En el mes de abril el Gobierno francés se
opuso y bloqueó la emisión de una moneda belga en conmemoración del
bicentenario de la batalla de Waterloo, alegando que “estamos en un momento en
que los Gobiernos de la eurozona intentan construir una fuerte cooperación en
torno a la moneda común”. Finalmente, Bélgica se salió con la suya y emitió la
moneda.
Waterloo es el nombre de un pequeño pueblo
a pocos kilómetros de Bruselas donde Napoleón se enfrentó el 18 de junio de
1815 por última vez a los ejércitos inglés y prusiano al mando de Wellington y
Blücher, respectivamente. La batalla, que Stefan Zweig describió en su libro
“Momentos estelares de la humanidad” como uno de los catorce acontecimientos
que a su juicio cambiaron la historia, causó 46.600 bajas francesas y 24.000 de
los aliados.
Napoleón fue derrotado y hecho prisionero,
y su sueño de crear un imperio europeo murió aquel día lluvioso. El veto de
ahora a la pieza numismática no es más que uno de tantos incidentes que
dificultan el proyecto de crear una auténtica unión europea. La historia ha
visto combatir tantas veces a los hoy Estados miembros de la UE, que es tarea ímproba borrar
la desconfianza y los malos recuerdos que van unidos a tan frecuentes
desencuentros. Las heridas causadas por tantos conflictos son profundas y
resistentes a la cicatrización. Las más vivas por recientes son las que dejaron
las dos guerras mundiales.
Muchas naciones celebran su fiesta nacional
en conmemoración de victorias bélicas sobre sus vecinos. Sin salirnos de
España, los ejércitos napoleónicos y los Cien Mil Hijos de San Luis crearon
mucho resentimiento a su paso, y cada año se celebra el 2 de mayo para recordar
el levantamiento popular contra los gabachos, como se llamaba despectivamente a
los franceses. Frente a Inglaterra nos duele el agravio de que un miembro de la UE posea en Gibraltar la última
colonia del continente.
Constituye un obstáculo adicional el
recrudecimiento del nacionalismo, cuyos partidos de ultraderecha y
ultraizquierda hacen gala de su eurofobia. Reivindican la soberanía nacional
que siembra el odio y han hecho correr ríos de sangre.
Conseguir que 500 millones de personas
lleguen a sentirse ciudadanos de una nueva patria común, se antoja una tarea
titánica. Exige derribar múltiples barreras, como cambiar la mentalidad de la
gente. Para lograrlo se necesita tiempo, líderes imaginativos, con visión de
futuro, que hagan sentirse a los ciudadanos partícipes de un proyecto
ilusionante en el que las instituciones defiendan con eficiencia los derechos y
libertades, y sean faro que ilumine la senda de los derechos humanos.
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