lunes, 27 de junio de 2011

El difícil gobierno de la economía

A nadie se le oculta que gobernar con acierto la economía de un país es empeño harto difícil. El desideratum consiste en lograr la optimización duradera de cuatro parámetros, a modo de cuadro mágico, a saber: crecimiento económico, estabilidad de precios, equilibrio de la balanza exterior y pleno empleo. La meta es difícil de alcanzar y más difícil aún hacerlo con larga duración por la rapidez con que cambia el entorno. Ello es debido a que los cuatro factores están interrelacionados y la variación de cualquiera de ellos influye en el comportamiento de los demás, de ahí el talento y hasta la buena suerte que se precisa para mantener el equilibrio dinámico de las cuatro magnitudes macroeconómicas.
Este paradigma es esencialmente inestable porque está sometido a las presiones de fuerzas sociales contrapuestas que pugnan por apropiarse de la mayor porción posible de la tarta común en detrimento de los demás partícipes. Los trabajadores reivindican mayor capacidad adquisitiva de sus salarios, reducción de la jornada laboral y mejores condiciones de trabajo. Los empresarios, por su parte persiguen rebajar los costes de producción, comenzando por los salarios y las condiciones sociales, siguiendo por los impuestos y la rebaja de los tipos de interés. Y todo ello con niveles crecientes de demanda de los consumidores. Es fácil comprender que las pretensiones de una de las partes chocan con las de la otra.
Finalmente, las familias aspiran a lograr objetivos que mejoren su bienestar, que en parte son contradictorios: ampliación y mejora de los servicios públicos, rebaja de impuestos, aumentos de las prestaciones sociales, precios estables, bajos tipos de interés para sus créditos y buena retribución de sus ahorros.
El papel del Estado como gestor de la economía nacional es el de instrumentar las políticas que garanticen y equilibren los intereses generales por encima de los deseos particulares y de los grupos de presión, lo que lo convierte en un árbitro de muy difícil neutralidad por estar formado por personas con ideologías e intereses propios. Para que dichas condiciones se cumplan debe implementar políticas económicas que eviten desajustes macroeconómicos. Así procurará que el crecimiento del PIB no dispare la inflación, que los ingresos fiscales garanticen la suficiente financiación del sector público para mantener y mejorar los servicios que presta y la protección social, y al mismo tiempo, vigilar y controlar el gasto público para evitar el déficit presupuestario excesivo que obligaría a cubrirlo con deuda. Para complicar aun más las cosas habrá que tener en cuenta lo que ocurra más allá de nuestras fronteras, especialmente la situación económica de nuestros socios comerciales, ya que las crisis internacionales son contagiosas, y más en una economía globalizada como la actual donde se ha agudizado la interdependencia, habida cuenta de que la política económica está mediatizada por las directrices que emanan de Bruselas y de Frankfurt y no se atienen a la situación particular de cada Estado miembro.
Si el sistema económico sufre perturbaciones es preciso que los agentes económicos y sociales contengan sus reivindicaciones de forma equitativa ya que la satisfacción excesiva de uno de ellos irá en detrimento de los demás, y en definitiva, de todos al provocar crisis más o menos profundas cuyas manifestaciones externas son el desempleo, estancamiento o recesión, inflación y déficit fiscal, todos ellos síntomas patológicos susceptibles de alterar la convivencia ciudadana.
Si, por ejemplo, los empresarios, abusando de su capacidad negociadora, redujeran en exceso el nivel de los salarios, se contraería la demanda, la industria no podría dar salida a su producción, surgiría la recesión y se incrementaría el paro. Por el contrario, en un supuesto en que los sindicatos impusiesen una elevación excesiva de las retribuciones laborales sin correspondencia con la productividad, al elevarse los costes de producción, los empresarios perderían competitividad y se verían abocados al despido como mecanismo de ajuste a las nuevas circunstancias, o bien, de ser posible, a repercutir los mayores costes en los precios con peligro de elevar la tasa de inflación que podría anular la subida salarial.
En definitiva, la política económica semeja el juego del siete y media en que es preciso sortear tanto el peligro de pasarse como el de quedarse corto.

