miércoles, 27 de julio de 2011

La confusión de la izquierda

Desde que en 1989 se produjo el desplome de los mal llamados regímenes comunistas de Europa central y oriental, se ha acentuado la orfandad ideológica en la que vive la izquierda política, de la que bien podría decirse que, a partir de entonces, ha perdido la brújula y no encentra mejor guía intelectual para respaldar su quehacer que apuntarse a un pragmatismo romo, que lo que en realidad esconde es la carencia de ideas claras y de principios sólidos orientadores y definitorios.
Aun cuando la desorientación ideológica es un fenómeno de ámbito mundial, por razones de economía de espacio, limitaré el análisis a los aspectos que ofrece el escenario español.
Donde es más evidente la confusión es en el terreno político. El PSOE, cuando alcanzó el poder, olvidó los principios por los que luchó desde su fundación y privatizó las empresas públicas que continuó el PP, proclamó sin recato la superior eficacia de la empresa capitalista y puso esta valoración en práctica tanto a escala nacional como local. Ha habido sociedades a las que la gestión privada llevó a la quiebra que fueron recapitalizadas con recursos presupuestarios y cuando produjeron de nuevo beneficios fueron devueltas a la iniciativa privada, aplicando el perverso principio de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas.
Es a todas luces injusto cargar al sector público con empresas inviables y sostener después que la gestión es ineficiente, y es inadmisible postular la máxima libertad para la iniciativa privada si el viento sopla a favor, y clamar por ayudas estatales en tiempos de vacas flacas, cuando aprieta la crisis.
La esencia de la empresa privada es su disposición a asumir riesgos, y solo en su virtud se justifica el beneficio a que aspira. El empresario actúa como una especie de profeta que triunfa cuando el mercado le da la razón y se arruina si se equivoca. Eliminar el riesgo empresarial atenta contra la naturaleza del sistema.
Por ello, no parece lógico que los gobiernos socialistas hagan almoneda de las empresas públicas, saneándolas previamente con recursos de los contribuyentes. Para muchos es una verdad inconclusa el fracaso del intervencionismo en la economía, pero cuando asoma la crisis se pone en solfa el neoliberalismo económico que tuvo por ideólogo principal al economista norteamericano Milton Friedman y como discípulos aventajados a la pareja formada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, los cuales no solamente empobrecieron a las clases menos favorecidas sino que plantaron la semilla que fructificaría más tarde en la recesión de 2008, de la que sus epígonos no saben cómo salir. En esta tesitura, la izquierda se ha quedado sin ideas y actúa donde gobierna con un galimatías en el que mezcla liberalismo e intervencionismo, libre competencia y dominio de mercados, libertad empresarial y proteccionismo, como si fuera posible mezclar el agua y el aceite. Y todo ello amparado en la fórmula confusa de la economía mixta que dentro de límites imprecisos y variables rige en los países industrializados, sin que se acote el campo que se asigna al capital y el que se reserva a las empresas públicas.
Otro terreno en el que difiere el enfoque entre izquierda y derecha es el fiscal, tanto en su aspecto cuantitativo como en la preferencia por una determinada clase de impuestos. La derecha suele ofrecer a los electores rebajas fiscales en los impuestos directos que siempre son bien acogidas sin reparar que conllevan un empeoramiento de la protección social o de inversiones de interés general, a cambio proponen incrementar los indirectos que gravan el poder adquisitivo de las clases más desfavorecidas. Lo normal es que el punto de vista de la izquierda sea el contrario, pero la socialdemocracia teme que eso le haga perder votos y en consecuencia, adapta las promesas electorales a las de sus competidores. Así, el PSOE redujo las tarifas del IRPF que costó a la Hacienda 10.000 millones de euros y suprimió el tributo que grava los grandes patrimonios que supuso otros 1.800 millones.
Esta actitud contraria al ideario socialista explicaría las derrotas electorales que cosecha la izquierda en la mayoría de los países, lo que indica que para políticas conservadoras, la gente prefiere a la derecha que, al menos, no engaña. Siempre es mejor el original que la copia.
Una materia en la que sin mayor justificación discrepan los partidos mayoritarios españoles es la producción de energía eléctrica de origen nuclear. Mientras el PSOE aboga por la prohibición de nuevas centrales nucleares y el cierre de las existentes, el PP defiende la conservación de las mismas más allá de su vida útil (40 años) si se garantiza su seguridad.
Más allá de los postulados de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) su aplicación a los problemas actuales se concreta en valores como los siguientes, que son a modo de distintivos de la izquierda:
Educación pública universal y gratuita, ecología, política de inmigración, laicismo, despenalización del aborto en determinados supuestos, emancipación de la mujer, derechos humanos, antiimperialismo, antinacionalismo, tributación directa y progresiva, justicia social y fortalecimiento del Estado.
Es justo reconocer que algunos de estos principios, aunque rechazados en su origen, terminaron siendo asumidos por la derecha sin mucha convicción. Tal ocurre, por ejemplo, en lo referente a los derechos igualitarios de la mujer, la ecología, la despenalización del aborto en ciertas situaciones o en los derechos humanos. Todo esto al mismo tiempo en que el PSOE cede terreno en su ideología, creándose así una confusión conceptual que conduce a la indefinición ideológica que desorienta a quienes las ideas claras. al respecto.
Si por un lado la socialdemocracia defraudó por sus resultados, tampoco el capitalismo neoliberal, ahora dueño del campo es la solución que el mundo demanda, y si ha pervivido desde los tiempos de Adam Smith, se debe a su camaleonismo, puesto que el que ahora conocemos se parece muy poco al del primitivo “laissez faire, laissez paser”. De lo que se desprende que si no aparece un nuevo Keynes que lo renueve, tendrá que surgir un Marx que lo destruya.
En todo caso se hace preciso que la política se adecue a los principios y no a la inversa, porque ello denotaría la ausencia de criterios sólidos que llevarían a la adopción de medidas erráticas y arbitrarias con riesgo de caer en la demagogia, más válidas para preservar intereses partidistas que para defender el bien común.

