viernes, 30 de noviembre de 2012

Mujeres



   Viendo la contribución de las mujeres en el arte, la ciencia, la política y, en general, en todo la actividad humana, pienso cuan grande es la pérdida que la humanidad, a lo largo de los siglos, ha sufrido por efecto de la discriminación y exclusión de las féminas. Actitudes que por desgracia aún no se han desterrado del todo en nuestra sociedad, y no digamos de otras civilizaciones, como es el caso de la musulmana.
    Me pregunto cuáles pueden haber sido las razones que indujeron a la imposición de la mitad de la población sobre la otra mitad, y no tengo respuesta. Es como hacer invisible la mitad del mundo. Desde el punto de vista racional carece de toda justificación, por cuanto nadie ha podido demostrar que la capacidad intelectual de la mujer sea inferior a la del varón. La desigualdad de oportunidades implica la eliminación de muchos talentos que quedaron inéditos y desaprovechados. Se trata, por tanto, de un error monumental de incalculables consecuencias, una pérdida irrecuperable.
    Si valoramos la cuestión con criterios de la moral, nos hallamos ante un abuso inhumano, una tremenda injusticia cuya responsabilidad recae en primer lugar sobre quienes, con argumentos falaces y datos falsos, convirtieron la sinrazón en una tradición, defendiendo la diferencia de sexo y la subordinación de uno al otro. En términos generales, el hecho nos avergüenza a todos por practicar o amparar la desigualdad, el atropello y la ofensa al colectivo femenino. Me atrevo a pensar que estamos ante el mayor crimen de la humanidad, y no hablemos si la perversión se traduce en la violencia de género y el feminicidio que por desgracia sigue dándose en los más apartados lugares para bochorno de las sociedades patriarcales en las que perdura el machismo.
    La misoginia es una actitud aberrante indisculpable porque todos hemos nacido del vientre  de nuestra madre que nos engendró, sufrió nueve meses de embarazo, padeció los dolores del parto, nos amamantó cuando solo nos alimentábamos con su leche y dedicó lo mejor de su vida para criarnos. Frente a los merecimientos del padre, los de la madre son muy superiores. No cabe mayor deuda impagable que la que contraemos con quien nos ha dado la vida y nos la conservó cuando éramos inermes y desvalidos.
    Siendo esto así, no hay disculpa posible para quienes, abusando de su fuerza, maltratan a sus semejantes por ser mujeres. En la vida conyugal pueden aparecer diferencias e incluso incompatibilidades, pero como último recurso siempre se puede recurrir a la separación o divorcio, mas nunca puede haber disculpa para la violencia o vejaciones.
    Frente a la tendencia a la igualdad de derechos que se va abriendo paso en nuestra sociedad, la historia es testigo de las múltiples tropelías de las que fueron víctimas y continúan siéndolo las mujeres. Desde los tiempos más remotos y las civilizaciones más crueles, niñas y doncellas fueron sacrificadas a los dioses. Durante la Edad Media las mujeres eran llevadas a la hoguera por la acusación de prácticas de brujería sin que los hombres fueran imputados de tamaña impostura. Por dicha época se las obligaba a llevar cinturones de castidad. Los chinos exigían a las niñas un calzado que deformaba sus pies. En nuestra sociedad se niega a la mujer el acceso al sacerdocio y la Constitución otorga al varón la preferencia para reinar. La iniquidad se reviste de muchas formas.

sábado, 24 de noviembre de 2012

¿Llegaremos a un mundo sin guerras?