miércoles, 15 de junio de 2011

Inversiones desmesuradas

Desde que la primera pareja fue expulsada del paraíso, los humanos hemos vivido en un mundo de necesidades infinitas y recursos limitados, al perder el maná que todo lo solucionaba.
Por ello estamos obligados a establecer un orden de prioridades de modo que se satisfagan primero las consideradas básicas o de máxima urgencia y se pospongan las demás.
Estos principios de cordura tienen su aplicación en la distribución de los gastos particulares y sobre todo en el consumo e inversiones de los organismos públicos, porque de su eficiencia nos beneficiamos todos en caso de acierto o lo pagamos todos cuando se incurre en despilfarro.
Cuando, por ejemplo, una familia se monta en un tren de vida superior a lo que le permiten sus ingresos, se podrá endeudar de momento –si tiene quien le preste-, pero en un plazo más corto que largo no podrá cumplir sus obligaciones de pago y estará abocada a la quiebra y obligada a recortar drásticamente su nivel de gastos.
La calificación de las necesidades por orden de urgencia obedece a criterios subjetivos, y en caso de las administraciones públicas, de las que aquí nos ocupamos, la facultad de elegir entre unas y otras la delegamos en nuestros representantes políticos, que por tanto deben seleccionar en primer lugar aquéllas que produzcan el máximo provecho al mayor número de personas, dentro del margen que permiten los medios disponibles que, como es sabido, provienen fundamentalmente de los impuestos que pagamos como contribuyentes, y sin endeudarse en exceso.
Estos prudentes criterios no siempre son tenidos en cuenta, y con excesiva frecuencia son pasados por alto, y así se han acometido obras de infraestructura carentes de lógica, de utilidad limitada o de costes desmedidos, incompatibles con la estabilidad económico-financiera que anticipan o propician situaciones de crisis como la que ahora padecemos.
En la última década se ha extendido en España la idea disparatada de que nos habíamos vuelto ricos y tanto los ciudadanos como el Estado, con los recursos propios, los obtenidos de la UE, así como los provenientes de préstamos, nos hemos liado la manta a la cabeza y nos hemos endeudado hasta las cejas y lanzado a consumir e invertir alegremente. El Estado, por su parte, se embarcó en obras faraónicas de escasa o nula rentabilidad.
Gracias a este desmadre contamos con la más extensa red de ferrocarriles de alta velocidad de Europa y con la menor intensidad de tráfico; el mayor número de aeropuertos con la media más baja de viajeros (alguno de los aeródromos todavía no estrenó aviones). Al entrar en competencia la aviación, el ferrocarril y las líneas regulares de autobuses, la rentabilidad está bajo mínimos y su futuro se atisba complicado y oscuro.
Para evitar la caída en barrena, con los impuestos de todos subvencionamos a RENFE y a las compañías aéreas de bajo coste, en este último caso, en beneficio de usuarios pudientes como pueden ser turistas u hombres de negocios. Esto se llama beneficencia a la inversa. Si esto es un uso correcto de los fondos públicos, venga Dios y lo vea.
Tal panorama irracional y carente de sentido común abarca a toda España y nuestra comunidad autonómica no es excepción. Dígase si no qué justificación ampara la creación y mantenimiento de tres aeropuertos en una línea de 160 kilómetros unidos por ferrocarril y autopista, o un superpuerto en A Coruña y otro en Ferrol, el establecimiento de siete universidades, etc. etc.
Y a todo esto tenemos una Hacienda pública que se ve y se desea para hacer frente a sus pagos, asediada por los mercados, urgida de reformas a la brava por los organismos internacionales so pena de ser intervenida por la UE. Entre tanto, nadie asume responsabilidad por el estropicio, y los errores cometidos (en el mejor de los casos) no impiden que los políticos sigan pidiéndonos que los reelijamos. No me negarán que es para indignarse como nos piden dos nonagenarios que a su experiencia unen una lucidez envidiable: Stéphane Hessel y José Luis Sampedro.

miércoles, 8 de junio de 2011

Política económica

Para juzgar la bondad o el error de la política económica de un país hay que evaluar el grado en que se cumplen cuatro objetivos esenciales: crecimiento económico, pleno empleo, estabilidad de precios y equilibrio de la balanza de pagos.
Aplicado el modelo a la coyuntura española, salta a la vista que no deja margen para el optimismo: el PIB crece a un ritmo del 0,8%, el paro afecta a cerca de cinco millones de trabajadores con una tasa del 20,8% de la población activa, el doble de la media europea, el IPC se sitúa en el 3,5%, y la balanza exterior registra un serio desequilibrio junto con un elevado déficit presupuestario.
A la vista de estos datos adquiere sentido el fuerte varapalo sufrido por el partido socialista en las elecciones municipales y autonómicas del 22 de mayo que no supo llevar el barco a buen puerto al contrario de los principales socios europeos, si exceptuamos los casos de Grecia, Irlanda y Portugal, curiosamente gobernados también por los socialistas. La lección debería hacer reflexionar a los políticos y pensadores de la socialdemocracia.
Evidentemente, pintan bastos para los partidos que se reclaman de izquierda y progresistas, por más que hayan hecho política de derechas o tal vez por eso, lo que ha decepcionado a sus electores sin convencer a los votantes conservadores que, con buena lógica prefieren el original a la copia.
En esta tesitura, las encuestas vaticinan para las elecciones generales de marzo una derrota aun más contundente para el PSOE con el correspondiente triunfo del Partido Popular que tendrá por delante cuatro años para encauzar el rumbo de la economía y aliviar la insoportable carga del paro masivo que en la juventud afecta al 42%.
Debemos partir de la base de que en economía no existen bálsamos de fierabrás ni recetas milagrosas y, a reserva del programa popular, que no es conocido, obviamente se precisa adoptar medidas más enérgicas y justas que las aplicadas hasta ahora por quienes detentan el poder, medidas que abarcan más allá del ámbito laboral para hacer más real la democracia, combatir a fondo la corrupción y el fraude fiscal, regular el sistema financiero y dejar de arrodillarse ante los mercados sin orden ni ley.
Es sin duda ingenuo pensar que estas directrices orienten la política económica y social del PP, pero sería una mala decisión que quienes negaron primero la crisis y la gestionaron después tan mal se encargaran de sacarnos del atolladero. Se dan las circunstancias para que la palabra “cambio” adquiera su plena efectividad. En todo caso, hay que dar la oportunidad de que cumplan sus promesas quienes han estado siete años en la oposición, y guiarnos después por la sentencia evangélica “por sus obras los conoceréis”. Y que Dios reparta suerte, porque el panorama que se avizora en 2012 –en el caso de que Rodríguez Zapatero mantenga la absurda postura de no adelantar las elecciones y quemarse un poco más- no promete muchas alegrías, a pesar de lo cual, que no falte la confianza y la esperanza pues sin estas virtudes sólo cabe ponerse en lo peor.

