El sábado 1 de junio llegó a
Madrid el presidente de Uruguay, José Mujica y el lunes siguiente visitó Vigo.
Este político está considerado como el presidente más humilde del mundo y ejerce
de tal por voluntad propia, y además de ser famoso por sus hábitos de pobreza,
su ejemplo hace grande a su pequeño país (176.000 km2 y poco más de 3,2
millones de habitantes).
Renunció a vivir en el palacio presidencial
para seguir habitando en una pequeña casa de 45 m2 (chacra, la llaman allá) en
las afueras de Montevideo, sin personal de servicio, propiedad de su esposa
Lucía Topolansky. Para sus desplazamientos usa un viejo Volkswagen y dedica el
90% de su sueldo a proyectos contra la pobreza. Su comportamiento es un ejemplo
vivo de que no es más rico quien más bienes posee sino quien menos necesidades
tiene.
Uruguay, que por su avanzada democracia fue
llamada la Suiza de América hasta que sufrió la dictadura entre 1973 y 1985,
puede estar orgulloso de tener un jefe de Estado atípico que, al tomar posesión
pidió a los ciudadanos que hicieran un país más igualitario, y que por ser fiel
a su origen humilde dio ejemplo de vivir ajeno a toda manifestación de lujo,
ostentación y opulencia. No olvida que, según declaró, durante muchos años la
noche que podía dormir en un colchón era feliz, y no digamos de los quince años
que pasó en prisión por su militancia en la organización guerrillera de los
Tupamaros, en duras condiciones, sin que por ello pretenda que en la sociedad
de consumismo en que vivimos, la gente entienda y comparta su sobriedad. Lástima,
no obstante, que su mensaje no reciba la acogida que se merece. Por el
contrario, se toma como una crítica a quienes practican el despilfarro de los
bienes públicos.
Ciertamente, no sería explicable la
imitación del ascetismo que predica Mujica en los países del Primer Mundo,
cuyos líderes acostumbran vivir en palacios suntuosos y viajan en aviones a su
servicio acompañados de numeroso séquito, costeado todo con recursos del
Estado. Como dijera El Cid, “ancha es Castilla, que el rey paga”. Ellos imponen
la máxima austeridad a los demás pero no comparten las estrecheces y penurias
de sus conciudadanos, como si la crisis no fuera con ellos.
Es notablemente curioso que de
Hispanoamérica, o de Latinoamérica, si lo prefieren, nos hayan llegado dos
llamamientos personales a la moderación
y la mesura en el gasto público: José Mujica, presidente de la República
Oriental del Uruguay y el Papa Francisco, venido de Argentina dispuesto a
convertir el catolicismo en la religión de los pobres. Ojalá que sus mensajes
encuentren terreno abonado en la clase política y en la Iglesia jerárquica, sus
más directos destinatarios.
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