El 14 del pasado setiembre se firmó la
mayor compra empresarial conocida hasta la fecha. Ese día la farmacéutica
alemana Bayer adquirió la norteamericana Monsanto por 58.500 millones de euros.
La alemana es líder en la fabricación de productos fitosanitarios y la segunda
tiene la patente de alimentos transgénicos.
La antedicha operación mercantil es un
nuevo hito en la corriente de concentración empresarial que se lleva a cabo a través
de compras, fusiones o absorciones dirigidas a conseguir posiciones dominantes
en el mercado interno para extenderse después a otras regiones, sin límites
administrativos o geográficos hasta convertir el mundo en un mercado único dirigido
por un reducido número de multinacionales que se mueven como pez en el agua en
la globalización.
El proceso integrador se autoalimenta, ya
que cuando una compañía fagocita a un competidor, despierta en otras el
instinto defensivo que induce a reaccionar en el mismo sentido para no quedarse
atrás y perder competitividad. La gigantesca sociedad resultante ya no mide su
cuota de mercado en términos nacionales sino mundiales.
Favorecidas por su tamaño y merced a la
globalización, las estrategias implementadas por los colosos surgidos de la
concentración se orientan al logro de
economías de escala, aumento del I+D, complementariedad de productos y de
líneas de comercialización, reducción de costes que suele comenzar por el
recorte de plantillas y siguen por la deslocalización de las factorías
trasladándolas a países donde los salarios son más bajos, los impuestos menores
y la permisividad medioambiental mayor, conservando en el de origen la sede y
los puestos directivos. El objetivo final es la eliminación de competidores y
la actuación en régimen de monopolio. Cuanto más crezca la dimensión de las
corporaciones más se debilita el poder
de los gobiernos y su capacidad negociadora, capacidad mermada también por
la necesidad de promover inversiones que fomenten el empleo, aunque sea a costa
de precarizarlo y estrechar el abanico salarial.
El desafío que se plantea a las autoridades
nacionales es el de preservar el Estado de bienestar y defender la legislación
laboral tuitiva con la creación de alicientes a la implantación de nuevas
industrias competitivas como puede ser la seguridad jurídica, la estabilidad
política, el buen funcionamiento de las instituciones, la disponibilidad de
mano de obra formada y una buena red de
comunicaciones. En todo caso, el creciente poder de las megaempresas consigue
una mayor flexibilidad y tolerancia de las autoridades laborales, fiscales y
sanitarias de los países en desarrollo. Basta recordar el desastre
provocado por la sociedad Carbide en
Bhopal (India) en 1984 que ocasionó la
muerte de más de 25.000 personas y afectó
a más de 600.000.
Es de notar que el sector financiero (banca
y seguros) también está inmerso en la
corriente integradora reforzada por participaciones accionariales cruzadas, es
clave en el sistema capitalista. La propiedad de estas entidades suele estar
repartida entre millones de pequeños accionistas, pero solo unos cuantos poseen
suficiente número de títulos para formar parte de los consejos de
administración que gobiernan y toman las decisiones. Los minoritarios se
conforman con cobrar los dividendos y acostumbran a delegar su representación
en las asambleas a los bancos, lo que concede a estos un poder relevante en la adopción de los
acuerdos.
En resumen, se trata de que un pequeño grupo
de familias sea quien gobierne los hilos de las economías nacionales que se
irán extendiendo a lo ancho y largo del planeta. Da una idea de su poder el
hecho de que a 31 de diciembre de 2015, el valor bursátil de las diez mayores empresas –que por cierto, son todas
estadounidenses- era de 3,4 billones de euros, es decir, casi tres veces y
media del PIB de España. Todo un auténtico poder fáctico que ejerce fuerte
presión sobre los gobiernos para obtener concesiones.
De continuar en adelante la concentración
empresarial, en un futuro no lejano sobreviviría un reducido grupo de
corporaciones transnacionales que
actuarían monopolísticamente e impondrían su ley en los distintos sectores
económicos y financieros. Su poder –que no tiene nada de democrático– sería tan
avasallador que los Estados no podrían legislar contra ellas, suponiendo que
quisieran hacerlo. En ese momento, la libre competencia que fue enseña del
capitalismo desde Adam Smith, habría muerto. Sería un poder autónomo capaz de
condicionar la política económica de los países en que decidieran instalarse.
1 comentario:
Buena reflexión.
Además, empleas imagenes muy significaivas y atractivas para el comienzo del artículo.
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