lunes, 18 de julio de 2011

Malthus 2011

Cuando en 1798 publicó Thomas Robert Malthus (1766-1834) el que sería famoso “Ensayo sobre el principio de población” planteó una cuestión que no solo no perdió vigencia sino que ha ido aumentando la actualidad de sus predicciones hasta el punto de convertirse en uno de los principales motivos de preocupación de nuestra época. Se trata de lo que se ha dado en llamar la explosión demográfica, que es a su vez fuente de otros muchos problemas.
La tesis de Malthus ea sumamente sencilla, como lo son las grandes ideas geniales. El hombre, como todo ser viviente lleva en sí el instinto de multiplicarse, y si no encuentra ningún obstáculo, la población aumentará en progresión geométrica. Como al mismo tiempo, en virtud de la ley de rendimientos decrecientes, las subsistencias se incrementarán en progresión aritmética, llegará el momento en que la Tierra no pueda alimentar a sus pobladores. Descartando como remedios correctores las guerras y las enfermedades -a pesar de que ambas surten efectos letales- Malthus propuso la continencia voluntaria y el matrimonio tardío como formas de controlar la natalidad.
Muchos detractores se han empeñado en desacreditar las pesimistas predicciones maltusianas, pero los hechos, que no se atienen a los miedos de unos ni a los deseos de otros, nunca han dejado de dar la razón al pastor de Albury. Un siglo después de la aparición de su libro, la población se había duplicado y transcurrido el segundo se ha multiplicado por seis y sigue creciendo año tras año a pesar de las numerosas guerras acaecidas, de los devastadores desastres naturales de las hambrunas y de las epidemias. No parece ningún disparate plantearse la cuestión del límite de población que el globo puede soportar y si no lo habremos sobrepasado ya con los 7.000 millones que hemos alcanzado este año.
Cada ser humano interactúa con los elementos de su entorno (físicos, biológicos y sociales) e incrementa la presión sobre los recursos naturales en medida no cuantificada, pero evidentemente, de un determinado valor. Podemos considerar inapreciable la presencia de un individuo más en el mundo, pero no de los casi cien millones que incrementan la población mundial cada año. A este nivel, el impacto es perfectamente reconocible en aspectos tan relevantes como la deforestación, la erosión, la contaminación, el crecimiento teratológico de las ciudades, la sobreexplotación de las tierras cultivables y de los mares y, en definitiva, las condiciones de habitabilidad del planeta. Según el informe de Naciones Unidas, en 2050 serán 9.000 millones los que disputarán un lugar bajo el sol.
Entre tanto, controversias seudocientíficas, intereses políticos y creencias religiosas (creced y multiplicaos, Dios proveerá, etc.) han impedido que los gobiernos se conciencien de la gravedad del desafío y lo aborden con la seriedad y rigor que requiere.
El precio que se paga por la sobrepoblación lo percibimos en las condiciones infrahumanas en que malviven más de mil millones de personas que se acuestan con el estómago vacío y sobre las cuales cabalgan inmisericordes los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Razones que la razón no comprende explican que hagamos oídos sordos al aviso de Malthus, imitando la conducta del avestruz, como si el problema nos fuera ajeno. La respuesta la dan las 250.000 nuevas criaturas que cada día reclaman un puesto en el banquete de la vida, o los 40.000 niños que en el mismo tiempo mueren víctimas de la desnutrición y de enfermedades curables.
Si no surgen circunstancias imprevisibles que alteren la tendencia, uno piensa si quedará alguien para conmemorar el tercer centenario de la obra profética del célebre economista inglés o habrá sobrevenido antes una hecatombe de dimensiones planetarias.

