Tal vez la característica más notable del
tiempo en que vivimos sea la profundidad y rapidez con que los cambios se
suceden en todos los órdenes de la vida. Ciertamente el tiempo es testigo de
que siempre se han producido mutaciones de la naturaleza y en el comportamiento
de las personas, pero la aceleración histórica explica que en el presente las
transformaciones sean más frecuentes que
en el pasado y que lo serán más en el porvenir.
Ejemplo de mudanza nos lo dan dos de las
instituciones más antiguas y arraigadas del mundo que hasta hace poco parecían relativamente
inmunes al paso de los años y aun de los siglos: la Iglesia y el ejército.
Religión y milicia tienen varios
aspectos comunes y con frecuencia se encuentran en las mismas trincheras,
defendiendo valores parejos; ambas son esencialmente conservadoras, guardianes
del orden establecido. Nada tiene de extraño por ello que en distintas épocas,
algunas no muy lejanas, se proclamase
como un ideal la figura del hombre mitad monje y mitad soldado, y aunque el
cristianismo no llegó a venerar a un dios específico de la guerra como hicieron
los romanos con Marte, se invoca a Dios como señor de los ejércitos, los
cruzados afirmaban que “Dios lo quiere”, y al Nazareno se le conoce como Cristo
Rey, y en los altares se representa a
Santiago matamoros.
Ambas instituciones son vistas por la
sociedad actual de forma muy diferente del pasado, y como consecuencia, están
sometidas a convulsiones internas que
ponen a prueba su flexibilidad para
adaptarse a los tiempos.
Es visible que la sociedad civil muestra un
aprecio decreciente por las carreras eclesiástica y de las armas, y la pérdida
de vocaciones consiguiente deja las diócesis
sin seminarios y las ciudades sin cuarteles, al mismo que crecen el
agnosticismo y el pacifismo a parecido ritmo. Los jóvenes no se sienten
atraídos ni por la sotana ni por los vistosos uniformes marciales. A muy pocos
les seduce vivir como un cura y la gente, en general, se preocupa más por
librar el cuerpo de privaciones y sacrificios que de salvar el alma del pecado.
Antes que ganar paraísos lejanos se prefiere el más prosaico placer aquí y
ahora.
Aun cuando los cambios afectan por igual a
institutos armados y religiosos, cada uno muestra distinta capacidad de reacción para acoplarse a los
cambios. El ejército arrincona sus
prejuicios machistas y abre sus puertas a la mujer, en tanto la Iglesia, más inflexible y
tradicionalista, se las cierra a cal y canto, e insiste en que el sacerdocio es
cosa de hombres, si bien no de todos, sino de los que sean heterosexuales –aun que luego estén obligados
a vivir en castidad. Por el contrario las fuerzas armadas no distinguen entre
homos y heteros y se puede ser oficial y caballero independientemente de la
orientación sexual. Para la
Iglesia, en cambio, el sexo sigue siendo tabú. Los militares
someten a revisión sus principios organizativos y aceptan que las Ordenanzas de
Carlos III ya no valen; la
Iglesia, no solo acepta como inmutables las verdades
consignadas en los libros sagrados, sino que rechaza modificar su constitución
jerárquica piramidal, o admitir otros criterios que los de la ortodoxia para
enjuiciar los fenómenos sociales de
nuestros días que los consagrados siglos ha por los distintos concilios. Lo
malo para la curia es que los contestatarios ya no temen las hogueras de la
inquisición, y los autores publican sus libros sin someterse al preceptivo “nihil
obstat” de antaño, y por ello los creyentes estiman más plausibles las teorías
de la evolución natural, o la del “Big Bang”,
que la creación del universo en seis días y uno de descanso. A la gente
le ha dado por pensar por su cuenta sin dogmatismos ni censuras, sin esperar a
que las verdades procedieran de los teólogos, y esto hace que se confíe más en
la ciencia que en la religión para hallar respuestas al mundo que nos acoge.
La endogamia sigue siendo una ventaja como
cantera de vocaciones militares, pero la Iglesia institucional, al sustentar inamovible el
principio del celibato sacerdotal, se priva de esta aportación de sangre nueva
para nutrir sus filas, si bien cuenta con la inapreciable ventaja de su papel
en la educación para reclutar a sus alevines en la infancia o la adolescencia
en que resulta más eficaz el adoctrinamiento.
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