociedades que integran el Ibex 35 incrementaron sus sueldos en dicho período en un 13% en tanto se mantenía congelado el salario mínimo en 641,40 euros y a pesar de que sus empresas perdieron el 6%. Ellos ignoran que vivimos en tiempos de vacas flacas.

    Al no estar reguladas sus retribuciones por los convenios colectivos sino por contratos privados, estos contemplan además del sueldo fijo conceptos variables como son “bonus”, planes de pensiones y blindajes millonarios en caso de despido. El total de estas percepciones asciende a sumas astronómicas. Sirva de ejemplo el del directivo del Banco Santander, Francisco Luzón, que en enero pasado se jubiló con un fondo de pensiones de 56 millones de euros.

    El caso de las cajas de ahorros es aun más sangrante. Gestores que llevaron a sus empresas a la ruina, o continúan en sus puestos con sueldos de fábula o se prejubilaron  con indemnizaciones y fondos de pensiones multimillonarios. Y para mayor escarnio, estos pagos se hicieron con dinero público procedente de ayudas del Frob, es decir, de nuestros impuestos, para evitar la quiebra de las entidades.

    Como  más vale tarde que nunca, hay que aplaudir  al nuevo gobierno por poner un poco de orden en la anarquía de regulaciones salariales, al establecer que los directivos de cajas ayudadas por el Estado no podrán cobrar más de 600.000 euros anuales y los de las intervenidas, 300.000. Dichas cantidades son harto generosas, pero al menos ponen  coto a la avaricia de unos cuantos desaprensivos, en contraste con el silencio de gobiernos precedentes que durante años y años toleraron estos abusos y miraron para otro lado, ajenos a la justicia, la equidad y el sentido común. Si lo cobrado ya no es recuperable por aplicación del principio de irretroactividad de la ley, por lo menos, en adelante, se habrá impuesto una norma susceptible de generalización a todas las empresas que recorte sus malas prácticas.

    Si la lógica se aplicara en este campo, habría que preguntarse por qué el Estado decide la cuantía del salario mínimo y se omite de fijar el salario máximo. La idea de este tope no tiene nada de descabellada y es tan antigua que ya se discutió durante la I República del siglo XIX, proponiéndose que fuera de 2.000 duros que tampoco estaba mal  habida cuenta de la equivalencia de valor con la moneda actual.  Lamentablemente, la idea cayó en el olvido y de ella, como del pobre Fernández nunca más se supo. Los sindicatos deberían tener algo que decir al respecto.

lunes, 6 de febrero de 2012

La retribución de los ejecutivos

La crisis que venimos padeciendo desde agosto de 2007 comporta graves perjuicios de toda índole para la mayoría de la población que tiene que apretarse el cinturón pero no todos estamos en el mismo plano de igualdad.
Lo más justo sería que quienes con sus errores y operaciones especulativas, en definitiva, con malas prácticas provocaron la catástrofe tuvieran que pagar los platos rotos, incluida la responsabilidad penal si a ello hubiera lugar, en compensación a las ganancias ilícitas que obtuvieron.
La realidad, no obstante, es muy distinta, y demuestra que no siempre el que la hace la paga. Quienes verdaderamente llevan las de perder son otros que no tuvieron arte ni parte en el desaguisado: los asalariados que perdieron su empleo, los prestatarios abocados al desahucio por no poder pagar sus hipotecas, los autónomos forzados al cierre de sus negocios por la caída del consumo. A todos ellos les toca afrontar las consecuencias del mal que hicieron otros.
Por el contrario, los directivos y consejeros de las entidades financieras y de las grandes multinacionales que ocasionaron el hundimiento de la economía no solo quedaron exentos de responsabilidad ni vieron reducidos sus ingresos sino que mejoraron sus sueldos millonarios complementados con retribuciones variables en forma de bonus, asignación a fondos de pensiones y blindajes económicos de sus puestos en caso de despido sin que sea obstáculo que su mala gestión haya menguado los beneficios de sus empresas, las cuales, en ciertos casos obligaron al Estado a inyectarles cuantiosas ayudas para salvarlas de la quiebra, en un ejemplo escandaloso de privatización de ganancias y socialización de pérdidas.
En buena lógica, el salario fijo, que para sí quisiera el 98% de los españoles, debería compensar la dedicación plena, eficaz, inteligente y leal de un ejecutivo a su empresa, ya que de no ser así, cubriría también la deficiente atención y fallos de gestión, algo que repugna a la lógica y la justicia. Por consiguiente, la retribución variable que los propios beneficiarios se conceden, incluso cuando las empresas entran en pérdidas, resultan de muy difícil justificación sobre todo por su desmesurada cuantía. Por otro lado, ni el éxito ni el fracaso de una compañía cabe atribuirlos en exclusiva a los consejeros o ejecutivos, sino al conjunto de los trabajadores que participan en la tarea común.
Aun cuando los mayores abusos de esta índole se registran en Estados Unidos como meca del capitalismo, en España no faltan ejemplos que poco tienen que envidiar a los norteamericanos.
Los consejeros y altos directivos de las empresas del Ibex percibieron en 2010 una media de un millón de euros, con casos en que los cobros fueron muy superiores. Así, ocho ejecutivos de Amadeus, una central de reservas de viajes, se repartieron 55 millones de euros; el presidente de Repsol se embolsó siete millones, y el de Iberdrola ganó otro tanto, además de recibir un elevado número de acciones de Iberdrola Renovables, sociedad filial de la primera. En contraste con tan fantástica recompensa, quienes invirtieron sus ahorros en la última sociedad, pagaron las acciones a 5,30 euros en su salida a Bolsa y más tarde Iberdrola los recompró a 2,97, lo que equivale a una pérdida del 44%, en una operación que tiene el tufo de una estafa sin responsabilidad penal.
Lo más curioso es que todos estos hechos, verdaderos atentados contra la ética y equidad, discurren en una situación de estricta legalidad, sin que por tanto, sus autores sufran la menor molestia de las autoridades, y no digamos de orden moral porque se da por supuesto que sus estómagos están preparados para digerir lo que les echen.
Si así es el orden jurídico que tenemos, evidentemente no se puede afirmar que esté inspirado en los sanos principios de la justicia y la decencia. Un Estado de derecho no debería amparar tales prácticas.