sábado, 4 de diciembre de 2010

Viaje al espacio lejano

La nave espacial había despegado de la base con toda normalidad, llevando a bordo un considerable instrumental científico que sería manejado y controlado por la pareja de astronautas formado por Bartosena, de 29 años de edad y Arquelao, de 32. El objetivo previsto del viaje era orbitar la Luna a 10.000 kilómetros de distancia con el fin de fotografiar y cartografiar la superficie lunar y registrar, entre otros datos, la luminosidad y temperatura que permitiera seleccionar el lugar más idóneo en el que alunizar y establecer una colonia permanente. Una vez puesta en órbita la nave, todo transcurría con normalidad.

De repente, una espesa nubosidad envolvió la nave, los paneles de mando dejaron de funcionar y los dos tripulantes se quedaron profundamente dormidos. Cuando despertaron, sin poder precisar el tiempo que habían estado durmiendo, se encontraron en un amplio salón rectangular con las paredes y el techo pintados de azul claro, rodeados por diez seres extraños que les observaban inquisitivamente.

Los alienígenas eran de baja estatura, estaban desnudos, y su figura se parecía a los humanos, excepto que tenían un ojo en la frente y otro en el cogote. Hablaban entre sí en un idioma ininteligible, y uno de ellos daba vueltas alrededor de sus huéspedes al tiempo que se dirigía a los demás, al parecer para explicarles las características morfológicas de los terrícolas que no daban crédito a lo que veían.

Transcurrida aproximadamente una hora de mutuo examen visual, uno de los extraterrestres se dirigió en español a los visitantes con gran sorpresa de éstos. Les explicó que se hallaban en el planeta Carpetania, uno de los dieciocho que giraban en torno a la estrella Sfenos, integrante a su vez de la galaxia Esplendor. Informó que conocían el español porque captaban las emisiones de radio, que sus exploraciones radioeléctricas del espacio habían detectado la presencia de la nave alrededor de la Luna y decidieron apoderarse de ella y trasladarla a su planeta para conocer la civilización terrestre. Deseaban saber cómo había evolucionado la vida en el diminuto planeta del sistema solar, una vez comprobado que los demás no estaban habitados.

Después de estas presentaciones, iniciaron un interrogatorio de los prisioneros para conocer cómo estaba organizada la convivencia en la Tierra, cómo se relacionaban los distintos pueblos entre sí, cómo era la forma de vida, los hábitos y costumbres, si se regían por normas consensuadas que garantizaban la igualdad de derechos, la libertad y el bienestar general y, en definitiva, si las relaciones interpersonales eran pacíficas, cordiales y armoniosas, y cómo se resolvían las discrepancias.

Las cuestiones por las que más se interesaron los alienígenas versaron sobre estos asuntos:

- ¿No se reconocen en la Tierra a todas las personas las mismas aspiraciones y necesidades, y en consecuencia, los mismos derechos?

¿Por qué practicáis con tanta frecuencia las discriminaciones?

- ¿Qué ventajas reporta dividir vuestro pequeño planeta en 200 naciones?

- ¿Por qué, considerándoos tan inteligentes, no habéis adoptado una lengua común para entenderos mejor?

- Qué justificación aducís para vivir siempre en guerra?

- ¿Cómo habéis organizado la convivencia de forma tal que unos pocos sometan y exploten a la mayoría?

- ¿Por qué os habéis dotado de tantos dioses enfrentados entre sí?

A todas estas preguntas contestaron detalladamente los astronautas y sus explicaciones causaban asombro a los carpetanos, que no concebían el recurso a la violencia y las guerras entre individuos y pueblos de la misma especie.

A continuación se abrió un amplio diálogo entre terrícolas y carpetanos y los primeros pudieron saber que el planeta donde se hallaban era un imperio único, con un gobierno elegido democráticamente que aseguraba a todos los ciudadanos la cobertura de sus necesidades básicas y aseguraba la equidad en el reparto de los ingresos. Todas las personas –si así pudiéramos llamarlas- aceptaban practicar de buen grado la solidaridad y el respeto mutuo, y la educación había conseguido que estos sentimientos fuesen vividos como algo espontáneo y natural.

Tras un prolongado intercambio de informaciones, el que parecía portavoz de los carpetanos sentenció que la evolución de los habitantes de la Tierra se hallaba en una fase primitiva y que no interesaba establecer contactos porque nada bueno podían aprender de ellos y correr el riesgo de posible contagio de sus hábitos antisociales.

Llegados a esta conclusión, los dos astronautas fueron invitados a elegir entre quedarse o regresar a su país de origen. La elección recayó en seguir donde se hallaban, pues comprendieron que el estilo de vida que habían dejado era de peor calidad que el que les ofrecían sus anfitriones.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Vida y muerte de los imperios

La historia, maestra de la vida, nos enseña que los imperios desfilan, unos a paso de carga y otros a paso lento, pero todos experimentan la misma transformación que los seres vivos, o sea, nacen, crecen y tras un período más o menos prolongado, languidecen y pierden su papel hegemónico para dar paso a otros competidores que repetirán igual proceso. El siglo XX fue letal para los imperios. En ese período llegaron a su fin el austriaco, el alemán, el portugués, el turco, el ruso, el francés y el británico en Europa, y en Asia, el chino y el japonés. Todos fueron borrados del mapa por dos guerras que se conocen con el apelativo de mundiales.

El auge y caída de estos imperios geopolíticos siempre ha despertado el interés de los historiadores y filósofos de la historia preocupados por identificar las causas y supuestas leyes que expliquen el ciclo vital al que parecen estar sometidos, que reproduce a gran escala el curso fatal ontogénico. Uno de los primeros autores en ocuparse de esta cuestión fue San Agustín en su libro “De civitate Dei”. En el siglo pasado quienes más destacaron en esta materia fueron Oswald Spengler en su obra “La decadencia de Occidente” y Arnold Toynbee que escribió su voluminoso tratado “Un estudio de la historia”. Actualmente goza de renombre el inglés, radicado en Estados Unidos, Paul Kennedy, que publicó en 1988 el libro “Auge y caída de los grandes imperios”.

La duración de los imperios como tales varía mucho según los casos, oscilando entre los cuatro siglos que se mantuvo el imperio romano y los doce años que sobrevivió el III Reich, cuyo promotor, Adolfo Hitler, le había pronosticado mil años de vida.

Las teorías más plausibles sostienen que la génesis y el ocaso están relacionados con la evolución de su poderío económico. En el origen podrían estar implicados cambios tecnológicos en una nación que representarían una ventaja y sobre ella se asentaría su ulterior superioridad militar.
Ciertamente, parece irrebatible que en el inicio y la profundización del declive influyen diversos factores concomitantes entre los que el económico desempeña un papel relevante. Así lo entendió el historiador Ramón Carande refiriéndose a España, cuya decadencia atribuyó a la excesiva carga fiscal soportada para financiar las interminables guerras del emperador Carlos I de España y V de Alemania.

Con los precedentes conocidos resulta apasionante predecir la posible evolución de la única superpotencia que existe desde el fin de la II Guerra Mundial, es decir, Estados Unidos. A tal fin puede ser útil comenzar por el examen de los puntos fuertes y débiles que concurren en su caso.

Hoy por hoy, EE.UU. ocupa la primacía de lo que se ha dado en llamar “poder duro”, identificado con la potencia política y militar. En efecto, es uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad con derecho a veto y es el socio más influyente de los principales organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, cuyas sedes radican en Washington. Posee el ejército más poderoso y dispone de superioridad de armamento nuclear. Sus servicios secretos, apoyados por satélites espaciales, conocen al instante lo que pasa en cualquier lugar del planeta y su presupuesto de defensa para 2010 asciende a 750.000 millones de dólares, equivalente al 40% de lo que gasta el resto del mundo con los mismos fines. En suma, nunca se había registrado una concentración tal de riqueza y poderío en un solo Estado.

En el aspecto económico ocupa el primer lugar a mucha distancia del siguiente en la producción de bienes y servicios; el dólar es la moneda de reserva del mundo y sus multinacionales tienen intereses en todo el orbe.

Frente a este alarde de poder político, militar y económico se alzan los contrapoderes que amenazan la continuidad del hegemonismo norteamericano. Son los puntos débiles del imperio entre los que merecen citarse los siguientes:
  1. Los excesivos compromisos políticos y militares derivados del papel de gendarme del mundo.
  2. La dependencia del petróleo, cuyo suministro proviene de la región del Próximo Oriente, la más inestable del escenario internacional.
  3. La proliferación de armas nucleares en países que desafían al coloso (Corea del Norte, Irán y otros que podrían imitarles).
  4. La irrupción de nuevos competidores del grupo llamado BRIC (Brasil, Rusia, India y China) de los que los dos últimos, que son los primeros por su población, avanzan a pasos rápidos en su crecimiento económico en tanto EE.UU. sufre los efectos de la crisis, la segunda más profunda de la historia.
  5. La ausencia de “poder blando” representado por la carencia de liderazgo moral que se acusa en hechos tan notorios como su escasa participación proporcional en la ayuda al desarrollo, su connivencia con gobiernos dictatoriales, corruptos y negadores de los derechos humanos, en contraste con sus prédicas democráticas; el doble rasero político con Israel y los países árabes que hace imposible la solución del conflicto israelo-palestino y sirve de pretexto al terrorismo internacional de Al Qaeda.
A la larga crónica de la historia que acreditan hechos tan deplorables como las intervenciones repetidas en los asuntos internos de Latinoamérica o el haber sido el único país que empleó dos veces la bomba atómica o las armas químicas en Vietnam, el presidente Bush le puso la guinda con la invasión de Irak y Afganistán y con los vergonzosos abusos de Abu Graib y Guantánamo. De ahí arranca la ola de antiamericanismo que se extiende por el mundo.

