Siempre me ha intrigado la fascinación que
no poca gente siente por el ejercicio de la violencia y por la contemplación
del dolor de otros, que no representa sino las dos caras de la misma moneda: la
agresividad y el deseo de aniquilar la vida ajena.
El regodeo en la crueldad está tan
extendido en el mundo que es lo que estimula la industria cinematográfica y
televisiva, en los celebrados géneros “western”, gangsters, bélico, etc. La
adicción a la violencia no es exclusiva de ningún pueblo o raza. En cualquier
lugar podemos ver la aceptación que despiertan las películas de terror, de las
que la publicidad exalta que cada minuto
irá en aumento la angustia del espectador que le paralizará de espanto y le
clavará en el asiento. Quien de tal modo experimenta delectación por la
barbarie ficticia es de temer que tampoco la rehúya en la vida real.
Me resulta incomprensible que alguien pague
por presenciar las imágenes de un espectáculo inhumano para ver como un caníbal
destripa a sus víctimas. ¿En qué recóndito pliegue de nuestro inconsciente anida
esa atávica obsesión por el olor y el
color de la sangre que ciega la razón? ¿Cuándo se desprenderá el linaje humano
de esa adherencia viscosa de agresividad heredada de nuestros ancestros
cazadores?
Lamentablemente, el progreso en tal
dirección es apenas perceptible, si es que de verdad existe. Valga de muestra
la evolución de los espectáculos de masas. Si bien es cierto que desaparecieron
las luchas a muerte de los gladiadores, las exhibiciones en las que los actores
ponen en riesgo sus vidas con la complacencia, cuando no con el azuzamiento de
los espectadores, siguen presentes en el catálogo de actos supuestamente
festivos, bien sea por enfrentamiento personal entre los protagonistas, cual
ocurre en el boxeo, bien por jugarse la vida ante una bestia que es la esencia
del toreo, por mucho arte que los defensores de la llamada fiesta nacional le
quieran echar al espectáculo.
En ambos casos, el público que ha pagado su
entrada se siente investido del derecho a exigir a los actuantes que extremen el riesgo, pidiendo al uno que pegue más fuerte a su rival y al otro que
se arrime más al toro. Si el primero recibe un golpe mortal o el segundo es
empitonado, no son más que accidentes profesionales de los que, quienes
momentos antes les incitaban, no se sienten en absoluto responsables. Cuando en
cierta ocasión veía en televisión al padre
lloroso de un infeliz banderillero muerto en el ruedo, no sabía que condenar
más, si a quien cría un hijo para que sirva de acerico a las astas de la fiera
o a una sociedad que permite y estimula espectáculos tan salvajes.
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