lunes, 17 de octubre de 2016

Amar la violencia



     Siempre me ha intrigado la fascinación que no poca gente siente por el ejercicio de la violencia y por la contemplación del dolor de otros, que no representa sino las dos caras de la misma moneda: la agresividad y el deseo de aniquilar la vida ajena.
    El regodeo en la crueldad está tan extendido en el mundo que es lo que estimula la industria cinematográfica y televisiva, en los celebrados géneros “western”, gangsters, bélico, etc. La adicción a la violencia no es exclusiva de ningún pueblo o raza. En cualquier lugar podemos ver la aceptación que despiertan las películas de terror, de las que la publicidad  exalta que cada minuto irá en aumento la angustia del espectador que le paralizará de espanto y le clavará en el asiento. Quien de tal modo experimenta delectación por la barbarie ficticia es de temer que tampoco la rehúya en la vida real.
    Me resulta incomprensible que alguien pague por presenciar las imágenes de un espectáculo inhumano para ver como un caníbal destripa a sus víctimas. ¿En qué recóndito pliegue de nuestro inconsciente anida esa  atávica obsesión por el olor y el color de la sangre que ciega la razón? ¿Cuándo se desprenderá el linaje humano de esa adherencia viscosa de agresividad heredada de nuestros ancestros cazadores?
    Lamentablemente, el progreso en tal dirección es apenas perceptible, si es que de verdad existe. Valga de muestra la evolución de los espectáculos de masas. Si bien es cierto que desaparecieron las luchas a muerte de los gladiadores, las exhibiciones en las que los actores ponen en riesgo sus vidas con la complacencia, cuando no con el azuzamiento de los espectadores, siguen presentes en el catálogo de actos supuestamente festivos, bien sea por enfrentamiento personal entre los protagonistas, cual ocurre en el boxeo, bien por jugarse la vida ante una bestia que es la esencia del toreo, por mucho arte que los defensores de la llamada fiesta nacional le quieran echar al espectáculo.
    En ambos casos, el público que ha pagado su entrada se siente investido del derecho a exigir a los actuantes  que extremen el riesgo, pidiendo al uno  que pegue más fuerte a su rival y al otro que se arrime más al toro. Si el primero recibe un golpe mortal o el segundo es empitonado, no son más que accidentes profesionales de los que, quienes momentos antes les incitaban, no se sienten en absoluto responsables. Cuando en cierta ocasión veía en televisión  al padre lloroso de un infeliz banderillero muerto en el ruedo, no sabía que condenar más, si a quien cría un hijo para que sirva de acerico a las astas de la fiera o a una sociedad que permite y estimula espectáculos tan salvajes.

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