sábado, 28 de noviembre de 2015

Alarma terrorista



    Tras los salvajes atentados del 13 de noviembre en París se han desbordado las manifestaciones de dolor por las víctimas y de condena de sus autores que actuaron bajo la dirección del autoproclamado Estado Islámico (EI). Nunca antes había sonado tanto y en tantos lugares la Marsellesa. Francia se sintió fortalecida moralmente por la solidaridad de incontables países. En esos días todos fuimos París, pero también lo somos o deberíamos serlo de otras ciudades que sufrieron el zarpazo del terrorismo. Todas las víctimas eran inocentes y no podemos admitir que haya muertos de primera y de segunda.
    Es preciso recordar que el terrorismo yihadista ha perpetrado una larga serie de masacres sin que hayan tenido un eco mediático similar. Sí, ciertamente, lo tuvieron  el atentado de 2001 en Nueva York, el de los trenes de Madrid en 2003 y el del sistema público de transportes de Londres en 2005. Sin embargo, nada parecido aconteció con respecto a los de Bali en 2002, el de Bombay en 2008, o el de Turquía en el presente año.
    El dispar tratamiento informativo muestra que empleamos dos varas de medir distintas, y que solo nuestras gentes son importantes, por lo que miramos para otro lado cuando la desgracia se ceba en otros pueblos, aun cuando muchos gobiernos no sean ajenos a los hechos.
    Es de esperar que los trágicos sucesos de París tengan consecuencias relevantes. Ante todo, la conjunción de intereses de EE.UU., la UE y Rusia para extirpar el núcleo infeccioso del terrorismo islamista del EI. A continuación habrá que replantear las relaciones de Occidente con Arabia Saudí, un Estado con rasgos que recuerdan la Edad Media, que trata a las mujeres como ciudadanas de tercera, que usa y abusa de la pena de muerte y aplica castigos tan aberrantes como la flagelación, donde los derechos humanos no se respetan en absoluto. Todo ello inspirado en el islamismo más radical llamado wahabismo. Allí se fraguó el terrorismo de Al Qaeda
y recibió los primeros apoyos de armas y dinero el EI. El dinero que le pagamos por el petróleo sirve para financiar el terrorismo yihadista, difundir el wahabismo y edificar mezquitas en los países europeos sin asomo de reciprocidad desde las cuales algunos imanes predican el odio a Occidente.
    Sin este cambio de actitud complaciente con los jeques árabes no bastará con vencer al EI porque surgirán nuevos grupos terroristas político-religiosos como huevos de la serpiente.
    El mundo se enfrenta a nuevas formas de violencia terrorista cuyo objetivo es causar miedo y producir el mayor número de víctimas posible, una situación para la que no estábamos preparados. Vemos que un pequeño grupo es capaz de paralizar una gran ciudad como ocurrió en Bruselas. En esta lucha no vale sacar los tanques a la calle contra un enemigo invisible. Son necesarias otras medidas coadyuvantes más efectivas como cegar las fuentes de financiación y anular o al menos contrarrestar las campañas de las redes sociales para el reclutamiento de adeptos, así como mejorar la eficacia de los servicios de inteligencia coordinados por un organismo especializado de la UE y mejor aun de la ONU. Son armas más útiles que hablar de guerra como ha hecho al presidente de la República francesa, Hollande, si no hay de por medio ejércitos convencionales, y sobre todo, más económicas. Es como quitarle el agua al pez.
    Todo ello no debe llevarnos a olvidar la necesidad de remediar las injusticias sociales que son caldo de cultivo para que la marginación y el desamparo de la sociedad no impulse a algunos jóvenes a buscar una salida desesperada en el terrorismo.