El final del imperio estadounidense parece ineluctable pero no de forma catastrófica sino a ritmo lento a través de un proceso de desgaste coincidente con el creciente desarrollo de sus rivales.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Delitos y pecados

Cuando una autoridad impone unas determinadas normas, su incumplimiento comporta un condigno castigo a quien las infringe. Si la infracción es de orden civil constituye una falta o delito; tratándose de materia religioso, la contravención se denomina pecado que puede ser según su gravedad, venial o mortal. Al contrario de lo que configura un delito que solo abarca acciones u omisiones voluntarias punibles, el pecado (de “pedicatum”, que significa cepo o lazo que ata los pies), puede cometerse por acción, omisión, deseo o simple pensamiento, de tal modo que son muy difusas las fronteras, y el creyente pocas veces estará seguro de ser culpable o inocente.

Tanto la potestad civil como la religiosa tiene su propio catálogo de delitos y pecados, que no tienen porque coincidir, pero ambas tienen en común la evolución experimentada en el tratamiento de las transgresiones a partir de los dos últimos siglos. La sociedad civil evolucionó en sentido favorable a la libertad y dignidad del individuo, y así, entre otros hechos, dejaron de ser punibles las opiniones discrepantes con las de las autoridades, la blasfemia, el uso de la libertad de expresión y de reunión, al tiempo que propugnaba la igualdad de derechos de ambos sexos, la separación de la Iglesia y el Estado, así como el divorcio, la convivencia extramatrimonial, y el aborto en determinadas circunstancias; pasaron en cambio a ser actividades delictivas que antes no lo eran: la esclavitud, el tráfico de drogas, el blanqueo de dinero, la trata de blancas, los atentados contra el medio ambiente, etc.

La catalogación de los pecados también ha sufrido cambios, así en su número como en su calificación, cual si la voluntad divina a la que se deben los preceptos quebrantados fuera cambiante, lo que no deja de ser contradictorio con la intemporalidad que se supone a los mandatos emanados de lo alto.

Fueron pecado en su tiempo y dejaron de serlo más tarde el préstamo con interés, no pagar los diezmos y primicias a la Iglesia o comer carne los días de abstinencia, prohibición que hasta no hace mucho era dispensada a cambio de adquirir la bula al párroco. También se incurría en pecado creyendo o diciendo que el universo no se ajustaba a las descripciones de la Biblia o de las interpretaciones que de ella hacían los teólogos. Por osar decir que la tierra era redonda, fue excomulgado y castigado Galileo Galilei por los inquisidores, afirmación que ahora se acepta por la jerarquía ante la evidencia de su error. Quizás Dios haya tenido que corregir a tan celosos vigilantes de la ortodoxia. En cambio, hasta el I Concilio Vaticano de 1870 estaba permitido dudar de que la Virgen hubiera sido concebida sin pecado, lo que hoy sería pecaminoso. El mismo Concilio dictaminó “que sea anatema quien diga que las ciencias humanas deberían realizarse con tal espíritu de libertad que uno puede permitirse considerar ciertas aserciones, aun cuando se opongan a la doctrina revelada”.

Mientras el poder civil se preocupa por la salud, la instrucción y la seguridad de los ciudadanos y su igualdad ante la ley, los cuidados de la Iglesia se dirigen a conseguir la salvación de las almas, a las que, parece, le sienta muy mal todo lo relacionado con el sexo. Frente a la permisividad creciente de la sociedad en dicha materia, la jerarquía eclesiástica considera pecaminoso todo lo relacionado con el sexo, incluso dentro del matrimonio si no va encaminado directamente a la procreación, y se opone tajantemente a las relaciones extramatrimoniales, al onanismo, a los anticonceptivos, a la reproducción asistida, al divorcio, al aborto y a la homosexualidad.

En el plano de las ideas es donde se producen más colisiones entre la normativa civil y religiosa o entre los delitos y los pecados. En materia religiosa, la Iglesia prácticamente se opone a toda innovación científica o ideológica. En tal sentido, con mayor o menor rigor estigmatizó la teoría de la evolución. La democracia, el modernismo, el socialismo, el comunismo, el liberalismo, y para combatir su difusión creó un extenso índice de libros prohibidos, cuya lectura estaba vedada a los fieles. No está claro cuales de estas censuras continúan vigentes. Se dan casos en que lo estatuído en el Código Penal es contravenido por las autoridades religiosas y viceversa. En tanto la discriminación por razón de sexo está penalizada por la ley, la Iglesia la practica en el sacerdocio, y mientras la pena de muerte fue abolida por la Constitución, está reconocida en determinados casos por la doctrina religiosa plasmada en el catecismo.

Tales diferencias de criterio crean situaciones de confusión y ambigüedad. Por ejemplo, mientras las autoridades civiles no discuten las normas eclesiásticas, ni aun cuando vulneren los principios constitucionales, ni interfieren en la designación de los obispos, el clero no observa la regla de reciprocidad y presiona por todos los medios a su alcance para impedir la aprobación de determinadas leyes por el Parlamento (divorcio, aborto, eutanasia, parejas de hecho, parejas del mismo sexo, enseñanza de la religión, participación en el reparto del IRPF de libre designación, etc) y cuando finalmente pierde la batalla y las disposiciones entran en vigor, las desacredita y presiona a los electores para que no voten a los partidos que las mantienen en sus programas.

martes, 2 de noviembre de 2010

Carta abierta a Benedicto XVI

Con motivo de su visita pastoral a Santiago de Compostela, me permito rogarle que promueva la introducción de reformas valientes y trascendentales en la Iglesia, de las que está necesitada para difundir con el ejemplo la doctrina de Jesús de Nazaret.

Con este propósito, me tomo la libertad de proponer a Su Santidad algunas de tales medidas.

Renunciar a la pompa y el boato y practicar la pobreza, o al menos la austeridad como pide la letra y el espíritu del Evangelio.

Que la Iglesia se sienta más próxima a los pobres y desvalidos, que comparta sus problemas y defienda sus derechos frente a los poderosos.

Que muestre su preocupación por la injusticia social, defienda los derechos de los trabajadores y se implique en el apoyo a los sectores sociales más desprotegidos (mujeres maltratadas y asesinadas, inmigrantes, homosexuales, prostitutas, ex-presos, etc), ya que todos ellos son nuestros prójimos.

Suprimir la Guardia Suiza, como símbolo de tiempos lejanos en que existían los Estados Pontificios y que evocan el poder y la violencia, incompatibles con el amor y la paz que Cristo predicó.

martes, 19 de octubre de 2010

El dilema ciencia-religión

Stephen Hawking ha demostrado recientemente (el 02-09-10) ser además de un eminente científico, un experto hombre de negocios. Escribió al alimón con el físico estadounidense Leonard Mladinow un nuevo libro titulado “The Grand Design” (El gran diseño y antes de que apareciese en las librerías adelantó a la prensa algunos extractos para asegurarse de esta forma el impacto publicitario y convertirlo en un superventas. Todo un ejercicio inteligente de marketing que a buen seguro le proporcionará sustanciosos ingresos. No sabemos qué parte se debe al autor y la que le corresponde al editor.
En la parte dada a conocer del contenido afirma que Dios no es el constructor del Universo, porque éste se originó de la nada, como una consecuencia inevitable de las leyes de la física, sin aportar nada nuevo que avale su declaración. No obstante, dada la fama del autor, su provocación produjo un gran revuelo, con la intervención, tanto de astrofísicos como de prelados y teólogos, lo que sin duda contribuirá al éxito de ventas.
Anteriormente, Hawking había sostenido en su libro “Una historia del tiempo”, que también fue un bestseller, la necesidad de un Dios creador para la comprensión científica del Universo, pero como rectificar es de sabios, así lo hizo él ahora.
El astrofísico británico puede decir que Dios ha muerto como antes lo hizo Nietzsche, pero Dios sigue tan vivo como siempre en la conciencia de sus fieles. Fue Nietzsche quien murió, como le ocurrirá en su día a Hawking.
La parte conocida del libro se limita a apuntar que la comunidad científica está próxima a elaborar una “teoría del todo” como marco capaz de de aunar las dos grandes teorías de la física, la relatividad general y la mecánica cuántica, hasta ahora inconsistentes. Es decir, la teoría unificada con la que soñaba Einstein. Pero esto no es más que una predicción, que puede cumplirse o no.
El aludido episodio vino a reverdecer el problema irresuelto de la compatibilidad de ciencia y religión. Tanto una como otra tienen camino propio y fines diferentes que no tienen por que colisionar. La ciencia busca el conocimiento valiéndose del método científico y la religión se nutre de la verdad revelada para fundamentar sus dogmas. La ciencia progresa por medio de la experimentación y considera sus verdades provisionales en tanto posteriores ensayos no demuestren su falsedad. La religión, por el contrario, asume sus dogmas como eternas e inmutables y no necesita más apoyo que la fe.
La ciencia es vital para hacer más cómoda la vida y a ella debemos el superior conocimiento de la naturaleza y la liberación de temores irracionales, que nuestros antepasados sufrieron por su ignorancia. Y no sólo contribuyen las ciencias duras; seguimos necesitando tanto como Sócrates el conocimiento de nosotros mismos. Hemos avanzado mucho en el conocimiento del Cosmos pero mucho menos en las ciencias sociales, y tenemos necesidad de saber por qué somos incapaces de convivir sin combatirnos.
La religión aspira a explicar el sentido de la vida y da normas morales para alcanzar un mundo más justo en el más allá, un lugar libre de las imperfecciones que conocemos y sufrimos los vivos.
Suele citarse una encuesta publicada en 1997 en la revista “Nature” para juzgar si los científicos participan de las creencias religiosas. El resultado que arrojó fue que el 40% de biólogos, físicos y matemáticos reconocieron ser creyentes, en tanto que el resto opinaban que ser investigador riguroso es incompatible con la creencia en Dios. Precisamente, tres días después de que Hawking saliera a la palestra, el 5 de septiembre, fallecía en Roma el eminente físico de partículas Nicola Cabibbo, que fue presidente de la Academia Pontificia de Ciencias, confesaba ser católico practicante y tomó parte en debates sobre ciencia y religión. En uno de ellos con Arno Penzias, premio Nobel de Física 1078, éste declaraba que una teoría científica para ser plausible debería predecir algo medible y verificable, condiciones que, obviamente, no reúnen las creencias religiosas. Sin embargo, tanto Newton como Descartes fueron devotos creyentes.
La ciencia reconoce sus limitaciones, y así, por ejemplo, no pasan de ser simples especulaciones la posible existencia de otros universos distintos del que conocemos, o el fin último que inspiró la creación del Universo. Es sabido que muchos fenómenos aun no tienen una explicación racional, y así se acepta. Bertrand Russell refiere que cuando en el siglo XIV apareció en Europa la peste negra la medicina no tenía nada que decir porque desconocía el tratamiento que podía darse a la enfermedad. En cambio, los predicadores exhortaban a rezar en los templos para impetrar la protección divina. El resultado fue que la aglomeración de la gente agravó los estragos de la pandemia. Por cierto que Russell tuvo en su juventud profundas convicciones religiosas que abandonó posteriormente.
Sólo la religión puede dar respuesta a la intención que supuestamente guió al Creador al hacer realidad el Universo y dar nacimiento a Adán y Eva, si bien es dudoso que pueda dar fe de si en los planes de Dios estaba que nuestros primeros padres vivieran solos en el paraíso o si les asignaba el papel de fundadores de la humanidad.
Están tan fuera de sus papel los científicos que discuten la existencia de Dios como los creyentes que rechazan los hallazgos de la ciencia o ponen trabas a la investigación simplemente porque creen que se oponen a la sabiduría establecida. Unos y otros deberían evitar invadir terreno ajeno.
La idea de que algo salga de la nada repugna a la razón, pero tratándose de Dios al que se considera omnisciente y omnipotente, no hay imposibles. Podría haber hecho primero la nada y dar paso después a la creación. Claro que siempre se podría formular la pregunta de quién hizo a Dios, pero esto forma parte de la serie de interrogantes sin respuesta posible.
Para que ciencia y religión o viceversa puedan convivir pacíficamente, es necesario que los adeptos de ambas defiendan sus respectivos puntos de vista exclusivamente con argumentos dialécticos, sin ofender al discrepante. No es prudente ni justo que los científicos ataquen las creencias religiosas, como tampoco lo es que los fieles pretendan
impedir el voluntario disfrute de los inventos por prejuicios religiosos. En este contexto, los amantes de la ciencia han acreditado una mayor tolerancia que los defensores de la fe. Nadie fue nunca obligado a aceptar la validez de los principios científicos o una ley física, y en cambio, las guerras de religión han hecho correr ríos de sangre.
Cuando Galileo, por medio del telescopio, comprobó que la Tierra no era el centro del Universo como había predicho Copérnico, se limitó a exponer lo que veía pero no obligó a nadie a darlo por irrefutable. No obstante, la jerarquía católica, por entender que el descubrimiento contravenía las Sagradas Escrituras le obligó a desdecirse, le impuso silencio y le privó de libertad. Sólo cuatro siglos más tarde la Iglesia pidió perdón y reconoció la injusticia que se había cometido con él.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Inversiones y progreso

