lunes, 18 de mayo de 2015

Educación para la paz



    Vivir en paz es la aspiración de cualquier persona normal, por más que algunos, como Franco, sostenía que “la vida es lucha y la paz solo un accidente”, y su homólogo italiano, el Duce, prefería vivir “pericolosamente”. Se trata en este caso, claro está, de individuos “no normales”, como demostraron sus trayectorias políticas. Fuera de estas excepciones aberrantes que confirman la regla, yo diría que la paz, por ser tan necesaria, no puede ser patrimonio exclusivo de los “hombres de buena voluntad” como pide el Evangelio, sino de todos los seres humanos porque solo ella hace deseable la vida.
    Pero la verdadera paz es incompatible con la opresión o el desorden. La paz solo puede afirmarse sobre la justicia, y la justicia es, según recoge la primera acepción del Diccionario de la Academia de la Lengua, “la virtud de dar a cada uno lo que le pertenece”.
    Aprender a vivir en paz es entrar en el camino de la perfección moral, y todos los esfuerzos que la sociedad emprenda para arraigar en su seno este sentimiento, siempre serán pocos. Entre los distintos medios para conseguirlo ninguno más eficaz que la educación, aun cuando sus frutos no se recojan de un día para otro, pero solo la labor continua en este terreno hará que el hombre deje de ser un lobo para otro hombre, según la conocida expresión de Hobbes.
    Empero, la educación para la paz habrá de reorientar sus métodos y fines tradicionales renunciando a ser una transmisión acrítica de conocimientos y normas heredadas de un pasado predemocrático. Los niños en la escuela, por supuesto de ambos sexos, aprenderán el sentido de la justicia, el respeto mutuo, la convivencia con las diferencias y los diferentes, el conocimiento y práctica de los derechos humanos, la solución de los conflictos a través del diálogo y la negociación, y sobre todo, aprender a pensar que es la fase previa a toda decisión. Es misión de los educadores desterrar la idea de que existen pueblos elegidos por Dios –uno de los cuales, por supuesto sería el nuestro- y por tanto, que unos, los más débiles, deban someterse a la hegemonía y opresión de otros más fuertes. De esta forma los educandos irán preparándose para ser adultos con criterio propio, capaces de reinterpretar cada uno por su cuenta la realidad y descubrir las contradicciones en que fácilmente se incurre.
    Desgraciadamente, los progresos educativos serán más lentos de lo deseado al no alcanzar la educación simultáneamente a los mayores, influidos más o menos conscientemente por valores y comportamientos que han perdido su vigencia sin estar muertos, comenzando por el lenguaje, necesitado de corregir deformaciones introducidas por el uso, como hablar de “luchar” por la paz en lugar de “trabajar” por ella. La paz no quiere combatientes sino apóstoles. Hay que desterrar por falaz el viejo principio romano de “si quieres la paz, prepara la guerra”. Si hiciéramos eso estaríamos creando un clima propicio para la contienda porque proyectaríamos la amenaza del uso de la fuerza sobre otros que a su vez tratarían de armarse para defenderse. Para que haya paz hay que prepararla, trabajar para conseguirla.
Niños y adultos tenemos por delante la tarea de comprender y actuar en consecuencia, de que el planeta que nos sustenta pertenece a todos en usufructo y que el daño que le infiramos en cualquier lugar lo pagaremos todos en mayor o menor medida. La Tierra se ha empequeñecido por los medios de comunicación y ello nos hace más interdependientes por lo que sería locura vivir enfrentados.

viernes, 8 de mayo de 2015

Robar al Estado sale barato



    Teóricamente, cualquier delito debe acarrear la misma pena, independientemente de quien sea la víctima o el victimario, salvando el caso de que éste sea menor. Es una deducción lógica del principio constitucional de igualdad ante la ley.
    Sin embargo, la realidad dista mucho de cumplir este precepto fundamental. Cuando un particular sufre un hurto, sin que concurra intimidación en la persona ni fuerza en las cosas, no será considerado delito, y por tanto no ingresará el autor en prisión siempre que el valor de lo sustraído no exceda de 400 euros. Si se sobrepasa esta cantidad la acción se convierte en delito, y por consiguiente, susceptible de llevar al ladrón a la cárcel.
    No tiene el mismo castigo si quien sufre la sustracción es el Estado, que a ello equivale el fraude, dado que el Estado somos todos y nos sentimos desposeídos de algo que nos pertenece. La ley tributaria determina que la defraudación (no declarar a Hacienda los beneficios fiscales o modificar en beneficio propio la base tributaria) no será delito si no excede de 120.000 euros (20 millones de pesetas) desde los 15 millones en que estaba el límite antes de la adopción del euro.  No es explicable la diferencia, sobre todo si se tiene en cuenta que en el caso del fraude los perjudicados somos todos, y que, como afirman los políticos tan a menudo como lo incumplen, el dinero público es sagrado y exige una administración cuidadosa.
    De esta discriminación en contra de los intereses públicos se deriva que el número de evasores que expían su delito entre rejas es mínimo en relación con el de los infractores de la ley tributaria.
    Un caso hecho público recientemente ilustra la lenidad del castigo a quienes eluden u ocultan sus obligaciones con la Hacienda pública. Un socio de un conocido bufete de abogados defraudó tres millones de euros, y después de un proceso que se alargó durante cuatro años, llegó a un acuerdo con la Fiscalía por el que acepta una pena de dos años de prisión, lo que implica que no la cumplirá al no tener antecedentes delictivos. Digamos en su favor, que reparó el daño causado ingresando lo debido y pagando una multa de millón y medio. En todo caso, la parte más aflictiva de la condena se sustituyó por la entrega de dinero, lo que no suele ocurrir en otros procesos.
    La clase política, cuya misión consiste en la defensa del bien público, son malos servidores cuando aprueba leyes que protegen, o al menos trivializan, la lucha antifraude. Así parece indicarlo la ley tributaria que prohíbe publicar los nombres de los contribuyentes denunciados, en tanto otros delitos aparecen en los medios de comunicación con los nombres y las circunstancias de los autores.
    Se encuentra en trámite parlamentario una ley que autorizaría al Gobierno a publicar la lista de quienes defrauden un millón o más de euros. Debemos considerar este paso como un signo de justicia equitativa.

