sábado, 24 de marzo de 2012

Turquía, un experimento político

    El debate existente en torno a que la política islámica se acomode a las reglas democráticas sigue abierto, si bien los ensayos hasta ahora realizados se saldaron con sendos fracasos.
Una visión relativamente optimista la ofrece la evolución sociopolítica de Turquía, curiosamente impulsada por el partido islamista moderado AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo) liderado por el primer ministro Recep Tayip Erdogan, con la oposición del CHP (Partido Republicano del Pueblo), laico y socialdemócrata. Un gesto de modernidad muy importante se dio el 12 de octubre de 2010 al ser aprobada la nueva Constitución que sustituye a la de 1982, redactada por una junta militar golpista.
    La nueva Carta Magna libera al régimen de la tutela militar impuesta por el fundador de la República el general Kemal Ataturk, llamado el padre de la patria, en 1923, otorga a los funcionarios el derecho de huelga, reconoce la privacidad de las informaciones personales y aumenta la protección de ciertos sectores de la población como pueden ser niños, ancianos, discapacitados, viudas y huérfanos. A pesar de todo, la nueva ley de leyes  aún está lejos de ser homologable con las europeas, y además tiene pendiente el reconocimiento de la autonomía y los derechos y libertades de los kurdos, un pueblo que suma más de doce millones de habitantes. También falta la emancipación del poder de la tutela religiosa. Por otro lado, Francia exige que el gobierno turco reconozca como verdad el genocidio cometido contra los armenios entre 1915 y 1917 cuyas víctimas se hacen ascender a 1.500.000, lo que las autoridades turcas no admiten, alegando que fueron consecuencia de luchas étnicas.
    Los derechos reconocidos encajan en la aspiración de que el país sea admitido como miembro de la UE, pero tras once años de negociaciones no se han logrado progresos significativos, sobre todo por la oposición de Francia y Alemania temerosas de que Turquía con 73 millones de habitantes islámicos pueda adquirir un papel preponderante en la toma de decisiones, con la agravante de que la demografía turca es expansiva en  tanto que la europea está en retroceso.
    Si la democracia se consolidase en Turquía sería un éxito para todos y daría pie a que otros países musulmanes siguieran el ejemplo. Sería la constatación de que es posible  la transformación de los pueblos árabes y musulmanes en democracias homologables con las occidentales y a su vez la adhesión otomana actuaría como un acicate para acelerar el proceso de cambio. No obstante, la prueba de fuego solo será superada cuando se produzca la alternancia ordenada de la oposición.
    Posiblemente estaríamos ante un error histórico si por defender los intereses particulares de los dos socios principales de la UE se cerrasen definitivamente las puertas a Turquía frustrando las expectativas de paz y entendimiento de cristianos y musulmanes cuyos creyentes suman más de 2.000 millones. Es preciso que nos concienciemos de que si no podemos  entendernos como creyentes, estamos obligados a respetarnos, y mejor, amarnos como ciudadanos libres. 