Como el despertar de un mal sueño, la Xunta descubre la magnitud de la crisis económica y busca desesperadamente dónde ahorrar unos euros para cuadrar sus cuentas, al tiempo que descarga las culpas sobre el bipartito que le precedió y sobre el gobierno central, que por algo no es de su partido. El presidente debería recordar que fue elegido porque ofrecía soluciones y no quejas.
Por más que la crisis tenga su origen allende las fronteras, es lo cierto que la profundidad con que acá la sentimos viene agravada por pecados propios cometidos desde años ha. La forma en que se ha despilfarrado el dinero por las Administraciones ha dejado una pesada herencia que deja exhaustas las arcas públicas y obliga a usar las tijeras para prescindir de gastos, aunque conlleve recortes de prestaciones sociales.
Durante años se ha llevado a cabo una política inversora nefasta, dilapidando los recursos públicos en infraestructuras faraónicas, unas veces redundante, otras, suntuarias y casi siempre de discutible justificación desde el punto de vista rentable, de la disponibilidad efectiva de medios y del volumen de la demanda social. Por lo general se ha tenido más en cuenta complacer a votantes en campañas electorales, con criterios populistas, que en aplicar la técnica de coste-beneficio.
Y como obras son amores, he aquí algunos botones de muestra:
1. El mastodóntico proyecto de la Ciudad de la Cultura, encargado a un famoso arquitecto extranjero, a mayor gloria del a la sazón presidente de la Xunta, Manuel Fraga, no solo se aprobó sin determinar previamente los usos de sus instalaciones sino que faltó también una previsión realista de su coste.
2. De mayor antigüedad data el acuerdo de ampliar de una a siete el número de universidades, con el resultado de que ninguna figure entre las 200 mejores del mundo.
3. Cuando se produjo el desastre del “Prestige” no había en Galicia ningún puerto al que pudiese atracar un barco en peligro con riesgo de contaminación. Como reacción se construye no un superpuerto sino dos, uno en A Coruña y otro en Ferrol, separados por 60 kilómetros sin que nadie explique la razón del dispendio.
4. Tener tres aeropuertos bien equipados en el borde occidental de la región, dos de ellos en la misma provincia, separados por 60 km. de autopista con una población gallega de 2,7 millones de personas, da lugar a la escasa demanda, con el consiguiente déficit de explotación de los tres. Ante esta infraocupación, las presiones locales se disparan para que las autoridades concedan ayudas a las compañías de bajo coste, como si fuera admisible que los impuestos financien viajes turísticos o de negocios.
5. Por su parte, las Administraciones locales han prodigado sus afanes inversores en piscinas climatizadas o no, campos de fútbol parroquiales con o sin césped artificial, auditorios, centros culturales, etc. que distan mucho de tener un nivel aceptable de actividad que justifique el coste y los gastos de mantenimiento.
Ejemplos similares podrían multiplicarse, pero como muestra basta lo expuesto para apreciar la importancia del desaguisado. Como lo que se invierte en una obra resta medios para acometer otra, aunque sea más necesaria, han quedado fuera de concurso entre otras, el saneamiento de las rías y ríos, la dotación de guarderías infantiles y de residencias geriátricas por las que suspiran muchas familias, y sobre todo la inversión en I+D+i que coloca a la autonomía gallega en el vagón de cola de España y no digamos en el ámbito europeo. Esta postergación de la ciencia básica y aplicada es causa relevante de nuestro atraso económico que mantiene a nuestra región entre las más pobres de España.
Todo lo dicho supone un orden prioritario ajeno a la racionalidad, con el agravante de que ha puesto a muchos ayuntamientos al borden de la quiebra. Se impone una rectificación que haga uso del realismo y del sentido común, por desgracia poco común.

martes, 21 de septiembre de 2010

La Babel europea

Según cuenta la Sagrada Escritura, cuando los descendientes de Noé construyeron la famosa torre de Babel (nombre hebreo de Babilonia) a orillas del Eufrates, con la pretensión de alcanzar el cielo (Génesis,11) hablaban todos el mismo idioma, “que era el principio de sus empresas”, pero el proyecto de llegar tan alto no agradó al Creador, que en castigo les condenó a la confusión de lenguas “para que no entendieran más los unos con los otros”.
Desde entonces la maldición bíblica sigue vigente, y cada grupo étnico se lió a crear su propio código de expresión al que atribuyó el valor de máxima seña de identidad, con tal éxito que los filólogos no se ponen de acuerdo sobre el número exacto de los que se emplean en la actualidad, sin contar los muchos que naufragaron en el torrente de la historia. En nuestros días la personificación de la babélica torre corresponde sin duda a Bruselas por las múltiples capitalidades que acumula y la consiguiente mezcla idiomática que conlleva.
Bruselas, además de ser la capital belga lo es también de la Unión Europea y de la OTAN, convirtiéndose de hecho en la cabeza política, diplomática y militar del continente y conformando tal vez el complejo administrativo más amplio del mundo, con la posible excepción de Nueva York, sede de la ONU. Esto da a los bruselenses un marcado carácter cosmopolita, como muestra el hecho de que cuarenta de cada cien residentes son extranjeros. Funcionarios, políticos, diplomáticos y militares se dan cita en la urbe, donde existen tres parlamentos y tres ejecutivos, aparte de la corporación municipal..
Consecuencia de la concentración funcionarial propia y foránea es el gran número de lenguas que allí concurren. Solamente los representan tes de los 27 Estados comunitarios bastarían para darle colorido a la diversidad lingüística, pero a ellos hay que añadir las representaciones diplomáticas acreditadas ante el gobierno belga y la Comisión Europea. De todo ello resulta que ni el más prodigioso políglota podría identificar todas las hablas que se oyen en la Grand Place.
Bruselas es una ciudad multilingüe, pues constituye un enclave francófono en territorio flamenco, de forma que su nombre oficial es Bruselles para la población valona que se expresa en francés y Brusel para los moradores flamencos del Norte que tiene como lengua propia el neerlandés. Sobre este basamento bilingüe se asientan los hablantes de los socios de la UE que se mezclan con los inmigrantes de países extracomunitarios, como turcos, árabes o serbios.
Es obvio que Bruselas sería un pandemonium si cada cual pretendiera valerse de su lengua materna, por lo que el francés y sobre todo el inglés absorben los papeles principales de la comunicación, en perjuicio de los demás que son considerados huéspedes de segunda clase. El inglés va camino de instalarse como jerga común o lengua puente (a pesar de ser superada por la alemana en número de hablantes y ser vernácula del socio menos europeista), con lo que supone de claudicación colectiva ante la cultura anglosajona, al no prosperar la opción del esperanto que habría sido la solución más lógica y racional al no estar vinculado a ninguna potencia. La racionalidad no siempre es reconocible en las decisiones humanas.
Lo curioso es que una ciudad con voluntad internacional sea incapaz de convivir en armonía entre flamencos y valones, cuyas diferencias en torno a la forma del Estado ponen en riesgo la unidad de Bélgica.
Lamentablemente, los belgas no imitan el modelo suizo que mantiene vivas cuatro lenguas sin poner en peligro la unidad nacional.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Nos quedamos en nada