miércoles, 6 de mayo de 2015

La risa y los políticos



        Los sicólogos sostienen sin que nadie les lleve la contraria, que la agresividad y la ira dañan gravemente la salud de quienes no controlan estas pulsiones violentas y les convierte en candidatos a contraer enfermedades cardiovasculares que causan una de cada tres muertes en los países desarrollados. Justamente el efecto contrario que se atribuye a la risa, hasta el punto de que, profesionales de la sanidad la recomiendan para ahuyentar los virus, y la risoterapia se apunta como especialidad médica que tendrá a su favor las ventajas de las tres bes: buena, bonita y barata. Reírse, comenzando por hacerlo de uno mismo, es una sabia reacción frente a la estulticia. Optar por el humor ayuda a desdramatizar las situaciones más tensas, defendiéndonos de la farsa que a menudo nos rodea.
    Que la risa es saludable ya se había intuido hace tiempo como sabían los reyes al contratar los servicios permanentes de bufones para aliviarles con sus gracias las pesadumbres de los asuntos de Estado, porque, como advierte la conocida canción, “tomar la vida en serio es una tontería”. Que la ira nos mata y la risa nos sana es un descubrimiento reciente que hasta ahora no había sido documentado por la ciencia. Si  la experiencia confirmara las virtudes terapéuticas que se le suponen, los políticos, que andan de cabeza buscando como  frenar el crecimiento del gasto sanitario, habrían visto el cielo abierto al hallar la fórmula mágica de disminuir el presupuesto sin perder votos, y en adelante, en lugar de fruncir el ceño, se troncharían de risa.
    Sería de desear que la buena nueva se propagase con rapidez para aliviar el aspecto hosco de la vida, sobre todo en tiempos de crisis como la que padecemos. Los daneses –que no tienen fama precisamente de risueños, como los nórdicos en general- apostaron por el nuevo remedio eligiendo en 1994 para el Folketing (Parlamento) a un cómico y cantante de 42 años llamado Jacob Hausgaard, en representación del partido denominado Asociación Confederada de Individuos que Repudian el Trabajo, del que se declaró fundador y único militante.
    El nuevo bufón de la Cámara –que así se autodefine- habrá echado por tierra la supuesta sabiduría popular que ha acuñado frases como descoyuntarse, reventar o partirse de risa, cuando en realidad, no es sino un curalotodo, el bálsamo de fierabrás, y quien sabe, si incluso el anhelado elixir de la eterna juventud.
    Quiero suponer que el bueno de Jacob habrá empleado su comicidad para transformar un crispado debate en un relajante intercambio de frases ingeniosas y chocantes. De igual manera, cuando la ampulosidad de un orador hiciera caer a más de uno de sus colegas en brazos de Morfeo, se despertaría del sopor con la carcajada provocada por la gracia del singular diputado Al mismo tiempo habría demostrado que los más serios asuntos públicos no están reñidos con el tratamiento humorístico, y las actas del  Congreso, debidamente seleccionadas, tendrían la sal y pimienta de un “bestseller” el cual, una vez editadas, con su venta se relajaría el coste que pagamos los ciudadanos  por mantener en funciones el Parlamento.
    También Italia ha sentido atracción por la risa parlamentaria, eligiendo en la consulta de 2013 al actor cómico Beppe Grillo que, al frente del movimiento “Cinco Estrellas” obtuvo 108 diputados, más que cualquier otro partido
    Desconozco la suerte que habrá corrido el experimento danés, y en cuanto al italiano, parece que no ha logrado el protagonismo que hacía esperar su estreno electoral. En todo caso, habrán sido como un soplo de aire fresco en los modos y modas del Congreso para sustituir en él los improperios, insultos y naderías, los excesos verbales y la acometividad física, por flechas humorísticas que no matan al adversario pero lo desarmen.