lunes, 19 de marzo de 2012

Ética privada y ética pública

    Cuando nuestros ancestros arborícolas migraron de la selva a la sabana y adoptaron  la posición bípeda, con ello no solo mejoraron su habilidad venatoria al liberar las dos extremidades superiores, sino que propiciaron el crecimiento del cerebro y consiguientemente la inteligencia. Con el desarrollo de la capacidad intelectiva fue posible prever las consecuencias de los actos propios y así establecer las primeras relaciones entre medios y fines.
    En sucesivas etapas de la evolución natural los seres humanos fueron elaborando sucesivos códigos de conducta que se interiorizaron de tal manera en la conciencia que la aceptación de sus principios se consideraron como cualidades innatas a la vez que se clasificaban los actos en buenos si se ajustaban a las necesidades biológicas y favorecían la supervivencia de la especie y por ello recibieron la sanción moral, en tanto que eran prohibidos por ley los actos malos que incumplían dichas condiciones y perjudicaban la convivencia colectiva. La vigencia de dichas normas explica el apelativo  que nos atribuimos de “Homo moralis” junto con el de “Homo sapiens”.
    Los valores éticos que corresponden a las acciones buenas y malas se basan en el principio de  “no hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti”.
    Gracias a la proclamación de mandatos morales –de los cuales debió de ser el primero “no matarás”- la convivencia en sociedad se fue haciendo progresivamente más segura y pacífica, en definitiva, más gratificante para todos.
    Aun cuando nadie discute la aplicación de los códigos éticos en las relaciones interpersonales, y el castigo regulado de los infractores,  no existe unanimidad en cuanto a la traslación del comportamiento de los Estados. Las reservas en cuanto a la  vigencia en el ámbito estatal remiten al problema nunca resuelto de la relación entre ética y política, abordado con criterios contrapuestos por Maquiavelo y Tomás Moro, y siglos después por Kant y Hegel, pero continuamos sin consenso respecto a que la moral privada deba extenderse a la acción política, amparada por postulados de la soberanía nacional y amparada por la “razón de Estado”.
    En un intento de explicar la disparidad de criterios, los tratadistas echan mano del principio enunciado por Maquiavelo, el autor de “El Príncipe”, de que, siendo el fin de la política la conservación del Estado, cualquier medio es bueno, ateniéndose a la máxima “salus rei pública suprema lex” (la salvación del Estado es la ley suprema) a pesar de que la norma es incompatible con lo que conocemos como Estado democrático de derecho.
La justificación de los Estados para situarse por encima de la ley se ampara en el vetusto tabú de la soberanía nacional que se basa en que las naciones no reconocen ninguna  autoridad superior a ellas. Frente a esta aberración jurídica se abre paso, venciendo muchos obstáculos, la tendencia a superar esta fase de primitivismo político cuyo avance más notable fue la reciente fundación del Tribunal Penal Internacional con sede en La Haya al que no se adhirieron Estados Unidos, Rusia, China e Israel  por evitar ser juzgados sus agentes y fuerzas armadas en el extranjero. Lamentablemente, los deseos de someter a derecho las conductas criminales de ciudadanos de las grandes potencias tropieza con su resistencia a admitir las normas internacionales encaminadas a perseguir el uso arbitrario de la fuerza. En este argumento fían la  impunidad de sus actos, de lo que son ejemplos la prisión de Guantánamo, la brutal represión de Chechenia o la ocupación del Tíbet.

domingo, 11 de marzo de 2012

De la condición del político

    La actividad política es, por las muchas peculiaridades que concurren en ella, una figura singular de difícil clasificación entre las múltiples profesiones a las que cada cual puede dedicar su vida.
   
    Por ser una ocupación no reglamentada como puede serlo la de funcionario municipal, no le atañen las condiciones o requisitos que son normales o necesarios en  otros quehaceres. El aspirante a un cargo público por elección no precisa acreditar ninguna clase de conocimientos, ni estar en posesión de ningún título académico. Sus dotes provienen de una especie de ciencia infusa, acreditada por su actuación anterior que cuando alcanza un grado sobresaliente le reviste de “carisma”, algo de muy difícil concreción pero que arrastra tras sí a las multitudes. El político puede alcanzar los más altos peldaños de la jerarquía, incluso siendo inválido como lo demostró el cuatro veces presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, inmovilizado en una silla de ruedas por haber sufrido un ataque de poliomielitis. Un político puede dirigir el ministerio de defensa sin haber hecho el servicio militar o recaer en una mujer que nunca vistió un uniforme. Curiosamente,  algunas constituciones exigen que los jefes de Estado profesen la religión oficial del país, identificando creencias íntimas con aptitudes de estadista.

    Otra particularidad de la clase política consiste en la suposición implícita en los electores de que la idoneidad de sus representantes no guarda relación con la edad y que su aptitud no se verá mermada  porque el candidato se encuentre  en el ocaso de su ciclo vital. Limitándonos a la magistratura del Estado, existe una edad mínima para acceder a ella que en España es de 18 años mientras que en Alemania es de 40, pero en ningún caso se contempla un tope de edad para abandonarla, lo mismo si se llegó a ella por elección, por imposición o por herencia. En ningún caso se fijan límites de senectud que obliguen  a abdicar o cierren el paso a los candidatos. Un ejemplo notable de político senil lo dio en 1989 el griego Xenofon Zelotas al aceptar presidir el gobierno pese a haber superado los 85 inviernos. No parece que la fe popular en la longevidad de los políticos se haya visto afectada por el ejemplo de Andropov y Chernenko, antecesores de Gorbachov, ambos septuagenarios que fueron investidos como jefes de Estado soviéticos y fallecieron  en menos de dos años.

    No es fácil hallar una explicación plausible a tan ingenua creencia que ampara la perpetuación en los cargos públicos, como no se comprende que, un general tenga que resignar el mando de una división o un magistrado del más alto tribunal a renunciar a dictar sentencias por alcanzar la edad de jubilación forzosa, en tanto que el presidente de una república pueda ostentar el mando supremo del ejército o juzgar lo que conviene a todo un pueblo por más años que tenga. Cabe citar entre nosotros la paradoja de que Fraga fuese licenciado de su cátedra a los 65 años y poco después fuese elegido presidente de la Xunta. por tres mandatos hasta ser derrotado en su cuarto intento.