La importancia que los seres humanos hemos querido atribuirnos como reyes de la creación, ha sido desmentida tantas veces por la ciencia que ya apenas queda nada a que asirnos para seguir creyéndonos el obligo del mundo.
Nuestros antepasados dieron por cierto que el planeta que habitamos era el centro del Universo. Esta versión se debió a Claudio Tolomeo quien, en el segundo siglo después de Cristo la expuso, influido por el astrónomo Hiparco de Nicea (II siglo a.C.), en su monumental obra “Almagesto”.
Esta creencia se mantuvo hasta que el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) revolucionó la astronomía con su libro “De revolutionibus orbium coelestium”, aparecido tras su fallecimiento. En él afirmaba que la Tierra no es sino uno de los varios planetas del sistema solar que giran alrededor del Sol. Esta teoría fue confirmada por Galileo Galilei (1564-1642) al demostrar con el uso del telescopio lo avanzado por Copérnico, expuesto en su libro “Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo”, publicado en 1632.
Desbaratada la teoría geocéntrica tolemaica, solo faltaba que el ojo crítico de la ciencia desmontara el supuesto origen divino de nuestros primeros padres y de la creación de las luminarias celestes como objetos para nuestro solaz nocturno.
Esta tarea corrió a cargo del británico Charles Darwin (1809-1882) quien, en “El origen de las especies” editado en 1859, estableció la teoría, no desmentida hasta la fecha, de que las diferencias que nos distinguen de otros animales son fruto de la evolución natural que comenzó con la aparición de la primera célula, tal vez hace unos 3.000 millones de años.
Alrededor de medio siglo más tarde, fue el siquiatra vienés Sigmund Freud (1856-1939) quien, en varias de sus obras, y especialmente en “La interpretación de los sueños” (1899) y “Tótem y tabú” (1913) puso de manifiesto la influencia del subconsciente en nuestro comportamiento, socavando así la fe en el libre albedrío.
Por último la secuenciación del genoma humano, llevada a cabo simultáneamente en 2000 por el Instituto Nacional de la Salud norteamericano (NIH por sus siglas en inglés) y el investigador y empresario Craig Venter, desveló el parentesco genético con nuestro pariente más cercano, el chimpancé, cuyo genoma es idéntico al nuestro en un 98,5%. Gracias a la igualdad de funciones de los genes de otras especies con los nuestros podemos hacer experimentos de laboratorio de utilidad médica con la mosca del vinagre, monos y ratones.
El próximo paso puede venir del conocimiento de las funciones cerebrales que reducirá aun más nuestra autoestima al acabar con la dicotomía platónica de cuerpo y alma, probando que el deterioro de una facultad mental va acompañado o precedido de lesiones neurológicas, poniendo fuera de juego las leyendas de endemoniados como origen de patologías mentales.
Si la Tierra no es más que una infinitésima parte del Cosmos, y nosotros una minúscula partícula de la naturaleza, una nonada, está claro que no hay razón en que fundamentar nuestras ansias de preeminencia, que somos seres contingentes, fruto del azar, y que nuestra conservación como especie está sujeta a los mismos avatares que cualquier otra añadida a la tendencia a la autodestrucción. Vivimos de falacias que halagan nuestro ego, pero la realidad se impone y adquieren sentido estos versos: La calavera de un burro / miraba el doctor Pandolfo / y enternecido, exclamaba: / “¡Válgame Dios, lo que somos!”.

lunes, 30 de agosto de 2010

Los errores se pagan

Desde que los latinos acuñaron el adagio “errare humanum est”, se admite que es propio de los humanos equivocarse. Quien más quien menos, todos cometemos errores , y por ello se acepta que rectificar es de sabios. Ocurre, sin embargo que, pasado cierto plazo, la corrección es imposible o pierde toda virtualidad. A este género pertenecen la adicción permanente al dinero o el apego excesivo al poder.
Me resulta incomprensible, y más aun a medida que acumulo cumpleaños, la actitud ante la vida de quienes, habiendo recorrido ya gran parte de su peregrinación terrenal, sufren invencible apego a la riqueza o al mando que, si nunca son defendibles, pierden todo sentido cuando se ha alcanzado una edad en que la vejez asoma su sombra y la cita con la muerte aparece en el horizonte tan insoslayable como próximo.
Es sorprendente y triste a la vez que personas de gran notoriedad, en el umbral de la jubilación muestren una avidez insaciable de dinero sin importarles conseguirlo al precio de claudicaciones y a cambio de despreciar, ofender, humillar, explotar y engañar a los demás. Lo mismo que en similar edad, se aferran a los cargos políticos o empresariales, cual si el mundo no pudiera prescindir de su dedicación. En no pocas ocasiones, ambas pasiones caminan juntas porque se autoalimentan.
Resulta patética la ceguera de quienes, en la pendiente de su declive vital se obsesionan con el afán de acumular riqueza y poder cual si tuvieran asegurada una larga vida por delante que disfrutar, cuando en realidad se acercan con paso acelerado a la fecha de su caducidad y la Parca les pisa los talones.
Cuando el plazo fatal está a punto de cumplirse quizás se den cuenta, demasiado tarde, del errado camino que han seguido y que ya no tiene vuelta atrás porque los errores se pagan, si bien ocurre a veces que unos cometen los yerros y otros pagan las consecuencias.
¿De qué les habrá servido a unos acumular una fortuna y a otros aferrarse en edad provecta a puestos de mando o de relumbrón? Los primeros habrán caído en la trampa de ser los más ricos del cementerio y tal vez dar pie a que sus herederos disputen entre sí por el reparto; y los segundos habrán creado resquemores y frustraciones a delfines en potencia que aspiraban a sucederles y acaso el odio de quienes sufrieron los efectos de sus decisiones, porque jamás el que manda podrá hacerlo a gusto de todos ni evitar lesionar planes y proyectos ajenos.
Ello no significa ciertamente, que merezca censura el deseo de mantenerse activos en todo momento, abrir la mente al futuro y sentir curiosidad por cuanto acontece a su alrededor, pero cuando, por razones de edad las facultades declinan, lo prudente, lo que identifica la sabiduría propia de la ancianidad es ceder el testigo, desprenderse de responsabilidades en favor de quienes puedan aportar nueva sabia y nuevas ideas acorde con los cambios que experimenta la sociedad, gozar así del merecido descanso y ofrecer su consejo sobre materias en las que su autoridad moral no se discute que a tanto equivale distinguir lo importante de lo que no lo es y advertir a tiempo que acertar en lo más no importa si se yerra en lo principal como nos advirtiera Calderón de la Barca.
Y si de dinero se trata, cuando a los hijos se les ha dado preparación adecuadas para transitar por camino propio, que es la mejor herencia que podemos dejar, es justo que ellos aporten su esfuerzo para abrirse paso en el mundo, puesto que, más pronto o más tarde tendrán que sacarse solos las castañas del fuego.
Lástima que, por lo general estas razones elementales sean comprendidas cuando ya no puedan dar frutos y los que nos sucedan no podrán beneficiarse de ellas porque la experiencia, como el talento, no se transmiten por herencia.

lunes, 23 de agosto de 2010

La búsqueda de la felicidad

La primera obligación del ser humano es ser feliz. La segunda debería ser hacer felices a los demás. Ambas son parte de un todo, de tal forma que las dos se complementan recíprocamente. A la vista del empeño que ponemos en ser felices y del escaso éxito que conseguimos, uno no puede por menos de preguntarse qué es lo que hacemos mal para fracasar una y otra vez en el intento. ¿Equivocamos los medios que ponemos a contribución? ¿Seguimos un camino errado para alcanzar la meta? Lo cierto es que la felicidad se presenta como un bien esquivo, tanto que desaparece tan pronto como creemos tenerlo al alcance de la mano.
Quizás la solución del problema esté en saber lo que en realidad perseguimos. Si preguntásemos qué es la felicidad recibiríamos respuestas muy diversas y la mayoría de los opinantes no sabría como definirla. De ahí que las recetas al uso sean muy variadas y todas parciales. Para Freud consistía en amar y trabajar. A juicio de Camilo José Cela, todo se reduce a vivir tranquilo, sin culpas ni remordimientos. Ello no obsta para que cada quien tenga su concepto de ella y busque darle caza a su manera.
La noción más aceptada es que se trata de una especie de éxtasis de poca duración en el que uno deja de vivir en el pasado y en el futuro, ajeno a recuerdos y proyectos y casi sin sentir la realidad ni el paso del tiempo. Son momentos mágicos que hay que vivir intensamente y recordarlos después, que es como vivirlos de nuevo. En ellos se supone que el dichoso goza de buena salud, dispone de lo que desea y ha descubierto que la vida tiene sentido; por lo demás es absurdo que alguien diga que es feliz; todo lo más podrá decir que aquí y ahora respira satisfacción sin explicarse el porqué, una sensación que no sabe como retener.
Si bien la felicidad es un sentimiento personal, no puede realizarse si no es en un contexto social favorable, presidido por la justicia, la seguridad, y la libertad. Por tanto, si estas condiciones no se dieran, la satisfacción sería incompleta y manifestarlo parecería un acto de puro egoísmo. Es muy difícil por no decir imposible sentirse feliz en un mundo tan lleno de injusticia, dolor y miseria.
Ocurre que la felicidad es un manjar tan exquisito que pugnan por devorarlo un sinfín de predadores que llevan los nombres de odio, envidia, resentimiento, aburrimiento, dolor físico, tristeza, remordimientos, miseria, enfermedad, egoísmo, avaricia, temor, codicia, desamor, soledad, pesimismo, pérdida de autoestima y hasta la angustia que produce lo efímero de nuestra existencia.
Combatir a tantos enemigos da idea de cuan arduo es obtener la victoria, sobre todos. Conformémonos con eliminar en lo posible los factores negativos y mantener la esperanza de que la felicidad nos espera a la vuelta de la esquina aunque llegados allí se encuentre una nota que dice así: “Sigue buscándola”.