domingo, 15 de noviembre de 2015

El fisco y el cisco



    Pagar impuestos es una de las obligaciones sociales que se incumplen más a menudo o, en todo caso, se cumplen de peor gana. Es la única obligación que a los españoles nos exige la Constitución. Bueno, realmente nos impone dos, la segunda es la de contribuir a la defensa de la patria, si bien desde que se abolió el servicio militar obligatorio, ha quedado desdibujada.
    Los impuestos son indispensables para la existencia y funcionamiento de los servicios públicos, financiar las infraestructuras y ayudar a la redistribución de la renta, a fin de evitar la desigualdad extrema de las familias. Son, en definitiva el principal instrumento de que dispone el Estado para justificar su razón de ser. Por eso se ha dicho, con razón, que los impuestos son lo que pagamos por vivir en un país decente.
    Para combatir la natural resistencia de los ciudadanos al cumplimiento de sus deberes tributarios, la ley que los exige debe cumplir ciertos requisitos como constan en el art. 131 de la Carta Magna, tales como equidad, progresividad, proporcionalidad y eficiencia. Frente a estas exigencias, el contribuyente está legitimado para reclamar a la Administración que el gasto sea aplicado a los objetivos marcados por los representantes del pueblo libremente elegidos, que se eliminen los gastos suntuarios mientras existan colectivos sociales en estado de necesidad, y todo en un plano de publicidad, transparencia y rendición de cuentas.
    En cumplimiento de tales objetivos, los Estados se dotarán de mecanismos legales que dificulten, impidan y, en todo caso, sancionen a los contraventores. La defraudación fiscal es un delito contra el Estado, un robo a todos, por más que no siempre sea contemplada como tal legalmente. Si los que más tienen omiten su contribución, los demás verán incrementadas sus cargas fiscales.
    Tales comportamientos ilícitos no tienen una penalización semejante a otros delitos comunes, sin que se aporten razones convincentes que justifiquen la diferencia de tratamiento.
    He aquí algunos ejemplos al respecto: El hurto es una falta si los sustraído tiene un valor que no supera los 400 euros. Pero a partir de esta cantidad se convierte en un delito susceptible de llevar aparejada pena de prisión. El fraude fiscal solamente se configura como delito a partir de 120.000 euros, tras un largo proceso garantista, y en caso de condena el autor puede fraccionar la deuda. Antes de la implantación del euro en 2000, el límite para delinquir por fraude fiscal eran quince millones de pesetas (alrededor de 88.000 euros) y el plazo de prescripción, de cinco años. Con la nueva moneda el tope pasó a 120.000 euros y la prescripción se recortó a cuatro años. El fisco se muestra generoso con quienes rehúyen su aportación al erario.
    Cuando un ladrón es detenido “in fraganti”, su nombre aparece en la crónica de sucesos, mas si se trata de un defraudador, su nombre no se menciona en los medios de comunicación. Y cuando Hacienda decretó la amnistía fiscal , sus beneficiarios no vieron publicados sus datos personales ni lo que pagaron, anonimato que también  se concedió a los integrantes de la lista de 659 evasores que fueron denunciados por el ex empleado del HSBC, Hervé Falciani,  por haber abierto cuentas ocultas en aquella entidad.
    Para acabar con el anonimato de los delincuentes fiscales, el ministro Montoro (el padre de la amnistía fiscal) amenazó con hacer pública la relación de deudores a Hacienda después de ofrecerles un cómodo plazo para regularizar sus cuentas. Finalmente la fecha se pospuso al 1º de enero de 2016 incluyendo solamente a aquellos cuyo débito exceda de un millón de euros.
    El derecho a la privacidad existe pero no su universalidad. Que somos iguales ante la ley lo proclama la Constitución pero que alcance a todos es otro cantar. Como las leyes no están hechas por los ricos, es natural que no les beneficien.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Jóvenes y mayores



