jueves, 26 de abril de 2012

Ética y sociedad


    La sana convivencia social estriba en que el amor propio y el amor a la patria se complementen con el respeto a las tradiciones y derechos de los demás pueblos sin limitaciones distanciales. Eso es lo que convierte en ciudadano al individuo, cuando comprende que no es posible la felicidad personal con la desdicha colectiva, y que  por encima de los derechos individuales están los intereses generales de la sociedad.
    La comprensión de esta dualidad se consigue a través de la educación solidaria para la democracia, la “paidea” de los griegos, que libera las mentes de ataduras irracionales y hace comprensible y atractiva la necesidad de vivir en sociedad, que es el ámbito donde las personas se realizan como seres humanos en toda su plenitud, como en tiempos remotos se hacía en el seno de la familia, el clan o la tribu.

    Si en la antigüedad los límites territoriales de la sociedad se agotaban en la “polis”, la ciudad, porque fuera de sus límites, extramuros el mundo restante era algo ajeno y distante, a lo largo de la historia, se han extendido al Estado-nación, y actualmente estas formas de organización política han devenido disfuncionales para dar solución a los mil y un problemas que desbordan las fronteras de cualquier nación por más extensa y poblada que sea.

    Por eso, la ética griega de la que aún nos alimentamos, era una ética social, válida para la vida política, es decir,  de la ciudad. Hoy tenemos que elaborar y respetar nuevos principios éticos de validez universal, como por ejemplo los derechos humanos, para asegurar la pervivencia de la comunidad internacional en que se ha convertido la globalización o mundialización. Esta nueva sociedad está constituida, ni más ni menos que por la población del planeta, tan interrelacionada e interdependiente como pudieron estarlo en la antigüedad los habitantes de la “polis”.
    Para adaptarnos al empequeñecimiento del mundo por obra de la técnica, deberá surgir la conciencia de una nueva identidad colectiva, superpuesta a las demás que nos definen, en forma de círculos concéntricos. De esta manera, junto a nuestra pertenencia a un municipio, a una  comunidad autónoma y a una nación, es preciso que asumamos  la condición de ciudadanos del mundo, que a nuestras identidades anteriores agreguemos una más, sin que ninguna pueda considerarse excluyente porque todas son parte de un conjunto que abarca y define a cada persona como miembro de la familia humana.
    Las campañas populares en reivindicación del 0,7% del producto interior bruto para ayuda al Tercer Mundo, cuyas naciones son llamadas ahora en desarrollo, es un signo de que se va abriendo paso la mentalidad de que todos navegamos en el mismo barco y que los pasajeros de cubierta  no pueden desentenderse de los que viajan en los sollados. En definitiva, que el barco llegue a buen puerto o que naufrague en su ruta, será por obra y gracia de todos los viajeros y de la tripulación.
    La vida nos muestra con excesiva frecuencia como los supuestos seres superiores o
dictadores salvapatrias sostienen tesis indefendibles y actúan fuera de toda razón, llevando a sus pueblos a la ruina como nos muestra la historia que, siendo maestra de la vida, cuenta con muchos alumnos desmemoriados.