domingo, 15 de agosto de 2010

Cómo reducir la pobreza

No es defendible por razones prácticas la utópica igualdad en la posesión de bienes, que depende de muchos factores, pero sí la lacerante diferencia que existe entre los ricos Epulones y los Lázaros humildes, entre las clases opulentas y la de los desheredados.
Para que el objetivo sea alcanzable es preciso aumentar significativamente los ingresos de los más necesitados y la mejor forma de conseguirlo es ofrecer un puesto de trabajo a quienes lo buscan estando en edad laboral (de 16 a 64 años). Esto equivale a lograr el pleno empleo, algo difícil de conseguir en nuestro sistema socioeconómico en tiempos normales y mucho más en épocas de crisis, pero aun en esta situación es exigible que la política económica suavice en lo posible el impacto del paro en las economías familiares más vulnerables.
Independientemente de la magnitud del desempleo, los gobiernos tienen la obligación de implementar políticas que favorezcan a los trabajadores más perjudicados y promover la creación de puestos de trabajo y la inserción social. Solamente así, con la suficiente dosis de solidaridad se puede propiciar la movilidad social, de forma que los peor dotados puedan ascender en la escala social, como es propio de una sociedad abierta y cohesionada.
En este contexto es justo y equitativo que el Estado garantice una auténtica igualdad de oportunidades y facilite la libre elección de los ciudadanos a escoger las vías que prefieran para labrar su futuro con arreglo a sus deseos y aptitudes.
Ello implica profundizar en políticas de protección social que incluyen la expansión y mejora de la enseñanza pública y la formación profesional, incrementar la concesión de becas de cuantía suficiente, elevar el nivel de la sanidad pública y la justicia, así como mejorar el subsidio de paro de forma que nadie quede totalmente desamparado frente a la adversidad.
Es preciso renunciar a las políticas neoliberales que aumentan las desigualdades, y polarizan las clases sociales. Sus defensores objetan que la protección social representa un obstáculo para el crecimiento económico, a pesar de que la evidencia empírica niega validez a tales premisas. Los ataques contra el Estado del bienestar provienen de los sectores mejor instalados en la sociedad, tomando como pretexto la sacralización de las leyes del mercado a las que se atribuyen falsamente la capacidad de corregir sus propios excesos.
Obviamente, el cumplimiento de los objetivos expuestos presupone la disponibilidad de los recursos económicos a disposición del Tesoro público, los cuales provienen de la recaudación de impuestos.
Ello implica la necesidad de reformar el actual sistema tributario de forma que permita la financiación del gasto social. Esto a su vez exige que el sistema promueva la redistribución de la renta y cumpla los requisitos establecidos en la Constitución. Así, el artículo 31, determina que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá carácter confiscatorio”.
Que los españoles paguemos más impuestos con la debida progresividad no es mucho pedir si se repara en que la presión fiscal en 2007 en Dinamarca fue del 48,9% del PIB y en España fue el 37,2%. Claro que en México fue el 20,5%. Estos datos explican el nivel de vida de daneses y aztecas.
Muestra de la calculada ambigüedad con que fue redactada la Carta Magna es el empleo de términos ambiguos tan susceptibles de interesadas interpretaciones como difíciles de precisar en la práctica. Tal ocurre con los adjetivos “justo” y “confiscatorio”, a la vez que se pasa en silencio sobre la propiedad redistribuidora de los impuestos directos.
Hasta ahora, los requisitos de que se ha hecho mención distan mucho de cumplirse en la realidad, y la equidad brilla por su ausencia. A este respecto vale la pena traer a colación el informe de los técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha) hecho público el 11 de agosto, según el cual, los asalariados y pensionistas gallegos declararon en 2008 unos rendimientos netos de 16.573 euros (+5,5%) en tanto que los autónomos mostraron ante el Fisco 8.871 euros (-8,6%) pese a que la economía había crecido en dicho año el 3,4%, y no es presumible que los datos de la comunidad autónoma gallega difieran significativamente de los del resto del país. Si se tiene en cuenta que del segundo colectivo forman parte entre otros, los profesiones liberales (ingenieros, médicos, arquitectos, abogados, farmacéuticos, notarios y registradores) es fácil intuir donde se ubican las bolsas de fraude, que se cifran en 23.000 millones de euros, y donde las nóminas actúan de control estricto de los ingresos ante Hacienda.
Esta situación es bien conocida por la Administración sin que por ello arbitre fórmulas correctoras de la flagrante desigualdad de tratamiento fiscal. Como además, a la hora de subir los impuestos se apuesta por los indirectos que gravan el consumo, los más perjudicados son, proporcionalmente, quienes obtienen menos ingresos.

viernes, 18 de junio de 2010

Déficit y paro

Cuando se habla de las crisis económicas, su más dramático y visible exponente lo constituye la legión de trabajadores que pierden su empleo. A tal punto llega en España esta patología en estos momentos que el paro afecta a más del 20% de la población activa, lo que significa que dos de cada diez personas en condiciones de trabajar no lo pueden hacer y engrosan las listas del INEM. Esta situación supone en primer lugar un drama intolerable para millones de familias que se ven privadas de ingresos, y también un derroche de recursos humanos que quedan improductivos y ociosos.
Al coincidir en el tiempo la desocupación forzosa con el déficit presupuestario, es más difícil combatir ambos desequilibrios macroeconómicos a la vez, porque sus efectos se potencian recíprocamente. En efecto, a más paro, menos consumo, lo que repercute en la actividad económica, y cuanto mayores sean las prestaciones por el desempleo más se agravará el déficit. Nos movemos en un círculo vicioso.
Reducir el déficit y crear empleo semejan dos objetivos incompatibles, y sin embargo es un desafío que debe afrontar la política económica. Es preciso que la economía nacional sea más competitiva, de forma que exportemos más e importemos menos a fin de que podamos pagar lo que necesitamos con la venta de lo que producimos.
A mi juicio, después de cubrir las aportaciones del subsidio de desempleo, que es prioritario, es preciso atacar el déficit porque así se reducirá la transferencia de renta del sector público al privado integrado en gran parte por inversores particulares e institucionales extranjeros. Para ello, el Gobierno tiene dos vías a seguir, no exclusivas sino complementarias: incrementar los ingresos públicos y recortar los gastos improductivos. En el primer caso puede elevar los impuestos, y para que la carga impositiva sea equitativa incidirá en las rentas más altas que además no repercutirán negativamente en el consumo. Otras medidas con el mismo objeto serían intensificar la lucha contra el fraude y la economía sumergida, gravar más los artículos de lujo, restablecer los impuestos de Patrimonio y Sucesiones eliminados indebidamente y aumentar el impuesto sobre las SICAV, actualmente favorecidas por un gravamen irrisorio.
En el capítulo de gastos improductivos la panoplia de medidas es muy amplia y sin ánimo exhaustivo citaré las siguientes: supresión de subvenciones injustificadas, disminución de la publicidad institucional, austeridad en el uso de vehículos oficiales, supresión de asesores sin justificación (para algo están los funcionarios técnicos), drástica reducción de organismos autónomos innecesarios, reducción de horarios de las televisiones públicas, restricción de viajes oficiales, racionalización de los sueldos con arreglo a criterios objetivos homogéneos y supresión de la facultad de algunos organismos para establecer sus propias retribuciones, v. gr. TVE y Banco de España
Dichas reformas, junto con la abolición del cheque bebé y del regalo de 400 euros a contribuyentes del IRPF cuya razón de ser nadie entendió en su día, deberían ser suficientes para reconducir el déficit a las cifras previstas, en cuyo caso no habría sido necesario recurrir a las medidas a todas luces injustas, inequitativas y regresivas como la rebaja de sueldos de los funcionarios públicos, la congelación de las pensiones, las aportaciones a las personas dependientes, la ayuda a los países en desarrollo y el tijeretazo a las inversiones que ponen en peligro el crecimiento y los puestos de trabajo, acordadas por el Ejecutivo.
Como suele argüirse que las crisis ofrecen oportunidades para corregir fallos y disfunciones, si de verdad el Gobierno desea aprovecharlas, sería bueno que comenzase
a pensar en introducir una serie de reformas encaminadas a eliminar obstáculos al progreso y modernizar el país que, por mi parte, cometeré la osadía de señalar algunas en otra ocasión.

martes, 8 de junio de 2010

Productividad y empleo

Cuenta la mitología griega que el titán Prometeo robó el fuego a los dioses olímpicos para entregárselo a los hombres y que por ello, Zeus, enojado, condenó a los humanos a ser mortales y encadenó a Prometeo a una roca en el Cáucaso donde un buitre le devoraba el hígado cada día, que le crecía durante la noche, hasta que Hércules le libró del tormento por orden del mismo Zeus, arrepentido de su crueldad.
Puede interpretarse el mito como la paráfrasis del destino de los humanos condenados a que todo adelanto o mejora tenga su lado negativo, de forma que nunca pueda considerarse exento de peligros. Así vemos, por ejemplo, como los medicamentos tienen contraindicaciones o efectos secundarios, o la rapidez con que podemos desplazarnos gracias al automóvil lo pagamos con el doloroso tributo de los accidentes de tráfico.
Algo similar ocurre en el mundo laboral. Desde siempre, el ser humano se ha esforzado por aliviar la penosidad del trabajo desviándolo hacia los animales primero e inventando máquinas que realizasen las tareas más repetitivas e ingratas.
Con el tiempo, las máquinas no solo cumplen este cometido sino que suplen a los trabajadores, con lo cual, con menos obreros se produce igual o mayor cantidad de bienes y servicios. Alguien ha dicho que en el futuro los aviones irán tripulados por un piloto y un perro: el piloto para observar los aparatos y el perro para morderle si los toca.
Si a la sustitución de personas por máquinas unimos la introducción de mejores métodos organizativos, la automatización y el empleo de robots, se comprenderá fácilmente que el drama del desempleo tiene difícil arreglo. El ajuste entre la oferta y la demanda de trabajo se realiza al precio de envilecer los salarios y las condiciones laborales, y aun así se formará un ejército de reserva sin ocupación retribuida.
La tendencia es general y sus efectos, demoledores. No hace mucho, el economista estadounidense Jeremy Rifkin citaba en un artículo periodístico un estudio de Alliance Capital Management, según el cual, en los siete años transcurridos entre 1997 y 2004 se perdieron 31 millones de puestos de trabajo en fábricas de las veinte economías más fuertes del mundo sin que por ello dejase de crecer el PIB. El fenómeno agrava el ritmo de destrucción de empleo cuando coincide con la crisis económica como la que ahora padecemos.
Hasta ahora la doctrina económica más solvente sostenía que las innovaciones tecnológicas provocaban un descenso de los precios, lo que a su vez se traducía en un aumento de la demanda y esta impulsaba la producción y el empleo. La realidad, sin embargo se encarga de desmontar la teoría y de ello dan fe, entre otros ejemplos, la dificultad de crear empleo a pesar del crecimiento de la producción.
Para apreciar la magnitud del proceso basta observar los drásticos recortes de plantilla que han llevado a cabo empresas industriales y de servicios como RENFE y Telefónica, por citar dos casos paradigmáticos.
Al dividir el valor de la producción por el trabajo empleado tenemos la productividad cuyo aumento es el afán de los empresarios y un signo considerado de desarrollo y pieza clave para competir en una economía globalizada, y la mayor productividad suele ir unida a más paro por el empleo de una mayor intensidad en el uso de capital. Es la cara y la cruz del progreso, el lado oscuro del avance tecnológico. Resulta sorprendente que en el caso de España convivan un bajo nivel de productividad y una elevada tasa de paro. Extraña paradoja, difícil de explicar. Compatibilizar progreso económico y pleno empleo es un problema para el cual el sistema capitalista no tiene respuesta.