    Nuestra vida se desarrolla en ciclos que, en síntesis, podemos reducir a tres: juventud, madurez y vejez. Los límites entre ellos son imprecisos, tanto física como intelectualmente. A la juventud se le asignan edades diferentes según la finalidad a la que se aplican. Cuando se trata del paro juvenil se incluye a quienes están comprendidos entre los 16 y 25 años. Si la ley establece determinados estímulos laborales al empleo o el emprendimiento de jóvenes, se pone como tope de edad los 35 años. Si resulta inconcreta la delimitación de la juventud, no lo es menos la de la vejez, alentada tanto por la creciente esperanza de vida al nacer, como la constante mejora de la calidad de vida de los mayores a consecuencia de los adelantos biomédicos que compensan la nocividad de otros factores. Para simplificar, se considera generalmente que la vejez, en un sentido social, se inicia con la jubilación obligatoria que desde hace tiempo coincide con los 65 años.
    Para cumplir con el título de este trabajo nos referiremos a los dos grupos del enunciado con respecto al papel, la consideración y el aprecio
que les dispensa la sociedad.
    Desde la revolución de mayo del 68 se percibe una acusada proclividad a adular a los jóvenes, acompañando esta actitud de un cierto menosprecio por los mayores, a los que la jerga callejera aplica términos un sí es no es despectivos, tales como viejo, anciano, abuelete, senecto, caduco, vetusto. Posiblemente en este tratamiento diferenciado influye el crecimiento vegetativo asimétrico de ambos segmentos con un aumento natural de los mayores frente a la disminución del número de jóvenes, como consecuencia de la disminución del número de jóvenes por efecto del descenso de la natalidad, junto con los halagos del comercio que ve en estos últimos a los consumidores del presente y del futuro.
    Los sentimientos de admiración hacia ellos son ambivalentes. Por un lado se rebajó el límite de la mayoría de edad de los 21 a los 18 años, se les concedió el derecho de sufragio y se les califica como la generación más preparada, y sin embargo, se les niega su justa aspiración de participar en el proceso productivo, y como consecuencia, el paro se ceba en ellos hasta abarcar a la mitad, de modo que no encuentran un puesto de trabajo y tienen que buscarlo en la emigración.
    Las distintas etapas del ciclo biológico tienen sus propias características, y reconocerlo así en cada situación forma parte del “ars vivendi” que todos deberíamos aprender y practicar.
    Nadie puede negar a los jóvenes cualidades positivas como el entusiasmo, el afán de mejorar la sociedad, la capacidad de innovar, y sobre todo, el dominio de las tecnologías y, probablemente, un mayor impulso de generosidad, pero tampoco están exentos de una excesiva prisa por alcanzar los puestos de mando y responsabilidad a costa de desbancar a quienes por su veteranía los desempeñan. No suelen ser conscientes de carecer de experiencia que, según define el DRAE es “advertimiento, enseñanza que se adquiere con el uso, la práctica o solo con el vivir”, o sea, lo que les falta a los jóvenes haber vivido. De ahí la incongruencia de las empresas que ofrecen empleo “a jóvenes con experiencia”.
    Tampoco los mayores están exentos de luces y sombras. A lo largo de los años vividos no solo han cosechado experiencia y acumulado conocimientos, y del conjunto de ambas aportaciones han adquirido sabiduría que, acudiendo de nuevo al DRAE vemos que supone “conducta prudente en la vida o en los negocios”. En su debe hay que anotar la tendencia al conservadurismo que les lleva a opinar de antemano que las novedades son nocivas acogiéndose al viejo aforismo de que “vale más lo viejo conocido que lo nuevo sin conocer”. Acostumbran ser inconscientes del declive físico y mental que dejan tras sí los años. Suelen ser renuentes a dejar los puestos de influencia que ostentan, atrincherándose en sus posiciones, de modo que solo la muerte, la enfermedad o la jubilación obligatoria les fuerza al relevo.
    La sociedad tiene una asignatura pendiente que consiste en armonizar los intereses contrapuestos de ambos colectivos de forma que cada uno, comenzando por reconocer las legítimas aspiraciones del otro, permitan a ambos desempeñar los cometidos en que la aportación a la comunidad sea óptima. A los mayores les van bien las tareas con mayor contenido de orientación, de asesoramiento y consejo. Como reza la máxima “del viejo el consejo”. Por el contrario, quienes tiene menos años y más empuje deben dedicarse a temas de acción y de aprendizaje para adquirir la experiencia que les falta y comprender mejor la complejidad de las cosas y de las personas.
    Es preciso evitar que el antagonismo entre jóvenes y mayores se convierta en una guerra sorda entre la impaciencia de unos y el inmovilismo de otros. Del reconocimiento de los respectivos defectos y virtudes por ambas partes debería salir el entendimiento mutuo para que los cambios generacionales se realicen con normalidad y oportunidad, de forma que no se levanten barreras al progreso ni se prescinda del consejo de quienes, con conocimiento, edad y autoridad moral, pueden darlo. El camino a seguir es una mayor comunicación intergeneracional que facilite el entendimiento.
    Aun cuando los neurólogos y antropólogos sostienen que alrededor de los veinte años se alcanza el máximo nivel de inteligencia, ni la imaginación ni la intuición son patrimonio exclusivo de ninguna edad. Tanto en el arte como en la ciencia son bien conocidos los casos extraordinarios de precocidad, pero también abundan los ejemplos de creatividad en personas de edad avanzada.
    El compositor italiano Juan Bautista Pergolesi nos legó su “Stabat Mater” antes de morir a los 26 años, y no hablemos de Mozart cuya precocidad es asombrosa. A la misma edad de Pergolesi nos dejaron, entre otros genios, el poeta nacional húngaro Sandor Petöfi y el inglés John Keats, autores de obras inmortales.
    En sentido opuesto, son multitud los mayores que han dejado testimonio   elocuente de su capacidad creadora hasta una edad provecta. Desde Cervantes, que completó la segunda parte del “Quijote” a los 66 años, cosa infrecuente en su tiempo, hasta Verdi que compuso su ópera “Falstaff” a los 80, pasando por Goethe que dio fin a la segunda parte de “Fausto” a la misma edad, y no hablemos de contemporáneos que se mantienen activos
cumplido un siglo, como es el caso del director de cine portugués Manoel de Oliveira o el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer.
    Curiosamente, el juvenilismo popular coexiste con una marcada tendente a la gerontocracia. Especialmente en la segunda mitad del siglo pasado, numerosos jefes de Estado o de gobierno accedieron al poder o lo mantuvieron tanto por vía democrática como por imperio de las armas. Bastaría citar a Adenauer, De Gaulle, Chiang-Kai shek, Maozedong, Perón, Tito, Franco, Petain y tantos otros.
    Lo que la realidad nos muestra con claridad meridiana es el desaprovechamiento de una inmensa energía creadora, tanto por la insoportable tasa de paro juvenil como por la condena a la inactividad forzosa de mayores en condiciones de compartir el tesoro que han acumulado. Es un fallo evidente de la organización social que nos hemos dado. Ambos casos representan el derroche del mejor recurso con que contamos y condenamos a la esterilidad
    Para fomentar la comunicación intergeneracional sería deseable que la sociedad incidiera en la promoción de actividades culturales y de ocio en las que convivieran personas de ambos sexos y de diferentes edades a fin de evitar guetos y levantar barreras artificiales.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Diversidad y desigualdad