    Para el común de los mortales el paso de los años marca su huella indeleble y cuando se entra en la madurez comienza un declive biológico que se va acentuando progresivamente y se manifiesta en una menor resistencia a la fatiga, una capacidad decreciente a la adaptación a los cambios y una disminuida   capacidad de concentración mental, amén de la pérdida de memoria. Por ello, la jubilación no obedece a un capricho administrativo, por más que el mecanismo sea susceptible de perfeccionamiento, sino a la evidencia  de que comienza la cuesta abajo. La puesta en práctica del retiro facilita el relevo generacional y permite la combinación de la experiencia y serenidad de juicio que aportan los años vividos y la experiencia, con el impulso y el entusiasmo que acompañan a la juventud, sin caer en el extremo de primar el juvenilismo ni apostar por la gerontocracia.

    Por las razones que sea, nadie retira a los políticos por muy ancianos que sean. ¿Será  que el poder hace incombustibles a quienes lo detentan, tanto desde el punto de vista político como biológico? Si tan atrevida teoría fuese confirmada empíricamente, sería cosa de apuntarse a cualquier candidatura para poder aspirar a la eterna ,juventud, tan soñada como inalcanzable. En todo caso, parece demostrado que la de político es una carrera de muy singulares características, no sobrada de racionalidad.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Occidente vs. Islamismo

    No faltan motivos para pensar que uno de los problemas del que más se hablará en este siglo, heredado del anterior, será la conflictiva convivencia del mundo musulmán con el Occidente cristiano, las dos principales religiones apostólicas, junto con sus respectivos estilos de vida, en las cuales comulgan más de mil millones de creyentes en cada una.

    La gran mayoría de los occidentales y muchos intelectuales islámicos reconocen la superioridad del sistema de gobierno del pueblo por el pueblo en que se inspira la democracia, pero es un enigma irresuelto si es compatible con los preceptos islámicos que no solamente rigen y ordenan lo espiritual, sino también la vida política, social y económica.

    De ahí la dificultad de adaptar el Islam –término que significa la sumisión a Alá-  a la democracia, la cual reconoce el pluralismo político y la separación de poderes, lo que provoca un choque  de actitudes. Hoy por hoy, los países islámicos y el Occidente cristiano constituyen dos mundos enfrentados, con episodios tan trágicos y recientes  como las guerras de Irán y Afganistán o los atentados del 11-S contra las torres gemelas de Nueva York.

    Históricamente las relaciones entre la política y la religión cristiana han evolucionado  notablemente. Hasta la aparición del Renacimiento se aceptaba que los reyes  gobernaban “por la gracia de Dios” y la religión estaba profundamente enraizada en la política. El principal embate a este estado de cosas lo representó la Revolución Francesa, seguido de la Ilustración, culminando con la efectiva separación  de poderes a principios del siglo XX. La Iglesia reconoció la legitimidad del cambio en el Concilio Vaticano II celebrado entre 1962 y 1965. En España la dictadura de Franco supuso una vuelta al pasado al proclamarse “caudillo por la gracia de Dios”, inscripción que figuraba en las monedas. A cambio, la Iglesia jerárquica le recibía en sus visitas bajo palio y pedía por él en las misas junto con el papa y los obispos. Por primera vez, la Constitución de 1978 estableció la aconfesionalidad del Estado.

    Lo contrario ha ocurrido con la religión de Mahoma que sigue anclada en la Edad Media y sus frutos son gobiernos teocráticos, ausencia de libertades ciudadanas,   discriminación de la mujer , miseria, subdesarrollo y desigualdad social.

    No es baladí la magnitud de los hechos que dividen a ambas civilizaciones. Bastaría  aludir al pobre papel de la mujer, la ablación del clítoris que se practica en diversos países de Africa, la vigencia en otros de la “sharia” que contempla la aplicación de castigos tan bárbaros como la muerte por lapidación en caso de adulterio en Irán o la represión con la pena capital de la homosexualidad

    La incógnita está en si los impulsos sociales se sobrepondrán al integrismo religioso que ocasiona enfrentamientos no sólo con los cristianos sino también entre sunies y chiies y deje de ser omnipresente como referencia excluyente en todos los campos de las relaciones internacionales. En que se consolide una relación pacífica y respeto mutuo se juega el futuro del Islam y la civilización occidental. Una visión pesimista del futuro inspiró al norteamericano Samuel Huntington (1927-2008) su libro “Choque de civilizaciones”.

    A pesar de las profundas diferencias que nos separan debemos intensificar los esfuerzos y tender puentes con  la esperanza  de que en los pueblos islámicos terminen arraigando los principios democráticos y el respeto a los derechos humanos, y lograr así un mundo en el que podamos vivir sin odios ni violencia.