lunes, 31 de mayo de 2010

Entresijos de la política

A veces la política se manifiesta en formas laberínticas que requieren un depurado análisis para captar su correcta interpretación. Un ejemplo de este tipo se vivió en el Parlamento español el pasado 27 de mayo.
El Gobierno sometía a votación la convalidación del decreto-ley anticrisis expresivo del más drástico ajuste realizado en el país desde la implantación de la democracia, ajuste soportado sobre todo por las clases medias y bajas. El proyecto se salvó “in extremis” por la mínima diferencia de un solo voto, gracias a la abstención del partido nacionalista catalán Convergencia i Unió, que ha demostrado tener más sentido de Estado que otras formaciones políticas, al comprender que su rechazo habría precipitado al país en el abismo de la intervención de la Eurozona como le ocurrió a Grecia.
Los demás partidos se han opuesto o abstenido, argumentando el carácter regresivo, precipitado, inequitativo, y por tanto, injusto de las medidas propuestas.
El busilis del asunto está en el papel representado por el PP que, como es sabido, se opuso desde el primer momento. ¿Significaba esto el deseo de que el Gobierno naufragase? Mi opinión es que no, pero le convenía disimular y aparentar lo contrario.
Le conviene más que el PSOE haga el trabajo sucio, que las disposiciones impopulares entren en vigor, que aumente el descontento, y si la reforma laboral consagra el fracaso del diálogo social, y los sindicatos convocan la huelga general, miel sobre hojuelas.
El PP, entre tanto, siguiendo el proverbio chino, se mantiene a la espera de ver pasar el cadáver de su enemigo, o lo que es lo mismo, a que el Gobierno, en plena soledad parlamentaria se hunda por sí mismo. En efecto, si el PSOE perdiera las próximas elecciones generales, no sería porque el rival le hubiera arrebatado la victoria sino por los bandazos de Rodríguez Zapatero, que afronta la crisis con políticas insolidarias y más que discutible eficacia.
La situación creada y las tardías cuanto negativas medidas arbitradas para combatirla, permiten a Rajoy erigirse en defensor de los pensionistas congelados y de los funcionarios rebajados, en una auténtica confusión de papeles y un baile de disfraces.
El sedicente partido de izquierda y progresista obligando a los más débiles a apretarse el cinturón y recortando derechos a los trabajadores, en tanto vemos al partido conservador proclamándose adalid de los pobres. Ante tales comportamientos nada tiene de extraño que los ciudadanos estén hastiados de la clase política que nos ha tocado en suerte hasta considerarla el tercer problema público en las encuestas.
Si al líder conservador le salieran las cuentas, sobre las ruinas del PSOE se encaramaría a la Moncloa y si entonces se viera forzado a endurecer aun más el proceso de ajuste, ya tendría asegurado el pretexto con la desastrosa herencia recibida.
Contra lo que pudiera parecer, creo que el PP se frota las manos con las dificultades del país sabiendo que le llevarán al poder. Otra cosa es que esa actitud se compadezca con el sentido de Estado, altura de miras o política honesta.

viernes, 28 de mayo de 2010

África, un continente sin futuro

El continente africano vive una situación caótica y dramática, sin que se vea la luz al final del túnel. Como si en él se hubieran dado cita todas las plagas, conviven el hambre, la sequía, desertización, sida, paludismo, explosión demográfica, anarquía, corrupción y guerras tribales forman un catálogo de desastres que sumen a la población en la desesperanza. Una situación que tiende a empeorar conforme pasa el tiempo, cual si una maldición convirtiera en un infierno el continente negro. Somalia, Nigeria, Liberia, Guinea Bissau, Angola, Congo, Ruanda, Burundi, Sierra Leona, Zimbabwe, Mali, Sudán, son algunos de los nombres que aparecen con frecuencia en los medios de comunicación a medida que surgen en ellos brotes de revoluciones, golpes de Estado o matanzas monstruosas, a manera de erupciones volcánicas. En realidad, apenas se puede localizar en el mapa un país con un mínimo de estabilidad política donde haya arraigado la democracia y que conduzca sus asuntos de forma razonable en normalidad.

El mundo desarrollado cierra los ojos ante este sombrío panorama y mira para otro lado como si no supiera qué hacer, como no sea expoliar sus recursos naturales y enviar armas para que los dictadores de turno se mantengan en el poder o las empleen en guerras con los vecinos.

Últimamente varios Estados africanos han trasladado sus problemas a Europa en forma de emigraciones masivas incontroladas en condiciones de gran riesgo, a la búsqueda de unas condiciones de vida que les niegan sus países de origen, lo que provoca que en los países de destino como España e Italia aparezcan serias crisis de difícil gestión.

Las medidas adoptadas hasta ahora desde el exterior han sido otros tantos fracasos. No valen por insuficientes los envíos de misioneros y ONGs ni vale la donación de alimentos en situaciones de emergencia para después olvidarse de lo que allí ocurre, lo que tiende a convertir a los africanos en permanentes pedigüeños, en lugar de remediar las deficiencias estructurales, y vale todavía menos el comercio desigual que hace competir en los mercados los productos autóctonos con los de los países industrializados, exportados con subvenciones.

La situación se complica porque los gobiernos corruptos establecidos aprendieron muy bien el principio de soberanía nacional para rechazar cualquier interferencia exterior, cuya aplicación les sirve de pretexto para seguir gobernando despóticamente sin implantar las reformas que facilitarían el progreso económico y el bienestar de la población. Para esos países la independencia significó pasar de depender de una élite extranjera a una camarilla de oligarcas nacionales que detenta el poder en permanente disputa con rivales internos.

Pero la comunidad internacional no puede arrojar la toalla, tanto por razones de justicia y solidaridad como por conveniencia propia, pues no en vano la globalización ha transformado los problemas locales en internacionales que nos afectan a todos.

Pienso que se dan las condiciones necesarias para que Naciones Unidas convoque una conferencia de las mayores potencias económicas del mundo y de los líderes africanos de la que deberia salir una réplica del famoso Plan Marshall financiado por las primeras y consensuado con los gobiernos receptores que abra horizontes de esperanza al continente cuna de la humanidad.

jueves, 29 de abril de 2010

Poderes ocultos

En contra de lo que pudiera creerse sobre el auge en nuestros días de los medios de comunicación social y de la libertad de prensa, vivimos una época en la que florecen poderes que se mueven en la sombra, con enorme capacidad para influir en nuestras vidas, condicionar las decisiones de las instancias públicas y sustraerse al imperio de la ley. Se caracterizan por su estructura jerarquizada piramidal, por la autonomía de sus órganos de gobierno, por la opacidad de su actuación y por la ausencia de legitimidad democrática y de control externo.
Entre los poderes ocultos los hay que son de naturaleza intrínsecamente perversa y se mueven en la más espesa oscuridad para eludir la acción de la justicia. Libran sus batallas en las cloacas de la sociedad de las que apenas emerge la punta del iceberg. Su “modus operando” es actuar de forma clandestina o con apariencia de legalidad por medio de testaferros y su arma predilecta es el dinero –poderoso caballero, como lo definió Quevedo- que moviliza a unos y paraliza a otros. No descartan, sin embargo, el empleo de procedimientos contundentes para conseguir sus fines, como la violencia, la coacción y el chantaje.
Las organizaciones que mejor responden a estas connotaciones son las mafias que tienen por fin único o preferente el narcotráfico, la trata de blancas, el juego ilegal, el contrabando y el traslado clandestino de emigrantes. Encajan también los movimientos terroristas en los que el asesinato, la extorsión o el secuestro son sus tarjetas de presentación.
Un segundo grupo englobaría aquellas asociaciones privadas reconocidas que no persiguen fines ilícitos, siquiera nominalmente, pero que no actúan a cara descubierta, bajo sociedades interpuestas que ocultan el nombre de la asociación a la que pertenecen, la cual, a su vez, debe obediencia a otra entidad supranacional. Es el caso de las logias masónicas, la Trilateral, las sectas seudorreligiosas y grupos afines. En algunos de ellos destaca su actuación como grupos de presión en favor de sus intereses.
Curiosamente, algunos poderes ocultos existen por obra y gracia del Estado, como los servicios secretos, destinados a espiar a los propios ciudadanos y a los extranjeros que operan en el filo de la ley, cuando no totalmente al margen, tanto dentro del territorio nacional como en el exterior. Son los organismos oficiales que encarnan la razón de Estado, es decir, la cara sin rostro del Estado de Derecho. Aunque sin dependencia directa oficial pero estrechamente vinculadas a las autoridades o a departamentos ministeriales, tenemos las sociedades dedicadas al tráfico de armas, amparadas en el secreto pero con cobertura legal y con frecuencia ligadas a los servicios de espionaje.
Un nuevo poder oculto, no institucionalizado ni controlado externamente ha surgido en los últimos tiempos. Se trata de los especuladores internacionales que, favorecidos por la instantaneidad de las comunicaciones y la libertad de movimientos de los capitales, desplazan enormes sumas de una plaza a otra, llevan la inestabilidad a los mercados financieros, alteran las paridades monetarias y ponen en peligro la política económica de los gobiernos, y en definitiva, el desarrollo económico y la paz social. Lo ocurrido recientemente con la especulación de los mercados contra Grecia es un ejemplo convincente del peligro que la excesiva libertad entraña para la estabilidad económica de los Estados.
Con características peculiares cabe incluir en el conjunto de los poderes ocultos los medios de comunicación, el cuarto poder del Estado. Constituyen un poder esencial en las democracias que sin embargo, en el ejercicio mal entendido de la libertad de expresión puede resultar funesto cuando se pone al servicio de intereses particulares, a veces inconfesables. El oligopolio que ejerce en Italia Berlusconi ilustra lo que supone este peligro para la salud pública y la auténtica democracia. La delicada responsabilidad de los gobiernos es velar por la independencia, la veracidad e imparcialidad de la función informativa y orientadora de la opinión. Cuando esto no ocurre debería intervenir el Estado sin que ello suponga incurrir en la censura ni el abuso de poder, ya que sería peor el remedio que la enfermedad.
Si todo poder oculto, por su propia naturaleza, entraña un riesgo de inseguridad para la ciudadanía, la amenaza adquiere mayores proporciones cuando se formalizan alianzas entre ellos o cuando se infiltran en las instancias del poder legalmente constituido. Es el caso de la financiación de las campañas electorales en favor de determinados candidatos supuestamente vinculados a intereses ocultos como puede ser el narcotráfico.
Si bien las autoridades combaten como pueden el crimen organizado y las entidades que conforman el primer grupo sin que logren erradicarlas, en los demás casos es indispensable exigir transparencia de sus fines, actividades y financiación.
La regulación de los mercados tiene que ser más estricta, recortando el campo de maniobra especulativa. En este terreno, carece de toda justificación la existencia de los paraísos fiscales por donde canalizan sus fondos las organizaciones delictivas y otras que, siendo legales, son moralmente recusables.

