domingo, 2 de octubre de 2016

Cambio acelerado



    Tal vez la característica más notable del tiempo en que vivimos sea la profundidad y rapidez con que los cambios se suceden en todos los órdenes de la vida. Ciertamente el tiempo es testigo de que siempre se han producido mutaciones de la naturaleza y en el comportamiento de las personas, pero la aceleración histórica explica que en el presente las transformaciones sean más frecuentes  que en el pasado y que lo serán más en el porvenir.
    Ejemplo de mudanza nos lo dan dos de las instituciones más antiguas y arraigadas del mundo que hasta hace poco parecían relativamente inmunes al paso de los años y aun de los siglos: la Iglesia y el ejército. Religión y milicia  tienen varios aspectos comunes y con frecuencia se encuentran en las mismas trincheras, defendiendo valores parejos; ambas son esencialmente conservadoras, guardianes del orden establecido. Nada tiene de extraño por ello que en distintas épocas, algunas no muy lejanas,  se proclamase como un ideal la figura del hombre mitad monje y mitad soldado, y aunque el cristianismo no llegó a venerar a un dios específico de la guerra como hicieron los romanos con Marte, se invoca a Dios como señor de los ejércitos, los cruzados afirmaban que “Dios lo quiere”, y al Nazareno se le conoce como Cristo Rey, y en los altares se representa a  Santiago matamoros.
    Ambas instituciones son vistas por la sociedad actual de forma muy diferente del pasado, y como consecuencia, están sometidas  a convulsiones internas que ponen a prueba su flexibilidad  para adaptarse a los tiempos.
    Es visible que la sociedad civil muestra un aprecio decreciente por las carreras eclesiástica y de las armas, y la pérdida de vocaciones consiguiente deja las diócesis  sin seminarios y las ciudades sin cuarteles, al mismo que crecen el agnosticismo y el pacifismo a parecido ritmo. Los jóvenes no se sienten atraídos ni por la sotana ni por los vistosos uniformes marciales. A muy pocos les seduce vivir como un cura y la gente, en general, se preocupa más por librar el cuerpo de privaciones y sacrificios que de salvar el alma del pecado. Antes que ganar paraísos lejanos se prefiere el más prosaico placer aquí y ahora.
    Aun cuando los cambios afectan por igual a institutos armados y religiosos, cada uno muestra distinta  capacidad de reacción para acoplarse a los cambios.  El ejército arrincona sus prejuicios machistas y abre sus puertas a la mujer, en tanto la Iglesia, más inflexible y tradicionalista, se las cierra a cal y canto, e insiste en que el sacerdocio es cosa de hombres, si bien no de todos, sino de los  que sean heterosexuales –aun que luego estén obligados a vivir en castidad. Por el contrario las fuerzas armadas no distinguen entre homos y heteros y se puede ser oficial y caballero independientemente de la orientación sexual. Para la Iglesia, en cambio, el sexo sigue siendo tabú. Los militares someten a revisión sus principios organizativos y aceptan que las Ordenanzas de Carlos III ya no valen; la Iglesia, no solo acepta como inmutables las verdades consignadas en los libros sagrados, sino que rechaza modificar su constitución jerárquica piramidal, o admitir otros criterios que los de la ortodoxia para enjuiciar los fenómenos  sociales de nuestros días que los consagrados siglos ha por los distintos concilios. Lo malo para la curia es que los contestatarios ya no temen las hogueras de la inquisición, y los autores publican sus libros sin someterse al preceptivo “nihil obstat” de antaño, y por ello los creyentes estiman más plausibles las teorías de la evolución natural, o la del “Big Bang”,  que la creación del universo en seis días y uno de descanso. A la gente le ha dado por pensar por su cuenta sin dogmatismos ni censuras, sin esperar a que las verdades procedieran de los teólogos, y esto hace que se confíe más en la ciencia que en la religión para hallar respuestas al mundo que nos acoge.
    La endogamia sigue siendo una ventaja como cantera de vocaciones militares, pero la Iglesia institucional, al sustentar inamovible el principio del celibato sacerdotal, se priva de esta aportación de sangre nueva para nutrir sus filas, si bien cuenta con la inapreciable ventaja de su papel en la educación para reclutar a sus alevines en la infancia o la adolescencia en que resulta más eficaz el adoctrinamiento.

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