domingo, 28 de junio de 2015

Aldeas clausuradas



Resultado de imagen de aldea abandonada    Nada menos que 1.600 pequeños núcleos de población rural de Galicia han quedado abandonados por sus moradores, según datos del Instituto Nacional de Estadística, y el número sigue creciendo, ya que hay otros muchos en estado agónico. Se trata de un fenómeno con múltiples implicaciones: sociales, económicas, medioambientales y humanas.
    La falta de oportunidades para las generaciones más jóvenes, la carencia de alternativas a las del sector primario, la relativamente mala calidad de la vida por el aislamiento, la pérdida de rentabilidad de agricultura y ganadería, son algunas de las causas que concurren, a las que habría que añadir los efectos de la globalización que facilita los movimientos de población y endurecen la competencia con otros países y otros modelos de producción.
    El proceso comienza por la emigración de los jóvenes al extranjero o a las ciudades; como consecuencia cae en picado la tasa de natalidad; la falta de niños conduce al cierre de las escuelas. Como los residentes mayores disminuyen por ley natural, las farmacias cierran y quedan cada vez más alejadas. Son los vacíos que preceden a la muerte anunciada. El resultado es penoso. Donde hubo animación y vida queda el silencio y la soledad.
    Las consecuencias de la evolución descrita son de variada índole. El despoblamiento del interior, con mayor incidencia en las provincias de Lugo y Orense, crea un desequilibrio territorial de forma que las dos terceras partes de la población se concentran en el eje atlántico, originando la desertificación de buena parte del territorio interior.
    Desde el punto de vista económico se produce una destrucción de riqueza. Los campos quedan yermos, los cultivos son sustituidos por plantas invasoras (zarzas, helechos, etc.), las casas deshabitadas van cayéndose paulatinamente y en el terreno proliferan las alimañas.
    Humanamente es un drama de dimensiones traumáticas que sufren quienes nacieron en una aldea donde tenían sus raíces familiares y ven como por falta de continuadores sus moradas se convierten en la nada.
    Todas estas circunstancias configuran un grave problema que los poderes públicos no pueden desatender porque nos afecta a todos, si bien hay que reconocer que no tiene fácil solución.
    Para que los lugares borrados del mapa o en vías de extinción puedan retener gente sería necesario llevar a cabo la siempre demorada reforma agraria a fin de que la desaparición del minifundio diera paso a unidades de explotación rentables. Quedarían pocos habitantes, pero al menos la presencia humana sería visible. Hasta ahora, ni la concentración parcelaria que tanto costó, ni el abortado banco de tierras del bipartito sirvieron para alterar significativamente la situación del campo.
    Ciertamente parece inevitable la desaparición de muchas aldeas al quedarse desiertas. Su tamaño es incompatible con la dotación de equipamiento social que hoy se considera indispensable para una residencia aceptable. Son víctimas del progreso como lo fueron más de otras quinientas que quedaron sumergidas por el agua de los embalses.
    Pienso que la mejor respuesta del poder consiste en potenciar la habitabilidad de los núcleos de mediana dimensión dotándolos de servicios y equipamiento urbano para atraer la población de las aldeas, creando puestos de trabajo mediante la promoción de industrias y la explotación racional de los recursos naturales.
    Los gobiernos central y autonómico no pueden seguir contemplando con indiferencia el avance incesante de la desertificación de buena parte del territorio con los perjuicios de toda índole que ello comporta.

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