    En un tiempo tan calamitoso y convulso como el que nos ha tocado vivir, en el que las malas nuevas caen sobre nosotros como la lluvia torrencial, es reconfortante que alguien nos anuncie que algunas cosas tiendan a mejorar, por más que sea a largo plazo.
    Tal es el caso de Steve Pinker que explica sicología experimental en la Universidad de Harvard. En recientes declaraciones con ocasión de la publicación en España de su monumental libro de 1.104 páginas (Paidós, 2012) titulado “Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones”.
    Se pregunta el profesor si los humanos tendemos de una manera innata a la violencia de la que nunca podremos librarnos, y sostiene que la estadística comparativa prueba que hay una evidente disminución de actos violentos colectivos. Presenta como hecho demostrativo que desde 1945 no se ha producido ninguna guerra entre las grandes potencias, una situación inédita en la historia de la humanidad. A esto los españoles podríamos añadir los 73 años de paz que disfrutamos, un período tan largo como nunca antes habíamos conocido.
    Las causas de esta evolución son varias y diversas, difíciles de evaluar. La no repetición de las guerras mundiales puede estar motivada por la aparición de las armas de destrucción masiva que al ser poseídas por distintas naciones, su uso implicaría la destrucción mutua asegurada de los contendientes.
   En cuanto a España, la paz puede ser fruto del horror que inspira el recuerdo de la guerra civil, pero también por la razonable solución de los problemas más acuciantes. En ambos casos habría que buscar explicaciones complementarias en la confluencia de otros factores.
    Según el citado autor “junto a los instintos que nos impulsan a ser violentos, hay instintos de signo contrario (los ángeles que llevamos dentro). Todo depende de qué lado de nuestra naturaleza acabe siendo más influyente”. El decurso de la historia da testimonio de que la humanidad –al menos una importante parte de ella- ha elaborado una axiología que censura y condena una serie de actitudes que inducen a la agresividad. Sin duda entre los más trascendentes cabe citar los sacrificios humanos y la esclavitud hasta que acabaron siendo abolidos.
    Otro tanto puede decirse de prácticas tan bárbaras como la tortura, las ejecuciones públicas, la pena de muerte, la violencia de género o la persecución de los homosexuales, mayoritariamente consideradas como actitudes reprobables, en gran parte prohibidas por la ley.
    Me pregunto si en verdad estaremos volviéndonos más pacíficos. Me gustaría creerlo pero me asalta la duda de que sea así, por algunos detalles. Las afirmaciones de Pinker se enmarcan en la civilización occidental, y habría que contrastarlas con lo que ocurre en África, y sobre todo en Asia donde vive la mitad de la población del globo.
 No obstante, es inevitable admitir que nos falta mucho camino por recorrer para salvar la distancia que nos separa de un mundo sin guerra en el que los gobiernos dediquen más recursos y esfuerzos en promover la paz y la justicia que los que actualmente dedican a preparar la guerra aunque lo disimulen llamándoles gastos de defensa.
    Recordemos también que fueron frutos del siglo pasado hechos tan violentos como el terrorismo político y religioso, los campos de concentración, las expulsiones colectivas y la “limpieza étnica”.
    A favor de Pinker hemos de admitir la presencia en el siglo XX de insignes pacifistas, entre los que destacan Gandhi, Luther King y Nelson Mandela cuyas doctrinas siguen fructificando pese a la escasa atención que se les presta.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El drama de los desahucios



Asistimos últimamente a un extendido clamor contra los desalojos forzosos de viviendas de quienes por haber perdido su empleo se han quedado sin medios para hacer frente al pago de sus hipotecas. Representantes sindicales, líderes políticos, jueces, y hasta los bancos, causantes de la crisis, en sorprendente unanimidad piden la suspensión de los desahucios y ofrecen variopintas alternativas. Los dos partidos mayoritarios, justificando una vez más la pésima opinión que de los políticos tienen los ciudadanos, necesitaron tres días de reuniones para constatar su desacuerdo una vez más.  El partido popular optó por la aprobación el 15 de noviembre de un Decreto ley que, entre la angustia de los desalojados y las presiones de la banca y de Bruselas, establece una complicada casuística que excluye de sus beneficios a muchos afectados, negándose a reformar la legislación vigente.
    Todo el repentino afán de corregir una injusticia social arrancó de la trágica muerte de una vecina de Baracaldo que se arrojó por la ventana cuando iba a ser desahuciada. Este suicidio había sido precedido de otro en iguales circunstancias dos días antes.
    Situaciones como esta se asemejan a otras que se dan en materia de tráfico. Existen vías públicas en las que, por defecto de trazado por o mal estado de conservación, suceden frecuentes siniestros. Son los llamados puntos negros. La repetición de las desgracias no inducen a las autoridades a adoptar a tiempo las medidas pertinentes. Hasta que llega un momento en que el número de accidentes o su excesiva frecuencia desatan un escándalo ciudadano, y entonces es cuando los responsables deciden poner remedio y dejar de mirar para otro lado.
    Los españoles solemos olvidar en la práctica lo que la sabiduría popular proclama como una verdad inconcusa: que es mejor prevenir que curar; que si se actúa a tiempo se evitan daños y la corrección es más económica.
    Tal especie de inercia que a veces se transforma en incuria, incide en cuestiones de gran trascendencia, como por ejemplo el ordenamiento jurídico. Dígalo si no cuanto más prudente y necesario hubiera sido la derogación de la Ley Hipotecaria de 1909 que mantiene su vigencia a pesar de estar inspirada por el espíritu de la época en que fue promulgada, y por ello privilegia los derechos de los bancos prestamistas, como han reconocido los magistrados y la abogada del Tribunal de Estrasburgo, en perjuicio de los deudores, que son la parte más débil del litigio.
    El caso de dicha Ley no es único en nuestra legislación. La insensibilidad e insolidaridad del Parlamento y de los gobiernos mantiene en vigor normativas obsoletas plenamente desactualizadas y de gran relevancia, desde el siglo XIX, ajenas por completo a la evolución que experimentó la sociedad española en tan dilatado período. Así ocurre, por ejemplo, con el Código de Comercio de 1885 o el Código civil de 1889 sin que nuestros legisladores se atrevan a refundir y actualizar las innumerables reformas introducidas en ambos cuerpos legales.
    Sin duda, nuestras leyes tienen muchos puntos negros que urge suprimir.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Buenas y malas noticias



