lunes, 24 de octubre de 2016

Los amos del mundo



    El 14 del pasado setiembre se firmó la mayor compra empresarial conocida hasta la fecha. Ese día la farmacéutica alemana Bayer adquirió la norteamericana Monsanto por 58.500 millones de euros. La alemana es líder en la fabricación de productos fitosanitarios y la segunda tiene la patente de alimentos transgénicos.
    La antedicha operación mercantil es un nuevo hito en la corriente de concentración empresarial que se lleva a cabo a través de compras, fusiones o absorciones dirigidas a conseguir posiciones dominantes en el mercado interno para extenderse después a otras regiones, sin límites administrativos o geográficos hasta convertir el mundo en un mercado único dirigido por un reducido número de multinacionales que se mueven como pez en el agua en la globalización.
    El proceso integrador se autoalimenta, ya que cuando una compañía fagocita a un competidor, despierta en otras el instinto defensivo que induce a reaccionar en el mismo sentido para no quedarse atrás y perder competitividad. La gigantesca sociedad resultante ya no mide su cuota de mercado en términos nacionales sino mundiales.
    Favorecidas por su tamaño y merced a la globalización, las estrategias implementadas por los colosos surgidos de la concentración  se orientan al logro de economías de escala, aumento del I+D, complementariedad de productos y de líneas de comercialización, reducción de costes que suele comenzar por el recorte de plantillas y siguen por la deslocalización de las factorías trasladándolas a países donde los salarios son más bajos, los impuestos menores y la permisividad medioambiental mayor, conservando en el de origen la sede y los puestos directivos. El objetivo final es la eliminación de competidores y la actuación en régimen de monopolio. Cuanto más crezca la dimensión de las corporaciones más se debilita el poder  de los gobiernos y su capacidad negociadora, capacidad mermada también por la necesidad de promover inversiones que fomenten el empleo, aunque sea a costa de precarizarlo y estrechar el abanico salarial.
    El desafío que se plantea a las autoridades nacionales es el de preservar el Estado de bienestar y defender la legislación laboral tuitiva con la creación de alicientes a la implantación de nuevas industrias competitivas como puede ser la seguridad jurídica, la estabilidad política, el buen funcionamiento de las instituciones, la disponibilidad de mano de obra formada  y una buena red de comunicaciones. En todo caso, el creciente poder de las megaempresas consigue una mayor flexibilidad y tolerancia de las autoridades laborales, fiscales y sanitarias de los países en desarrollo. Basta recordar el desastre provocado  por la sociedad Carbide en Bhopal (India) en 1984 que  ocasionó la muerte de más de 25.000 personas y afectó  a más de 600.000.
    Es de notar que el sector financiero (banca y seguros) también  está inmerso en la corriente integradora reforzada por participaciones accionariales cruzadas, es clave en el sistema capitalista. La propiedad de estas entidades suele estar repartida entre millones de pequeños accionistas, pero solo unos cuantos poseen suficiente número de títulos para formar parte de los consejos de administración que gobiernan y toman las decisiones. Los minoritarios se conforman con cobrar los dividendos y acostumbran a delegar su representación en las asambleas a los bancos, lo que concede a estos  un poder relevante en la adopción de los acuerdos.
   En resumen, se trata de que un pequeño grupo de familias sea quien gobierne los hilos de las economías nacionales que se irán extendiendo a lo ancho y largo del planeta. Da una idea de su poder el hecho de que a 31 de diciembre de 2015, el valor bursátil de las diez  mayores empresas –que por cierto, son todas estadounidenses- era de 3,4 billones de euros, es decir, casi tres veces y media del PIB de España. Todo un auténtico poder fáctico que ejerce fuerte presión sobre los gobiernos para obtener concesiones.
    De continuar en adelante la concentración empresarial, en un futuro no lejano sobreviviría un reducido grupo de corporaciones transnacionales  que actuarían monopolísticamente e impondrían su ley en los distintos sectores económicos y financieros. Su poder –que no tiene nada de democrático– sería tan avasallador que los Estados no podrían legislar contra ellas, suponiendo que quisieran hacerlo. En ese momento, la libre competencia que fue enseña del capitalismo desde Adam Smith, habría muerto. Sería un poder autónomo capaz de condicionar la política económica de los países en que decidieran instalarse.

1 comentario:

Moncho Santorio dijo...

Buena reflexión.
Además, empleas imagenes muy significaivas y atractivas para el comienzo del artículo.