jueves, 19 de abril de 2012

Valores éticos y razón de Estado


    En el inútil intento de justificar el comportamiento ilícito de los Estados, los politólogos se acogen a tres teorías  diferentes. En unos casos se sustenta el principio de que, excepcionalmente, el fin justifica los medios, ampara la razón de Estado. Y dado que el fin de la política es el bien común, se consideraría admisible que el Estado no estuviera sujeto a los condicionantes y limitaciones de la ética. Como la razón de Estado es interpretada por el poder, fácilmente se colige que puede servir de coartada a los abusos, incluida la práctica de la tortura y los crímenes de Estado.
    El segundo argumento reconoce la subordinación de la política a la moral, pero admite  excepciones en casos extremos en los que  sería explicable que prevaleciera la política sobre la moral y se justificaría la vulneración de las leyes, como sería el caso de la declaración de la suspensión de los derechos constitucionales. Al no tipificarse los estados excepcionales, quedaría su declaración al arbitrio de quien estuviera asistido por la fuerza: nos encontraríamos de hecho en el primer supuesto.
    A este principio se acoge la Constitución española al determinar en su art. 116 los requisitos para la declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio, sin definirlos.
    Por último, otros teóricos contraponen la ética de los principios a la ética de los resultados. Mientras la primera juzga los hechos con arreglo a los principios, la segunda justificaría la acción u omisión en función de las consecuencias que se supone se derivarían de actuar en forma distinta. Este es el argumento que esgrime EE.UU. para justificar las detenciones de Guantánamo de supuestos miembros de Al Qaeda sin juicio y sometidos a tortura en función de la información que pudieran proporcionar por dichos medios. El moralista, antes de decidir el camino a seguir, se pregunta a qué norma debe atenerse. La cuestión para el político, que no defiende los intereses particulares sino los generales, es de otro orden: “Qué resultados acarrearía mi decisión”. Para el individuo es el principio indeclinable, su máxima es cúmplase la justicia aunque perezca el mundo, pero el político tiene que buscar para su pueblo el mal menor y no puede asumir la responsabilidad de que el mundo perezca. Sus conciudadanos le habrán elegido para salvarles,  no para ser aniquilados. Aquí entraría en juego el concepto de guerra justa.
    La conclusión definitiva que se extrae del triple razonamiento es la imposibilidad de dar una explicación plausible que ampare la autonomía de la política respecto de la ética. Por tanto, no podrán alegar licitud los gobiernos para sus acciones basadas en la mentira, la violencia, el incumplimiento de lo pactado o la vulneración de la ley.
    No obstante, la supeditación a la política, es un hecho cotidiano. La triste realidad sigue siendo la vigencia de las reglas amorales dadas por el príncipe Maquiavelo, y así tenemos que, frente al precepto “no matarás”,  la historia se nos muestra como una serie inacabable de masacres. La compleja realidad de la vida social marca un abismo entre la  reconocida bondad de los principios  y su aplicación en la práctica.
    Las disquisiciones en torno a la colisión de ética y política no son un mero ejercicio de logomaquia sino que abordan un tema de permanente actualidad que enfrenta la teoría con la práctica, el ideal con la realidad.
    Los casos en los que se evidencia este contraste están a la orden del día. He aquí algunos ejemplos de la realidad contrastada.
    Servicios secretos. También llamados “servicios de inteligencia”, “servicios de información” o simplemente “servicios de espionaje y contraespionaje”, cuyo “modus operandi” se sirve del secreto, el sigilo, el disimulo y el engaño en la ejecución de su cometido. Estos servicios defienden  al Estado en las cloacas, según declaró Felipe González, a la sazón presidente del Gobierno. En ellos la publicidad y transparencia  que se exige a los actos públicos, brilla por su ausencia.
    Fondos reservados. Tienen el mismo carácter oculto de los servicios secretos, ajenos al control parlamentario y se destinan a retribuir a confidentes, chivatos, soplones e infiltrados en redes delictivas sin dejar rastros contables o fiscales, de forma que los perceptores no son identificados ni sufren detracción por IRPF o IVA
    Venta de armas. Aquí el Estado no solamente autoriza la fabricación de armas militares para su venta a otros países  sino que su exportación se considera una operación de comercio normal pero difícilmente justificable desde el punto de vista ético, especialmente cuando se envían a países en guerra o que van a ser utilizadas  para reprimir las protestas de sus ciudadanos.
    Testimonio de arrepentidos. De algún tiempo a esta parte se tiende a admitir su testimonio y al mismo tiempo a discutir la figura del “arrepentido” como un colaborador singular de la justicia, especialmente en el contexto de la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado. Estamos ante delincuentes que en un momento determinado, por distintos motivos, deciden traicionar a sus socios y se convierte en acusador, facilitando con ello la detención y posterior juicio de la banda a la que pertenecía. El precio que puede poner por su delación es la exoneración o la reducción sustancial de la pena que en su caso le correspondería, exigiendo a la Administración la garantía de su seguridad, pudiendo facilitarle una nueva identidad. Esto supone una claudicación de la justicia que suscita el rechazo de algunos juristas, porque además, el supuesto arrepentido  puede no ser tal sino que actúe  por un móvil de venganza o por librarse en la medida de lo posible, de la expiación de sus delitos, sobre todo si el juicio se celebra sin la presencia del inculpado que por tal razón no puede defenderse, porque el acusador tenderá a atribuir a otros la autoría de los delitos que él cometió.
    Quienes admiten la figura del arrepentido lo hacen en base a la eficacia de la labor represiva. Esta actitud pone en cuestión la validez del principio de que los fines  perseguidos no deben justificar los medios. Lo contrario configuraría un ejemplo  práctico de elección  entre la ética de los principios y la ética  de los resultados. Quienes defienden el primer supuesto se atienen al respeto de la norma, quienes optan por el segundo supuesto, se amparan en las consecuencias de sus actos.
    En España, la doctrina del Tribunal Supremo es contraria a la obtención de pruebas por medios reputados de ilícitos como el descubrimiento de un delito por medio de escuchas telefónicas no autorizado. Recientemente hemos asistido a un caso de discutible eticidad. Cuando el juez Garzón tuvo fundadas sospechas de que unos abogados se habían confabulado con sus defendidos en prisión, intervino sus comunicaciones telefónicas. Denunciado, el Tribunal Supremo lo condenó a once años de inhabilitación, lo que supuso el final de su carrera.
    También son rechazadas las pruebas obtenidas por la entrada en domicilio sin autorización judicial, o mediante la provocación del delito como sería el caso de un agente que se finge comprador de droga. El sistema de garantías que puede dejar impunes delitos probados, es difícilmente aceptado por la opinión pública pero es la servidumbre que impone el funcionamiento del Estado de derecho.