    Todos disfrutamos con la variedad y belleza de los paisajes que brinda la naturaleza y nos extasiamos ante las montañas y los valles, los ríos y lagos, lo mismo que ante las diferentes especies de la fauna y flora que ofrecen a nuestros ojos los distintos lugares del planeta. Ante la exhibición de formas, olores y sabores se diría que la naturaleza dispone de un inmenso catálogo de especies animales y vegetales para presentarse antes nuestros sentidos con toda su grandiosidad y belleza. Este catálogo se renueva constantemente al compás del cambio de las estaciones que inspiró a Antonio Vivaldi su famosa composición “Las cuatro estaciones”.
    Si bien admiramos las maravillas naturales con su multiplicidad de escenarios y deseamos preservarlas de la destrucción que, desgraciadamente, suele asociarse a la actividad humana, no nos inspira los mismos sentimientos cuando la variedad física afecta a las criaturas humanas que entendemos como desigualdad, y por consiguiente, como algo injusto. Si alguien dijo que la naturaleza es sabia, en este terreno o no está libre de errores o desconoce la ecuanimidad.
    Nos rebelamos contra los efectos de la desigualdad de las personas que se manifiesta, tanto en materia de fortaleza física como en las aptitudes intelectuales, y sobre todo cuando la diferencia comporta minusvalías incapacitantes y no podemos resignarnos al distinto reparto de dones entre unos y otros.
    Las preguntas sobre la razón de esta discriminación se repiten pero faltan respuestas. ¿Por qué éste posee un notable talento y aquél tiene pocas luces? ¿Por qué unos vienen al mundo con todas las de ganar y otros van de perdedores desde el principio?
    Esto nos obliga a considerar la naturaleza como madrastra enemiga y cruel contra la cual tenemos que luchar para enmendarle la plana y corregir sus decisiones que juzgamos caprichosas. Para ello nos valemos de la ciencia para revelar sus más recónditos secretos por medio de la observación y experimentación, y así desarmar  sus leyes. La vida humana se concibe como una lucha permanente contra los dictados y condicionantes del medio en que vivimos, comenzando por las enfermedades congénitas de forma que se faciliten los tratamientos curativos o paliativos. La victoria nunca será completa, pero día a día iremos ganando batallas a fin de que las desigualdades sean menores y menos irritantes. En esa tarea está embarcada la humanidad desde los albores de la civilización.