Nada menos que 1.600 pequeños núcleos de
población rural de Galicia han quedado abandonados por sus moradores, según
datos del Instituto Nacional de Estadística, y el número sigue creciendo, ya
que hay otros muchos en estado agónico. Se trata de un fenómeno con múltiples
implicaciones: sociales, económicas, medioambientales y humanas.
La falta de oportunidades para las
generaciones más jóvenes, la carencia de alternativas a las del sector
primario, la relativamente mala calidad de la vida por el aislamiento, la
pérdida de rentabilidad de agricultura y ganadería, son algunas de las causas
que concurren, a las que habría que añadir los efectos de la globalización que
facilita los movimientos de población y endurecen la competencia con otros
países y otros modelos de producción.
El proceso comienza por la emigración de
los jóvenes al extranjero o a las ciudades; como consecuencia cae en picado la
tasa de natalidad; la falta de niños conduce al cierre de las escuelas. Como
los residentes mayores disminuyen por ley natural, las farmacias cierran y
quedan cada vez más alejadas. Son los vacíos que preceden a la muerte
anunciada. El resultado es penoso. Donde hubo animación y vida queda el
silencio y la soledad.
Las consecuencias de la evolución descrita
son de variada índole. El despoblamiento del interior, con mayor incidencia en
las provincias de Lugo y Orense, crea un desequilibrio territorial de forma que
las dos terceras partes de la población se concentran en el eje atlántico,
originando la desertificación de buena parte del territorio interior.
Desde el punto de vista económico se
produce una destrucción de riqueza. Los campos quedan yermos, los cultivos son
sustituidos por plantas invasoras (zarzas, helechos, etc.), las casas
deshabitadas van cayéndose paulatinamente y en el terreno proliferan las
alimañas.
Humanamente es un drama de dimensiones
traumáticas que sufren quienes nacieron en una aldea donde tenían sus raíces
familiares y ven como por falta de continuadores sus moradas se convierten en
la nada.
Todas estas circunstancias configuran un
grave problema que los poderes públicos no pueden desatender porque nos afecta
a todos, si bien hay que reconocer que no tiene fácil solución.
Para que los lugares borrados del mapa o en
vías de extinción puedan retener gente sería necesario llevar a cabo la siempre
demorada reforma agraria a fin de que la desaparición del minifundio diera paso
a unidades de explotación rentables. Quedarían pocos habitantes, pero al menos
la presencia humana sería visible. Hasta ahora, ni la concentración parcelaria
que tanto costó, ni el abortado banco de tierras del bipartito sirvieron para
alterar significativamente la situación del campo.
Ciertamente parece inevitable la
desaparición de muchas aldeas al quedarse desiertas. Su tamaño es incompatible
con la dotación de equipamiento social que hoy se considera indispensable para
una residencia aceptable. Son víctimas del progreso como lo fueron más de otras
quinientas que quedaron sumergidas por el agua de los embalses.
Pienso que la mejor respuesta del poder
consiste en potenciar la habitabilidad de los núcleos de mediana dimensión
dotándolos de servicios y equipamiento urbano para atraer la población de las
aldeas, creando puestos de trabajo mediante la promoción de industrias y la
explotación racional de los recursos naturales.
Los gobiernos central y autonómico no
pueden seguir contemplando con indiferencia el avance incesante de la
desertificación de buena parte del territorio con los perjuicios de toda índole
que ello comporta.
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