jueves, 14 de julio de 2011

Círculos viciosos y virtuosos

En épocas de bonanza el ejercicio de la política económica se ve facilitado por la concurrencia de factores que, cuando funcionan correctamente se interrelacionan y favorecen mutuamente, y en conjunto, coadyuvan al crecimiento equilibrado de la economía de un país, fomentando la prosperidad general, que es lo que caracteriza la fase alcista del ciclo. Es lo que podríamos llamar un círculo virtuoso. El ejemplo más próximo lo hemos vivido los españoles entre los años 1996 y 2007, un período tan largo que hizo pensar en la superación de la teoría de los ciclos.
El crecimiento económico de Occidente, impulsado por la prologada expansión de EE.UU. propició el aumento de las exportaciones españolas, las inversiones extranjeras y la llegada de turistas, todo lo cual redundó en el incremento de la actividad económica y la mejora de la balanza por cuenta corriente. La mayor actividad se tradujo en la creación de empleo, lo que tuvo su reflejo en la elevada recaudación fiscal y de la seguridad social que propició el equilibrio presupuestario e incluso el superávit en algún ejercicio. La reducción del déficit y el impulso de la competencia frenaron las tendencias inflacionistas atenuadas también por la bajada del precio de las materias primas y la de productos energéticos de los que España es extraordinariamente dependiente.
La relativa moderación del IPC propició la rebaja de los tipos de interés impuesta por el Banco Central Europeo en la Eurozona, lo que favoreció el consumo y la inversión a crédito, abarató el coste de la deuda pública y favoreció el equilibrio presupuestario. Se había logrado el cuadro mágico de crecimiento económico, estabilidad de precios, ausencia de déficit, mejora del empleo y equilibrio exterior. Esta situación constituye la felicidad de los ministros de hacienda.
Pero la economía es un proceso dinámico sometido a los intereses contrapuestos de los agentes económicos (Estado, empresas, familias) cuyo resultado tiende al desajuste por el crecimiento desigual de las distintas magnitudes macroeconómicas. En prever a tiempo estos desfases y evitarlos, consiste el acierto de la política económica anticíclica que pocas veces se logra de forma duradera.
En lugar de eso, los gobiernos omitieron medidas regulatorias que frenaran las maniobras especulativas en la creencia de que el mercado se autocorrige y ello impulsó el cambio de coyuntura y la entrada en un círculo vicioso. En lugar de emplear el superávit fiscal en la amortización de la deuda pública, incrementar las reservas de la seguridad social y dedicar más recursos a la formación profesional e I+D, se suprimió el impuesto del Patrimonio y Sucesiones, es decir, los que favorecen a los más adinerados, así como rebajar 400 euros a los contribuyentes y conceder 2.500 por cada nacido sin tomar en consideración el nivel económico de la familia progenitora.
Entre las omisiones más notables figura la de regular el sistema financiero y contener el auge excesivo de la construcción que se derrumbó con el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008. Se pudo haber evitado el desastre imponiendo a las entidades financieras un mayor coeficiente de caja, y limitando su endeudamiento exterior. En lugar de eso se les dejó operar libremente y al estallar en agosto el año anterior en Estados Unidos la crisis, aquí nos encontramos con un enorme stock de viviendas invendibles, construidas o en construcción con créditos incobrables y con bancos y cajas de ahorros endeudadas en los mercados mayoristas y abocadas a unas tasas de morosidad imparables.
Nos hallamos pues, en pleno círculo vicioso con factores concatenados que tienden a multiplicar los efectos dañinos de la crisis. Las entidades financieras, apremiadas por su apalancamiento y la morosidad de sus clientes, cierran la espita del crédito a las empresas; éstas, asfixiadas por la falta de liquidez, cancelan proyectos, reducen inversiones y recortan plantillas sin poder evitar verse abocadas al cierre. El paro crece, los ingresos de las familias menguan y el consumo se contrae al disminuir la capacidad adquisitiva. El Estado recauda menos impuestos, al tiempo que aumenta el importe destinado a prestaciones de desempleo y suben los intereses de la deuda por la presión de los mercados internacionales. A medida que se debilita la demanda global (gastos e inversiones) el círculo vicioso despliega todos sus efectos negativos y crece el malestar de los más directos perjudicados.
En esta situación, la salida de la crisis se vuelve más y más dificultosa y arriesgada. El Estado se ve forzado a escoger sobre quién descarga el peso del ajuste. Lo más equitativo sería que los que más contribuyeron al desplome fueran los más perjudicados, pero los más poderosos unen a su capacidad de presión, la disponibilidad de fórmulas, a veces admitidas o alentadas por la ley, para hurtar su contribución al bien común. En consecuencia, la carga se distribuye entre los trabajadores, inmersos en el paro masivo, los funcionarios públicos y los pensionistas que, en su conjunto, forman la mayoría de la población y cuentan con menos capacidad de presión.
A punto de cumplirse el cuarto año de la crisis, el panorama socioeconómico sigue siendo muy oscuro. Sólo dos sectores económicos muestran cierto vigor: el turismo y las exportaciones, pero su impulso es insuficiente. El cambio de tendencia sólo puede venir de la generación de confianza y esta requiere que vuelva a fluir el crédito. Desgraciadamente, el sistema financiero, que hace muy pocos años era tenido por uno de los más solventes del mundo, no sabe cómo solventar sus problemas de liquidez y recapitalización, y en esta tesitura, los mercados internacionales aprietan el dogal al cuello: elevan el riesgo país y amenazan con el rescate de España, como antes ejecutaron el de Grecia, Irlanda y Portugal, y para colmo de males, coincide con la inestabilidad política de que se adelanten las elecciones generales y la imposibilidad de los dos partidos mayores de arrimar el hombro. Las perspectivas a corto plazo son por demás sombrías. O se detiene el ataque de los meracados o el propio euro estará en peligro.

