En los años que llevamos sufriendo los
azotes de la crisis se ha recrudecido la polémica entre partidarios y
detractores de aumentar o disminuir impuestos como medio de combatir la recesión
y sus efectos perniciosos.
Digamos ante todo, que si Hacienda no
recauda lo suficiente para cumplir sus fines, peligran las prestaciones
sociales y las infraestructuras que se consideran indispensables para vivir en
lo que entendemos por Estado de bienestar, de corta vida en España, pero al que
nadie quiere renunciar. Digamos también que la subida de impuestos se
identifica con la ideología de izquierda y la presión para rebajarlos proviene
de la derecha porque no va con sus principios la corrección de la desigualdad
que acentúan los mecanismos del libre mercado.
Siendo un hecho que la presión fiscal en
España está ocho puntos por debajo de la media de la UE-15, al no tener
justificación tal diferencia, no se trata de discutir si el nivel impositivo
debe ser mayo o menor, sino más bien de qué elementos podrían variar, o dicho
más claramente, si se debe incidir más en los impuestos directos o los
indirectos. La cuestión no es baladí, pues lleva implícita la noción de equidad
dominante en la sociedad. Los directos recaen sobre las rentas percibidas y los
componentes de mayor volumen son el IRPF y el de Sociedades. Los indirectos
gravan los gastos de consumo y su principal componente es el Impuesto de Valor
Añadido (IVA). Para apreciar la diferencia entre ambos digamos que cuando
pagamos el IRPF es porque hemos tenido ingresos por encima del mínimo exento,
en tanto que al comprar una barra de pan, o un medicamento o los libros de
texto, al satisfacer el IVA correspondiente no se distingue si ello desequilibra
más o menos nuestro presupuesto; el importe es el mismo para ricos y pobres;
iguala a los desiguales.
El IRPF es el impuesto más equitativo
porque paga más quien más gana, y además no es repercutible, de modo que no
crea tensiones inflacionistas, al contrario del IVA cuyo importe se añade al
precio y alimenta el IPC. El IRPF tiene otra ventaja adicional consistente en
que la información de que dispone o puede disponer la Agencia Tributaria le permite detectar el
fraude, prácticamente imposible de los salarios por el control ejercido sobre
las nóminas, pero mucho más fácil de ocultar tratándose de las rentas del
capital (beneficios empresariales, intereses, alquileres, etc...). Por ello no
es aventurado pensar que con el tiempo se convierta en un impuesto único, y
cuando menos, que sea la fuente principal de los ingresos públicos.
En cuanto a la rebaja de los tipos, sus
efectos reactivadores de la economía no están corroborados por la experiencia.
Normalmente, lo ganado en el IRPF suele dirigirse al consumo o al ahorro, en
tanto que Hacienda invierte sus recursos en actividades públicas de interés
general.
Para que el impuesto de la renta rinda
todos sus efectos potenciales de equidad y capacidad recaudatoria, se requiere
una reforma a fondo del mismo que purgue los defectos de que adolece: reforzar
su progresividad, dar trato igual a las rentas del trabajo y del capital,
intensificar la lucha contra el fraude –huérfana de resuelta voluntad política
para eliminarlo–, publicar periódicamente las estimaciones objetivas de la
elusión fiscal y de la economía sumergida, impedir el empleo de sociedades
interpuestas para tributar menos, y finalmente, depurar las bonificaciones,
exenciones y deducciones normativas que reducen considerablemente la cuota a
pagar.
Si se empleasen a fondo las medidas
expuestas cabría rebajar las tarifas del IVA y después las del IRPF, sobre todo
las aplicables a las rentas más bajas, pero no antes de perfeccionar el sistema
impositivo para dotarlo de mayor equidad.
Lamentablemente, los distintos gobiernos
democráticos –y no hablemos de los de la dictadura- miraron para otro lado a la
hora de corregir los fallos de inequidad de las leyes fiscales, y hasta los
sindicatos, necesitados de un “aggiornamento” democrático, no se distinguen por
su combatividad en favor de la justicia distributiva. Las consecuencias las
sufren por el desafecto de muchos trabajadores y la escasa afiliación a los
mismos.
Digamos, por último, que la pertinencia de
bajar o subir impuestos queda supeditada a la coyuntura económica del país a
fin de que la medida tenga eficacia anticíclica. Cuando la economía se halla en
su fase alcista, puede subir la fiscalidad, mas si padecemos una prolongada etapa
de recesión, como ahora, la mayor presión fiscal contribuye a retrasar la
reactivación. Como se ve, lo contrario de lo que hicieron los últimos
gobiernos. Así estamos donde estamos.
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