    Leer los periódicos, escuchar la radio o ver la televisión nos coloca ante un catálogo inacabable de sucesos aciagos y desgracias que oprimen el corazón. Se diría que en el mundo no ocurren más que desastres, que todo es maldad y violencia, que nos domina el espíritu del mal. Afortunadamente, no todo es tan negro como habitualmente lo pintan los medios de comunicación. Una buena parte de culpa de esta visión distorsionada de la realidad procede la creencia de que solamente las malas noticias son noticia, de que solamente las canalladas interesan al público y que nada más que la truculencia merece ser conocida. Así lo hace pensar la programación televisiva, saturada de cotilleos y “reality shows” en los que desfila hasta el refocilamiento lo más escabroso de la actualidad.
    Si esta opinión se sostiene como una verdad inconcusa, los medios se regirán por tales criterios, y a fuerza de seguirlos, conseguirán que el mal gusto se adueñe de los espacios, haciendo de esa práctica lo que se llama una profecía autocumplida. Es el caso, por ejemplo, del enamorado celoso que de tanto repetir a su novia que no es correspondido, ella terminará cansándose de él, transformando la mentira en verdad.
    Nadie puede pretender, por supuesto, que se prohíban las malas noticias porque, además de absurdo sería cerrar los ojos a la realidad, pero sí que los sucesos edificantes o las acciones ejemplares sean difundidas con igual o mayor realce que aquellos otros con alto contenido de violencia o perversidad; que sea más noticiable, pongamos por caso, la salvación de una vida que su destrucción, lo que por lo común es más la excepción que la regla.
    A título de muestra, recuerdo que un diario que ciertamente no se distingue por su proclividad hacia la crónica de sucesos daba la noticia en once líneas a una columna de que cinco espeleólogos caídos en una sima fueron rescatados con vida, y en cambio, en la misma página se informaba con mucho mayor relieve tipográfico y a tres columnas que un hombre disparó a cinco “skins” que amenazaban a su hijo, siendo así que la relevancia social de ambos sucesos debería de ser inversa. Posiblemente, la primera noticia no habría sido tan escueta si los accidentados hubieran fallecido.
    Sería deseable que en las facultades de periodismo se inculcase a los alumnos el hábito de buscar y valorar las buenas noticias y se explicasen las técnicas para presentarlas de forma amena y atractiva para llamar la atención del lector u oyente, cumpliendo así la función educativa que a la prensa escrita y hablada le corresponde.
    A fuer de sincero, es preciso reconocer, sin embargo, que no basta con difundir las buenas nuevas y los acontecimientos gratificantes, sino que toda la sociedad debería manifestar su aprecio por ellas. Sería el mejor estímulo para que arraigue el cambio de valores. A este respecto recuerdo que hace años, Iberia patrocinaba con amplio eco informativo una campaña denominada “Operación Plus Ultra” que tenía por objeto premiar y enaltecer  la abnegación y el sacrificio en favor del prójimo de jóvenes que en su vida cotidiana ejercen de héroes anónimos. Inexplicablemente, la compañía abandonó esta ejemplar actuación sin que nadie, que yo sepa, levantase la voz para protestar por la supresión. Quizás todos tengamos nuestra parte de culpa, por acción u omisión, de que las cosas son como son aunque no nos gusten.