sábado, 9 de julio de 2011

Prioridades injustas

En el mes de mayo de 2011 al gobierno socialista le entraron unas inusitadas prisas por tramitar sin demora el decreto ley que aprobó el Consejo de Ministros, el cual impone “medidas para el afloramiento del empleo sumergido” que forma parte de lo que llamamos ocupación en negro, y sancionar con especial rigor a quienes redondean con “chapuzas” sus magros ingresos por el paro.
No merece objeción la persecución legal de tales irregularidades, pero se echa de menos el mismo empeño en corregir el fraude fiscal, la lucha contra los paraísos fiscales, la regulación del sistema financiero, y no digamos la promulgación de una reforma fiscal que refleje la progresividad de los impuestos directos como proclama la Constitución.
Y sin olvidar que con sólo la prestación por desempleo, muchas familias no podrían subvenir a sus necesidades básicas y sostener a los miembros en paro, y que tales percepciones son temporales y duran menos que el tiempo que se tarda en hallar un puesto de trabajo.
Se echa en falta que la diligencia mostrada por las autoridades en la detección y sanción del trabajo oculto no se haga extensiva a los grupos privilegiados que conforman los máximos directivos de las grandes empresas industriales y financieras que escandalizan con sus sueldos de fábula, sabiendo además que estos han contraído una indudable responsabilidad en la situación que desembocó en la aguda crisis que padecemos desde hace casi cuatro años. El mismo tratamiento especial que se dispensa a las grandes fortunas que aparcan sus inversiones mobiliarias en las famosas Sicav (sociedades de capital variable) con tributación mínima, favorecidas también con la supresión del impuesto sobre el patrimonio y por el IRPF que se mantiene invariable después de las rebajas introducidas por el gobierno de Aznar primero y por el “progresista” de Zapatero después. Todo ello se hizo sabiendo que el grueso del fraude proviene de las rentas del capital, por cuanto las del trabajo están bien controladas a través de las nóminas. Esto explica, por ejemplo que las rentas salariales representen el 46% de la renta nacional y sin embargo soportan el 80% del impuesto sobre la renta de las personas físicas, el más progresista del sistema tributario, porque se paga con arreglo a los ingresos percibidos y no sobre el consumo realizado.
Esta lacerante desigualdad de trato fiscal da lugar a situaciones tan escandalosas como que en 2010, mientras Caritas registraba el doble de peticiones de ayuda urgente y millares de familias perdían sus viviendas por no poder hacer frente a sus hipotecas, las grandes empresas comercializadoras de artículo de lujo, con sedes sociales o sucursales en España, veían crecer sus beneficios. Los potentados no se recatan de hacer alarde de sus riqueza, lo que hace más hiriente la pobreza de quienes pagan el precio de una fiesta en la que no han tomado parte.