miércoles, 14 de abril de 2010

Quién paga la crisis

Una de las cuestiones asociadas a la crisis es el debate sobre quien debería pagar la crisis y quien la paga efectivamente. En sentido estricto, todos sentiremos las consecuencias a causa de la enorme deuda contraída, que habrá que saldar con impuestos durante varios años con el inconveniente añadido de que el dinero se gastó principalmente en aliviar las penalidades del paro masivo y en facilitar estímulos al consumo, y no para promover inversiones productivas que habrían favorecido la recuperación de la actividad económica y dotarían al país de mejores infraestructuras. No sufrirán, sin embargo, los efectos de la crisis los que contribuyeron a provocarla tales como altos ejecutivos de bancos y grandes empresas los cuales han percibido cantidades astronómicas, sobre todo en Estados Unidos, en forma de salario fijo, bonos, opciones, fondos de pensiones y blindajes en caso de despido, pese al grado de responsabilidad contraída que, con sus manejos llevaron en algunos casos a la ruina de sus empresas. En España tenemos ejemplos por demás elocuentes como lo cobrado por los distintos conceptos en 2008 por el consejero delegado de Iberdrola que ascendió a 16 millones de euros, tanto como lo que cobrarían 2.200 trabajadores durante un año con salario mínimo. Una injusticia social. Un escándalo obsceno.

Tampoco pagarán muchos promotores inmobiliarios que acumularon descomunales beneficios, a veces gracias a inconfesables “pelotazos” urbanísticos compartidos con corporaciones corruptas, ni notarios y registradores que obtuvieron exorbitantes ingresos en tiempo de vacas gordas en virtud de su estatus monopolístico.
Sin duda el inmerecido castigo recaerá sobre los asalariados, comenzando por los acogidos al régimen de contratación temporal y los inmigrantes al perder sus empleos sin indemnización por despido. Su número rebasa los cuatro millones, una cifra que es el más grave exponente de la recesión. Otros “paganos” son los autónomos que, por la disminución de sus clientes se ven forzados al cierre de sus establecimientos. Y finalmente, quienes se ven desahuciados de sus viviendas por no poder abonar las cuotas de las hipotecas.

Como es habitual, la cadena se rompe por el eslabón más débil. ¿Tiene que ser siempre así? La respuesta es afirmativa en tanto no se cambie la organización de la sociedad y sus leyes. Aquí viene a cuento la cita de Marx y Engels en su libro “La sagrada familia”: Si el hombre es formado por las circunstancias, resulta necesario formar las circunstancias humanamente.

lunes, 5 de abril de 2010

Paliativos de la crisis

El inicio de la recesión que padecemos desde hace más de dos años cogió desprevenidas a las autoridades monetarias, a los políticos, que durante varios meses se obstinaron en negar su existencia, e incluso a los mejores y peores expertos.
Dada la imprevisión, la negación y la ignorancia, no es de extrañar que sus efectos se propagasen con tanta rapidez y alcanzasen la profundidad que conocemos. La demora del diagnóstico explica que la terapia aplicada fuese tardía y que las medidas adoptadas hasta ahora, un tanto inconexas, hayan tenido escasa eficacia. Sí sirvieron para que los causantes salvaran su pellejo con inyecciones de capital público que pagamos todos.
En lo que suele haber general asentimiento es en que las circunstancias imponen un menor gasto público y un refuerzo de los ingresos presupuestarios. Lo primero exige reducir partidas que no se consideren imprescindibles, y lo segundo obliga a una elevación de los impuestos. Desechados los recortes sociales entre los que se incluyen las cuantiosas prestaciones por desempleo por la contestación que suscitarían, tampoco es aconsejable suspender la ejecución de obras públicas porque implicaría un aumento del paro, de por sí situado en niveles dramáticos. El margen de maniobra no es muy amplio pero si se quiere evitar el impacto en las rentas más bajas y buscando al mismo tiempo la ejemplaridad, las medidas de ahorro podrían congelar e incluso rebajar porcentualmente los sueldos más altos de los políticos y funcionarios públicos, la supresión de determinados organismos redundantes, evitar en lo posible la publicidad institucional, restringir el uso de vehículos oficiales, y limitar los viajes de funcionarios y diputados. En resumen reducir los gastos corrientes y adelgazar las Administraciones.
El aumento de los impuestos siempre es mal recibido por los contribuyentes que pueden traducir su enfado en negarle el voto al partido gobernante en favor de los que se opongan aun cuando esta actitud carezca de razones de peso, ya que sin ingresos públicos suficientes, el Estado del bienestar dejaría de cumplir su función.
El buen sentido aconseja que la nueva fiscalidad repercuta lo menos posible en la disminución del consumo y en el aumento del IPC. Por esta y otras razones de equidad, el aumento tributario debería recaer sobre los impuestos directos, y en concreto, sobre los ingresos personales en sus tramos más altos. Pero el Gobierno encontró más fácil y con menos resistencia recargar el IVA, pasándoles la factura a los consumidores en general sin distinción del poder adquisitivo de cada uno.
Tal medida agrava la regresividad del sistema tributario y su inequidad, como pone de relieve el hecho de que siendo la participación de los salarios inferior al 50% de la renta nacional, soportan el 80% del IRPF. Esta desigualdad se acentúa desde que el gobierno socialista, que se proclama progresista y de izquierda, copiando la medida del gobierno del Partido Popular, suprimió el impuesto sobre el patrimonio y rebajó la tarifa máxima del impuesto sobre la renta del 48% al 45%.
La crisis que padecemos se caracteriza por una drástica sequía del crédito bancario que contrae la actividad económica, acrecienta el paro, disminuye el consumo y eleva la morosidad, cerrándose así el círculo vicioso que estrangula la capacidad del sistema financiero para engrasar la maquinaria económica con la necesaria fluidez crediticia.
Sería preciso implantar medidas que inviertan el proceso, o sea, que las entidades financieras volvieran a abrir la mano del crédito. Pienso que este objetivo podría lograrse si los préstamos hipotecarios se pusieran al corriente de sus vencimientos. A tal efecto, el Estado cubriría los pagos correspondientes a dos anualidades, subrogándose en la deuda de los titulares. Se evitarían así los desahucios por falta de pago, se estimularía el consumo y los bancos y cajas dispondrían de fondos para atender la demanda de los empresarios a la vez que disminuirían la obligación de dotar provisiones por fallidos. Es decir, entraríamos en un círculo virtuoso en el que dejarían de influir los factores que alimentan la recesión.

sábado, 27 de marzo de 2010

Los desastres de la naturaleza

La frecuencia y gravedad de las catástrofes naturales que se han sucedido en los últimos tiempos –recordemos como más recientes los terremotos de Haiti y Chile- avalan la hipótesis de que, por muy diversas razones, la peligrosidad del planeta va en aumento. Seísmos, inundaciones, sequías prolongadas, ciclones, tornados y corrimientos de tierras son algunas de tantas manifestaciones de la inestabilidad telúrica, a la vez que no son ajenas a la actividad del hombre. A consecuencia de tales cataclismos, cada año perecen miles de vidas humanas y se ocasionan daños materiales por valor incalculable que sumen en la desesperación y la ruina a millones de supervivientes en las zonas afectadas.
Característica común de todos estos fenómenos es su mayor incidencia en los países menos desarrollados, que si bien obedecen a una falta de preparación para afrontarlos, pareciera que la madre naturaleza, ejerciendo de madrastra, se complace en ensañarse con los más débiles para agrandar sus desdichas.
Paradójicamente, son las economías más industrializadas las que más contribuyen al cambio climático y al desencadenamiento de las calamidades medioambientales con la emisión de gases de efecto invernadero, la deforestación de los bosques y la explotación exhaustiva de los recursos naturales no renovables.
A pesar de los avances científicos y técnicos, todavía no sabemos como domeñar las manifestaciones extremas de los elementos pero, así como la medicina se conforma con aliviar el dolor cuando no puede curar las enfermedades que lo producen, razones de justicia y responsabilidad deberían ser motivos suficientes para acceder con premura a los lugares devastados en auxilio de las poblaciones castigadas, asumiendo la comunidad mundial el coste de la reparación de los daños ocasionados.
Sugiero que la fórmula aplicable podría ser la de un seguro de riesgos catastróficos, gestionado por una agencia especializada de Naciones Unidas y financiada por un determinado porcentaje del producto interior bruto (PIB) de todas las naciones, lo que permitiría que el coste recayese mayoritariamente sobre los países más ricos, como es justo y equitativo.
Con un sistema asegurador de esta naturaleza sería posible contar con equipos de salvamento especializados y primeros auxilios y disponer de una red de depósitos estratégicamente situados en zonas seleccionadas con los que socorrer sin demora a los damnificados y tomar las medidas adecuadas para reducir al mínimo el número de víctimas y la gravedad de los siniestros, adoptando seguidamente las oportunas medidas para reparar las infraestructuras dañadas. Tendríamos así una especie de ejército internacional de paz que actuaría a modo de compensación de los graves perjuicios que comporta la globalización de la economía a las regiones más pobres por su incapacidad para defenderse de la explotación abusiva de las multinacionales y de los bajos precios que les pagan por sus materias primas y alimentos naturales.

