martes, 20 de diciembre de 2011

Efectos perversos de la crisis

“Cataluña cierra hasta octubre el 25% de las camas de hospitales” (Titular de prensa del 27 – 07-11)
Estamos a punto de cumplir cuatro años desde que en EE.UU se destapó la trampa de las hipotecas basura, allá llamadas “subprime” y todavía no se ha salido del túnel en que nos sumió la crisis. Los efectos de aquel engaño se propagaron a otros países europeos, y naturalmente, también al nuestro, donde sirvió de detonante del estallido de la burbuja inmobiliaria y el revolcón de las entidades financieras, con especial incidencia en las cajas de ahorros, que mostraron su debilidad para superar su errónea política de expansión y la excesiva concentración del riesgo en la inversión inmobiliaria.
Las consecuencias de las crisis económicas se manifiestan en cadena a lo largo de un proceso que se autoalimenta. La reducción de la actividad ocasiona un incremento del paro, éste hace que disminuya el consumo, lo que a su vez mantiene el bajo nivel de la producción. Para las Administraciones públicas eso significa una mengua de la recaudación, al mismo tiempo que aumentan las prestaciones sociales por desempleo. El déficit presupuestario se agranda y se convierte en deuda al año siguiente.
Tal es el panorama que ofrecen las finanzas estatales, autonómicas y locales, que obliga a los gobernantes a arbitrar fórmulas para contener el desfase, no sólo por iniciativa propia sino bajo la presión que ejercen la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional y de una manera más apremiante, ese monstruo conocido con el nombre de “los mercados”, detrás de los cuales se esconden personas de carne y hueso dispuestas a especular a costa de los países para hundirlo aun más.
Para hacer frente a la disminución de los impuestos, las autoridades deben buscar ingresos utilizando dos vías diferentes: aumentar la recaudación o reducir los gastos. La primera opción implicaría aumentar la presión fiscal, y como la ideología neoliberal que hoy predomina se opone a gravar más el IRPF, solo queda la alternativa de incrementar los impuestos indirectos, con especial énfasis en el IVA, el gravamen sobre el tabaco y alcohol y las tasas, cuyos efectos se reflejan en el crecimiento del IPC.
La otra vertiente afecta a los gastos e inversiones y como vemos por las medidas adoptadas por muchas comunidades autónomas, se opta por el recorte de los servicios sociales (sanidad y educación), pilares del Estado de bienestar, que tantos esfuerzos y sacrificios han costado conseguir. En cuanto a las inversiones en obras públicas, las licitaciones experimentan un severo recorte con repercusión en el volumen de paro.
Es obvio que, puestos a emplear las tijeras en el capítulo de gastos, es fácil localizar muchos sumideros como alternativa a los recortes sociales.
He aquí algunos ejemplos: oficinas de representación exterior que se solapan con la red estatal de embajadas y consulados, televisiones públicas que además de tener una escasa audiencia, están abiertas hasta altas horas de la madrugada, publicidad institucional que en muchos casos huele a pago de servicios prestados de determinados medios de comunicación; asesores que nadie sabe sobre qué asesoran, subvenciones de carácter clientelar ajenas a criterios públicos y objetivos; ediciones de libros de lujo que nadie lee; coches oficiales y pago de dietas, susceptibles de significativos recortes.
Sería pertinente un examen detallado de los gastos presupuestarios con arreglo a la metodología de presupuesto base cero para cerciorarse de que no se incluyen partidas sin razonable justificación. Los parlamentarios, por su parte harían bien en ejercitar la facultad que tienen atribuida del control previo a la aprobación de la ley.
Todas estas medidas pueden ser de pronta ejecución. A más largo plazo procede iniciar sin demora el estudio de otras de mayor calado, incluyendo el “aggiornamento” de muchas de nuestras leyes que o bien han quedado obsoletas o bien no se corresponden con las ansias de modernidad y racionalización del gasto público como requiere la renuncia a la que se obliga a los ciudadanos al disfrute directo de una parte de sus ingresos que han de entregar a Hacienda.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Reformas pendientes

Suele denostarse el siglo XIX por sus repetidas guerras civiles, la inestabilidad política y la pérdida de nuestro imperio colonial (que no es poco) pero a fuer de justos y objetivos, hay que reconocer la tarea de modernización llevada a cabo en ese período de tiempo.
En una somera enumeración de objetivos es preciso reconocer notables logros, de los que en parte seguimos viviendo, de modo que, sin admitir que cualquier tiempo pasado fue mejor, tampoco debemos caer en el error de creer que todo lo bueno que tenemos es obra nuestra a partir de ayer.
Citemos, por ejemplo, el ordenamiento jurídico que en buena parte sigue vigente a partir del Código Civil y del de Comercio, promulgados a finales de dicha centuria. Ambos cuerpos legales han resistido el paso del tiempo y siguen rigiendo nuestra relación contractual y nuestra actividad mercantil, si bien, como es lógico, a costa de sufrir reformas parciales, parches, enmiendas y adherencias que complican la actividad de los juristas, sin que, no obstante, el legislador se haya atrevido a sustituirlos.
Heredamos de dicho siglo el ordenamiento territorial con la división provincial y municipal como la conocemos después de 177 años, y heredamos también la red ferroviaria y de carreteras, así como la implantación de la peseta, que estuvo en circulación desde 1868 hasta 1999. Pero los años no pasan en balde y la sociedad es dinámica.
Si el ordenamiento jurídico ha de ajustarse a la realidad de cada momento, forzosamente ha de actualizarse. No puede afirmase que esta adecuación haya sido asumida por los distintos gobiernos ni por los cuerpos legislativos que, por indolencia o por intereses, no se han remozado aquellas disposiciones, claramente obsoletas, o han hecho oídos sordos a la necesidad de adoptar medidas legislativas de interés general.
En el primer caso destaca, por ejemplo, la urgencia de modificar la absurda división territorial que comporta la existencia de más de 8.000 municipios, la mitad de los cuales, con una población menguada, no dispone de medios para prestar los servicios básicos, o el mantenimiento de las diputaciones provinciales que con el Estado de las autonomías han devenido claramente disfuncionales, emparedadas entre los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos.
Entre las leyes cuya ausencia se hace notar en el desarrollo económico y la calidad del Estado del bienestar citaría la de la reforma fiscal que encarne los principios consagrados por la Constitución, es decir, la igualdad y progresividad, y que proporcione a la Hacienda los recursos necesarios para una auténtica redistribución personal de la renta y el sostenimiento del Estado del bienestar. Otra ley demorada regularía una suerte de reforma agraria con tratamiento específico de los latifundios del sur de España y la micropropiedad del Norte, con especial incidencia en Galicia.
Si hubiera voluntad política, no serían estas las únicas reformas pendientes sino un catálogo de ellas que movilizarían la capacidad de trabajo de las Cortes y la iniciativa del Ejecutivo.
Bastaría sacar a colación la necesidad de regular la energía, la educación, la democracia interna y la financiación de los partidos, la de la ley electoral y el derecho de trabajo, entre otras de menor calado.
Si queremos que España sea un país moderno, democrático, próspero y justo, estos cambios deberían formar parte de los programas electorales de los partidos.