jueves, 12 de abril de 2012

Profecías autocumplidas


    Existen situaciones en las que quien anuncia un suceso determinado puede influir directa o indirectamente en que los hechos venideros  favorezcan el cumplimiento de su predicción. Imaginemos el caso de un enamorado que reprocha a su novia que no le ama, lo cual es negado por ella. No obstante, el celoso galán  insiste una y otra vez  que su amor no es correspondido. Y lo hace con tanta insistencia que su interlocutora termina diciéndole que no lo soporta. Porque ¿quién puede sentirse atraído  por un pelmazo que aburre y empalaga? Lo que era un temor infundado en un principio, termina siendo una realidad. Es lo que se llama una profecía autocumplida.
    A veces, quienes asumen el papel de augures no son tan intrascendentes en sus vaticinios como el amante en cuestión. Se trata de intelectuales con prestigio académico metidos a profetas del desastre en cuestiones que nos afectan a todos.
    A esta clase de vaticinios son adictos los organismos económicos y servicios de estudios que acostumbran a pronosticar con años de antelación el crecimiento del PIB  y cuando la realidad les desmiente, como ocurre con harta frecuencia, no por ello desisten de continuar en la tarea. A menudo, lo que anuncian es un empeoramiento de la situación y sus previsiones pesimistas influyen en el comportamiento de los agentes sociales (familias y empresas) que se retraen por desconfianza en el futuro, y de esta manera la profecía tiende a cumplirse.
Otro ejemplo nos lo ofreció hace algunos años el politólogo estadounidense Samuel Huntington quien publicó un libro que tituló “El choque de civilizaciones” en el que sostenía la inevitabilidad del conflicto entre el mundo cristiano y el musulmán. Para muchos, esta visión catastrofista se vería confirmada por los ataques terroristas del 11-S y la reacción del presidente Bush hijo que dio lugar a las guerras de Irak y Afganistán, todavía no resueltas
    Si en lugar de combatir  las causas del desorden mundial que alimentan el terrorismo
 internacional, motivado en parte por la miseria de gran parte del mundo y la opulencia de otro, buscamos el enfrentamiento y rehuimos el diálogo, estamos contribuyendo a que las circunstancias propicien el cumplimiento de los más funestos presagios.
    El enfoque norteamericano de la lucha antiterrorista de considerar sospechosos a árabes y musulmanes da lugar a episodios racistas y xenófobos causantes de que las relaciones internacionales e interculturales sean cada vez más tirantes y que la colisión sea inevitable.
    De perseverar en esta actitud, la lucha antiterrorista se confundirá con una cruzada contra el Islam, a sabiendas de la incoherencia que representa al apoyar simultáneamente a las monarquías semifeudales del Golfo Pérsico de donde procede  el suministro del gas y petróleo.
    Sería trágico que la persistencia de tal mentalidad nos abocase al cumplimiento de la profecía de Huntington que podría significar la destrucción mutua asegurada que pudo ser evitada por la guerra fría. El remedio está en manos de todos. Y Occidente daría pruebas de altura de miras y buen sentido no tomando por enemigos a 1.300 millones de mahometanos cuando menos de un 10% podría estar formado por fanáticos recalcitrantes, fanatismo que anima a los terroristas suicidas.
    El mundo islámico necesita mayor desarrollo económico y librarse de gobiernos despóticos y corruptos, muchas veces respaldados por los países industrializados en función de intereses económicos. En lugar de cruzadas deberíamos ofrecer a ese mundo
más intensas relaciones culturales y comerciales y apoyo a los grupos que en su seno aspiran a mayores niveles de libertad y democracia de sus regímenes y una convivencia pacífica con el resto de las naciones.