viernes, 12 de marzo de 2010

Autores y víctimas de la crisis

Dos años después del estallido de la crisis financiera, ya es posible adelantar algunas lecciones que se desprenden de lo ocurrido y hacer con respecto a España un reparto de responsabilidades.
Responsables. Tal vez se pueda afirmar sin temor a equivocarse que son muchos los implicados con distinto grado de participación. Es inevitable citar a los banqueros como principales agentes causantes, pero también jugaron su papel el Gobierno, el Banco de España y los ciudadanos de a pie. Y entre todos la mataron y ella sola se murió.
Los banqueros, devorados por la codicia, alimentaron la burbuja inmobiliaria dando dinero a cambio de hipotecas con criterios tan heterodoxos que no solo valoraban los inmuebles ofrecidos en garantía con holgura sino que prestaban por encima del valor de tasación. La cuestión era ampliar el volumen de negocio en aras de aumentar el beneficio, aunque para ello tuvieran que endeudarse a corto o medio plazo en los mercados internacionales para suplir la insuficiencia del ahorro nacional.
Gracias a tales prácticas, los promotores inmobiliarios pudieron financiar la construcción de viviendas en exceso, con tal euforia que en 2007 se edificaron más pisos que en Alemania y Francia conjuntamente. Todo basado en la falsa creencia de que los inmuebles eran activos seguros por excelencia, sin posibilidad de que pudieran descender los precios de mercado.
Entre tanto, el Gobierno miraba para otra parte complacido de que el PIB crecía, el paro menguaba, los impuestos aumentaban y todos vivíamos en una burbuja de prosperidad artificial, sin reparar en los desequilibrios macroeconómicos provocados por un crecimiento asentado sobre bases frágiles. Durante meses se empeñó en negar la existencia de la crisis cuando ya eran evidentes sus efectos, y el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, a la pregunta de si había crisis o no, respondió en junio de 2008: “Como todo, es opinable y depende de lo que se entienda por crisis. La economía creció el año pasado un 3,5% y este año va a crecer en torno al 2%” El aumento real del PIB fue del 0,9%, inferior a la mitad de lo previsto. Con tan desacertado diagnóstico no es de extrañar que se reaccionase tarde y con medidas inconexas, ajenas a un plan coordinado anticrisis y por tanto de escasos o nulos efectos.
La misma política del gobierno y el sistema financiero de no advertir y corregir a tiempo los desfases del ciclo fue seguida o inspirada por los bancos centrales y los organismos internacionales (Fondo Monetario Internacional, Reserva nacional norteamericana, Banco Central Europeo y Banco Mundial) que hicieron dejación de sus facultades de aviso, control e inspección que tienen encomendadas.
Tampoco están exentas de responsabilidad las familias, que se endeudaron más allá de todo límite razonable como si la bonanza económica no tuviese fin y, naturalmente, de aquellos polvos vinieron estos lodos. Es decir, al endeudamiento incontenible sucedió la morosidad bancaria y la insolvencia de los particulares y de las empresas.

Hemos visto que quienes provocaron la crisis, entre los cuales ocupan un lugar destacado los grandes bancos y sus principales ejecutivos que pusieron en peligro la propia existencia de las respectivas entidades con su gestión inepta y temeraria, salieron indemnes del desastre. Ninguno dio con sus huesos en la cárcel ni sufrieron sanción alguna. Al contrario, siguieron cobrando sus ingresos de fábula. Un caso paradigmático fue el de la Caja de Castilla-La Mancha que hubo de ser intervenida por el Banco de España para evitar su quiebra en tanto que sus gestores quedaban sin sanción alguna.
El Gobierno, con el dinero de todos, aportó cantidades ingentes de recursos a los bancos para prevenir la quiebra inminente del sistema financiero. Un ejemplo ilustrativo del trato injusto fue el que protagonizó el presidente del Banco de Bilbao Vizcaya, Francisco González, que, entre salario, retribución variable y fondo de pensiones se embolsó en 2008 la cantidad de 9.000.000 de euros por más que su banco viese recortados sus beneficios y el dividendo.
También se favorecieron de las circunstancias algunos promotores inmobiliarios que acumularon enormes ganancias en los años de vacas gordas, gracias en ocasiones a escandalosos “pelotazos” urbanísticos, compartidos con corporaciones municipales corruptas. Otros que también hicieron su agosto por el “boom” inmobiliario fueron los notarios, registradores y arquitectos merced al privilegiado “status” monopolístico de sus profesiones.
Se puede decir que con excepción de las personas antes citadas que salieron airosas del desastre, toda la población en mayor o menor medida se vio perjudicada. Se podría afirmar que nunca tan pocos arruinaron a tantos. Tomando la terminología del economista italiano Cipolla, los primeros serían clasificados como “estúpidos bandidos” (los estúpidos que hacen daño a los demás en beneficio propio).
Entre los perdedores son dignos de mención, en primer lugar, los millones de parados que, al perder su empleo, quedaron sin su única fuente de ingresos y de repente se vieron sumidos en la pobreza.
Otros perjudicados fueron los accionistas que vieron como sus inversiones mobiliarias se volatilizaron, aunque más tarde se recuperaron en parte. En general, toda la población sufrió las consecuencias de la crisis, entre otras razones, porque de los bolsillos de de los contribuyentes salieron las sumas multimillonarias que el Gobierno facilitó a los bancos para recuperar su liquidez y solvencia, y en definitiva, para evitar el colapso del sistema crediticio y productivo.
El menor poder adquisitivo de la gente y el temor al futuro redujeron drásticamente el consumo, lo que se tradujo en la recesión, que a su vez ocasionó el cierre de miles de empresas, con el consiguiente despido de sus trabajadores.

martes, 23 de febrero de 2010

El futuro de las pensiones

La propuesta que el Gobierno envió en febrero al Pacto de Toledo ha despertado ácidas reacciones contra el propósito implícito de reformar el sistema público de pensiones que implicarían un recorte de las prestaciones.
La primera respuesta ha sido de sorpresa pues no ha pasado mucho tiempo desde que se aseguraba por los políticos que no había ningún motivo de preocupación y que, por el contrario, el fondo de reserva aumentaría año tras año. De repente, parece que al Gobierno se le cayó la venda de los ojos y descubrió asustado que estaba en peligro el futuro del sistema con la consiguiente amenaza para los derechos de los futuros jubilados. En consecuencia, era preciso retrasar la edad de jubilación de los 65 años actuales a 67 y pasar la base de cálculo de la pensión de 15 años que se toman ahora a 25.
Lo primero me parece más lógico que lo segundo, siempre que sea con carácter voluntario incentivando la prolongación en el trabajo, que su aplicación sea diferenciada en función de las profesiones y que el trabajador pueda jubilarse a cualquier edad si tiene 40 años cotizados. Es indudable que la esperanza de vida se ha incrementado notablemente y debe ser tenido en cuenta a la hora de establecer el cese de la actividad laboral. Por otro lado se facilitaría la posibilidad de completar el período mínimo de cotización, Esta medida debería ser complementada con otras dos: que la edad media de jubilación efectiva fuese de 65 años desde los 63 actuales y que las prejubilaciones se redujeran drásticamente. Y todo ello sin descuidar la eficiencia de la gestión.
Con el fin de velar por la buena salud del sistema de pensiones sería deseable que las no contributivas fuesen satisfechas con cargo al presupuesto del Estado, y lo mismo cabe decir de los complementos a mínimos.
Habrá que recordar que los ataques al régimen de pensiones públicas se vienen sucediendo desde hace más de una década por parte de quienes propugnan como alternativa la suscripción individual de planes privados que constituyen un saneado negocio de la banca y de las compañías de seguros. Con este fin los defensores de las pensiones complementarias demandan que la legislación aumente las desgravaciones fiscales que induzcan a los trabajadores con mayores ingresos a confiar la seguridad de su vejez a las entidades financieras, que la experiencia demuestra no ser invulnerables.
En el fondo de la cuestión subyace el concepto de la seguridad social como un pilar fundamental del Estado del bienestar, como fruto de un siglo de conquistas sociales conseguidas a un alto precio de luchas y sacrificios.
Frente a apriorismos ideológicos y planteamientos economicistas, no se puede olvidar que la seguridad social es un instrumento indispensable para garantizar la paz social, basada en la justicia , que es el fin último del progreso económico. No se hizo el hombre para el desarrollo, sino éste para el hombre.
Una sociedad insolidaria que se despreocupase de la estabilidad y cohesión social estaría abocada a afrontar otros problemas, comenzando por el de la propia seguridad y a soportar el lastre que para el progreso representa un sector importante de la población condenada a vivir en condiciones precarias.
Como corolario, la financiación de la seguridad social no tiene por que sostenerse exclusivamente en las cotizaciones de los asegurados sino que, en caso de déficit sería cubierto por los ingresos públicos como fórmula de redistribución personal de la renta entre todos los españoles mediante un sistema tributario que cumpla lo previsto en la Constitución, la cual, en su artículo 31 exige que sea justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad, ideal que lamentablemente, está lejos de cumplir el que está en vigor.