La vida se asemeja a un prisma multicolor
susceptible de ser observado desde distintos ángulos con el consiguiente cambio
cromático, según la edad del observador.
De joven se ve todo de un intenso color
azul que trasluce un sinfín de posibilidades, que da alas a los proyectos más
ilusionantes de un futuro prometedor. En la edad adulta el color se va
transformando y perdiendo brillo acercándose al gris al comprobar y sufrir las
limitaciones que impone la realidad. Cuando llega la vejez, el tono que
predomina es el marrón tirando a negro porque nos concienciamos de que el viaje
toca a su fin. En la juventud se aprende, en la madurez se acumula experiencia,
y al llegar la vejez se hace balance y se vive de recuerdos. El saldo es
inevitablemente insatisfactorio porque habríamos querido experimentar varias
vidas y solo nos es concedida una.
Todos aspiramos a triunfar en los diversos
papeles, pero unos son limitativos de otros y es preciso elegir unos y
renunciar a otros. Se puede optar por el plano familiar o por el profesional,
pero es muy difícil tener éxito en ambos papeles. Al hacer el balance asoma el
desconsuelo por los errores cometidos, que son irreversibles e irremediables.
De ahí que la distancia entre lo soñado y lo conseguido se nos antoja demasiado
larga. Y como la vida es irrepetible, no es posible volver a empezar y desandar
el camino recorrido. La experiencia sirve de poco porque el pasado no es
enmendable y el futuro ya no nos pertenece.
La etapa final, o sea la vejez, es la
contemplación muda de los fantasmas del pasado que nos recuerdan los proyectos
fallidos, las oportunidades perdidas, los pasos en falso. Curiosamente, a veces
se encuentra uno con personajes que afirman no arrepentirse de nada de lo hecho
en su vida, sin escudarse siquiera en las circunstancias como atenuantes de su
errada actuación. Una cosa es ser conscientes de las situaciones vividas y otra
bien distinta es la soberbia de sostener que siempre se obró con rectitud y
acierto. ¿Quién, que no sea un estúpido integral, podrá sentirse satisfecho y
orgulloso de toda su biografía? Unos habrán sobresalido en la ciencia, el arte,
los negocios o la política a costa de haber sacrificados otros objetivos, como
goces personales o atenciones debidas al cónyuge y a los hijos; algunos,
volcados en la familia, habrán vegetado en la mediocridad profesional, y finalmente,
quienes lo fiaron todo a amasar dinero a cualquier precio, notarán el vacío
familiar. ¿Dónde y cómo hallar el ansiado punto de equilibrio en el que según
Aristóteles reside la virtud? La respuesta no puede ser afirmativa dado que el
error es propio de los humanos, y por consiguiente, evitarlo sería
contradictorio con nuestra naturaleza y nuestras limitaciones. Es preciso,
pues, asumir la debilidad de la condición humana y aceptar de buen grado que,
hagamos lo que hagamos, y aun con la mejor voluntad, podemos equivocarnos y
hemos de sufrir las consecuencias. A todos nos alcanza la queja expresada por
el escritor argentino Borges: “He cometido el peor de los pecados; no he sido
feliz”.
La dicha es una meta tras la que todos
corremos pero es un señuelo, y como tal, inalcanzable. Aunque las sendas que
hayamos elegido sean diversas, ninguna nos garantiza el acierto y el éxito. Al
final de la jornada caemos en la cuenta de que la clave consiste en no
abatirnos y mantener el ánimo despierto para seguir buscándola sin descanso,
como si la tuviéramos al alcance de la mano. La esperanza de hallar la
felicidad viaja con nosotros y se apea si desesperamos de encontrarla.
No será pequeño el premio si al entrar en
el último recodo del camino se llega con serenidad de espíritu y tranquilidad
de conciencia para vivir el resto de los días ni envidioso ni envidiado como quería
Fray Luis de León.
No hay comentarios:
Publicar un comentario