sábado, 10 de noviembre de 2012

El mundo dentro de 50 años



    El escritor y filósofo inglés Herbert George Wells (1866-1946) publicó en 1931 un extenso artículo en la revista “Liberty”  titulado “Cómo será el mundo  dentro de cincuenta años” en el que expuso su visión optimista  de lo que podría ser  el futuro de la humanidad, y el contraste,  con la amenazadora realidad  que  se estaba viviendo a la sazón.
    Wells imaginó que si la cordura rigiera los actos humanos, al cabo del plazo indicado podríamos sentirnos ciudadanos de un mundo totalmente distinto del que habíamos heredado de nuestros padres. Seríamos libres para recorrer y disfrutar de este maravilloso planeta, que sería de verdad nuestro.
    Predijo, sin embargo, que entre lo posible y lo real se abriría un ancho abismo. Con el paso del tiempo vería confirmados sus temores antes de fallecer en 1946, con la irrupción de los fascismos y los horrores de la II Guerra Mundial que causó la muerte de 55 millones de personas.
    Transcurridos 81 años desde la fecha de la publicación, el mundo se encuentra en 2012 en similares expectativas a 1931. Entonces se vivía el tercer año de la Gran Depresión económica iniciada en 1929. Ahora nos hallamos en el quinto de la que se desato en Estados Unidos con motivo de las famosas hipotecas “subprime”. En ambos casos, los expertos y los políticos no se ponen de acuerdo sobre qué recetas seguir para salir del embrollo. La ciencia sigue sin aportar soluciones plausibles a los problemas que origina la actividad económica y sus intrincados laberintos.
    Frente a este panorama desolador, si en 1931 era factible mejorar en amplia medida las condiciones de vida de los humanos, ¿qué podríamos decir del horizonte que abre ante nosotros la ciencia y la técnica?  La informática y las TIC seguirán mejorando la productividad del trabajo, lo que debería permitir la reducción de la jornada laboral; la gerontología prometer alargar la longevidad con buena calidad de vida; la medicina seguirá venciendo nuevas enfermedades; las ciencias físicas nos permitirán conocer mejor el Universo y nuestra insignificancia en él. Como diría el poeta: ¡Qué porvenir tan fausto Dios abre ante mis ojos…!”
    Lamentablemente, el presente también deja mucho que desear y el futuro se presenta incierto y oscuro. En la actualidad, la creciente desigualdad restringe la movilidad social y esto propicia la inestabilidad sociopolítica. El hecho tan reconocido de que la unión hace la fuerza debería conducir al consenso y la convivencia sana, pero el mundo está dividido en 192 Estados con tendencia a aumentar, de dimensiones tan dispares en territorio como la que se da entre Rusia y Kiribati (nombre antiguo de las Islas Salomón), en renta per cápita como entre Kuwait y Mali, o en poder como EE. UU. y Malta.
    Mientras existe una enorme capacidad productiva infrautilizada por falta de demanda, mil millones de personas se acuestan con el estómago vacío y por efectos del hambre o de enfermedades asociadas fallecen ocho millones de niños cada año en África, Asia y, Latinoamérica, lugares en los que patologías curables siguen causando estragos entre la población más desvalida. En contraste, la carrera armamentística se mantiene en auge y más de un billón de dólares se sustrae cada año a remediar necesidades básicas para dedicarlo a fabricar artefactos de destrucción y muerte.
    Lo que nos muestran estas paradojas y contradicciones es que la humanidad no escarmienta de sus experiencias catastróficas ni rectifica sus errores. Definitivamente, el hombre se consolida como el animal que tropieza dos veces (o más) en la misma piedra.
    Ante tan negro panorama, solo el voluntarismo haría posible contemplar la hipotética situación del mundo que espera a nuestros nietos en 2062 con un mínimo de optimismo. Bastante acierto y suerte tendrían si antes supieran y pudieran superar los desafíos que les transmitiremos. He aquí algunas de las pruebas que les esperan sin perjuicio de otras que se sucederán: regular la natalidad para que los 7.000 millones actuales de personas que somos ahora no se multipliquen en 10.000 u 11.000 millones; establecer un modelo de gobernanza más justo y equitativo que el que conocemos, en todos los países; lograr el abastecimiento de la demanda de agua y energía; paliar los efectos del cambio climático; disminuir los daños de los desastres naturales; reciclar el exceso de CO2; preservar la salud medioambiental del planeta…
    Pero a buen seguro el tiempo planteará nuevos retos imprevisibles ahora, porque la vida es cambio y todo cambio altera la normalidad y exige un proceso de adaptación al mismo mediante un despliegue de inteligencia y voluntad. La primera no faltará; mas la segunda es harto dudosa que acompañe. Lo que cabe esperar, por tanto, es que la vida seguirá siendo azarosa y que las enseñanzas del pasado seguirán siendo ignoradas. Igual que no hay paraísos perdidos, tampoco los hay en perspectiva.