Los comicios del pasado 24 de mayo dieron
un fuerte varapalo a los dos partidos mayoritarios que desde la Transición se turnaron
en el poder. Así como para el PSOE los resultados
adversos eran previsibles por cómo negó primero la crisis y sucumbió después a
las presiones exteriores para combatirla, no ocurrió lo mismo respecto del PP.
Las explicaciones que se oyen de sus
líderes más cualificados se centran en que el desafecto de los votantes se
debió a un fallo de comunicación de las medidas de política económica adoptadas
durante cuatro años para salir de la recesión, admitiendo también como causa coadyuvante la ola de corrupción.
Esta interpretación sesgada constituye un autoengaño
que puede condicionar el futuro próximo del partido. Como autocrítica y
enmienda proponen reforzar los contactos con la gente y transmitirle el mensaje
de que “se hizo lo que había que hacer”, en palabras del presidente del
Gobierno. Esto equivale a negar el hecho de que los problemas admiten más de
una solución, como hay diferentes terapias para curar una enfermedad.
La realidad desmiente que se tratase de una
cuestión de comunicación. Para ello, el PP contó con los medios afines y con la
domesticada TVE en manos de un confeso militante. Todos sabemos y sufrimos la
existencia de una profunda crisis, pero está fuera de toda duda que el
tratamiento que se le dio no fue el adecuado desde el punto de vista de la
equidad y la justicia social.
Las medidas implantadas han conducido a una
España a dos velocidades: las de quienes han incrementado su patrimonio o no
tienen dificultades para llegar a fin de mes y la de millones de familias que
se han quedado sin ingresos para afrontar el día a día.
Que el tratamiento dado no fue equitativo
ni justo lo prueba hasta la saciedad el desigual reparto de sacrificios de las
distintas clases sociales, de forma que España se convirtió en el país más
desigual de la UE
con excepción de Letonia.
A este resultado contribuyeron, entre
otras, las siguientes medidas adoptadas por el Gobierno:
a) La reforma laboral, que propició unas
condiciones de trabajo asalariado muy desprotegidas, con remuneraciones a la
baja, precariedad en el empleo y despido barato que condujeron al aumento del
paro y el empobrecimiento de muchas familias.
b) La política impositiva regresiva que
elevó el IVA al 21% ( frente a lo que habían prometido) con aplicaciones tan
sorprendentes como la tarifa máxima a la cultura (cine y teatro) y la reducida
del 10% al fútbol.
c) El copago farmacéutico a los
pensionistas.
d) La reducción del impuesto de sociedades
y la eliminación del de patrimonio, los cuales favorecen exclusivamente a las
grandes fortunas. Hasta organismos tan poco sospechosos de izquierdismo como el
FMI reconoció que los impuestos directos tales como el IRPF o el de Sociedades
son más redistributivos que los indirectos como el IVA, y que la protección
social es más efectiva a la hora de reducir la desigualdad.
Si a estas políticas añadimos los efectos
deletéreos de la corrupción que afecta a todas las instituciones, se explica la
aparición de movimientos sociales como el 15-M, cuna de formaciones como
Podemos y que dieron impulso a Ciudadanos, los cuales capitalizan la
indignación popular y la protesta de tantos damnificados. Estos partidos
emergentes han supuesto un soplo de aire fresco en la vieja política, cuyo
primer fruto ha sido despertar de la modorra y variar varios aspectos de los
programas del PP y PSOE.
Sin
embargo, el Partido Popular no parece haber aprendido la lección. Si admite
como causa principal de su derrota electoral y autocrítica un problema de
publicidad y propaganda, volverá a incurrir en los mismos errores de partida y,
en ese caso, muy mal tendrían que hacerlo Podemos y Ciudadanos para que los
electores volvieran a confiar en las promesas de los anquilosados partidos en
la próxima confrontación de noviembre, en el supuesto de que no se adelante la
convocatoria.
Esa jornada electoral puede ser decisiva
para consolidar el cambio anunciado o para que se frustre la oportunidad.
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