lunes, 6 de junio de 2011

En torno a la evolución

El filosofo húngaro Erwin Laszlo (Budapest, 1932), en su libro “Evolución. La gran síntesis” expone una sugestiva teoría global que podría abrir el horizonte a una mejor comprensión del ser humano y de su medio, que denomina “el paradigma evolucionista”.
Partiendo de la hipótesis de que todo lo creado se mantiene en constante evolución, plantea dos cuestiones sustantivas: si existe una interdependencia de los procesos particulares (de nuestra especie, del cosmos y de las sociedades) y hacia donde tiende esa evolución en su conjunto.
Según Laszlo, la respuesta a la primera pregunta es afirmativa porque los estudios científicos ofrecen pruebas suficientes de que los terrenos físico, biológico y social no carecen de relación. En último término, un tipo de evolución prepara el terreno para el siguiente. De las condiciones creadas por la evolución en el terreno físico surgen las que permiten la aparición de la vida, y el comienzo de la evolución biológica y de las condiciones creadas por ésta, proceden las que permiten al hombre y a otras muchas especies, desarrollar ciertas formas de organización social.
En virtud del paradigma evolucionista, los sistemas dinámicos –que son los “jugadores” en el juego de la evolución- no están sometidos a una determinación rigurosa; tienen una fundamental propiedad de divergencia. Dadas idénticas condiciones iniciales, se desarrollan diferentes sucesiones de hechos dentro de los límites y posibilidades que establecen las leyes evolucionistas.
No está claro si la evolución es un continuo o si actúa a saltos como suponía Stephen Gould (1941-2002), alternándose largos períodos de estabilidad con otros espacios en los que la evolución se acelera.
Respecto al siguiente interrogante, la teoría sostiene que la evolución avanza de tipos de sistemas más simples a otros más complejos, y del nivel organizativo inferior al superior, sin que esta evolución se manifieste de manera uniforme al paso del tiempo, sino a saltos relativamente bruscos, a través de fases de azar e indeterminación.
Tampoco es posible predecir el fin de la evolución, así en lo relativo al universo como en destino del hombre y la organización de la sociedad.
Tras una lenta evolución de la especie surgió el “homo” como el sistema más complejo de la biosfera, capaz de pensamiento consciente y de organización social compleja.
Esta reflexión nos invita a indagar el papel que desempeñamos los seres humanos, lo que equivale a interrogarnos sobre el sentido de la vida en el mundo y en el más allá y si este sentido existe.
Frente a las dudas e incertidumbres que rodean a cuanto se refiere a la existencia e inmortalidad del alma, hay un hecho real e incontrovertible que es nuestra presencia aquí y ahora, en un mundo hostil que pone a prueba nuestra capacidad de adaptarnos a las condiciones del medio. Esta realidad es decepcionante, lo que explica que mucha gente prefiera refugiarse en un mundo de fantasía en el que todo está ordenado por un ser superior que premia y castiga a los mortales.
Lo evidente que podemos contrastar y sufrir en carne propia cada día desde nuestra venida al mundo desnudos y llenos de necesidades es una aparente y radical soledad cósmica. La experiencia nos muestra con meridiana claridad que sólo de nosotros mismos depende que podamos realizar nuestros anhelos y lograr la plenitud existencial. La misma certeza empírica nos muestra que si no cooperamos, las divinidades celestiales y el planeta que habitamos giran en el espacio, indiferentes a nuestras desgracias y miserias.
Lamentablemente, la humanidad no acaba de abrir los ojos a esta realidad desalentadora. Diríase que la evolución actúa con excesiva lentitud, a menos que los dioses quieran cegarnos para que nos perdamos.