domingo, 14 de junio de 2015

A dos siglos de Waterloo



    En el mes de abril el Gobierno francés se opuso y bloqueó la emisión de una moneda belga en conmemoración del bicentenario de la batalla de Waterloo, alegando que “estamos en un momento en que los Gobiernos de la eurozona intentan construir una fuerte cooperación en torno a la moneda común”. Finalmente, Bélgica se salió con la suya y emitió la moneda.
    Waterloo es el nombre de un pequeño pueblo a pocos kilómetros de Bruselas donde Napoleón se enfrentó el 18 de junio de 1815 por última vez a los ejércitos inglés y prusiano al mando de Wellington y Blücher, respectivamente. La batalla, que Stefan Zweig describió en su libro “Momentos estelares de la humanidad” como uno de los catorce acontecimientos que a su juicio cambiaron la historia, causó 46.600 bajas francesas y 24.000 de los aliados.
    Napoleón fue derrotado y hecho prisionero, y su sueño de crear un imperio europeo murió aquel día lluvioso. El veto de ahora a la pieza numismática no es más que uno de tantos incidentes que dificultan el proyecto de crear una auténtica unión europea. La historia ha visto combatir tantas veces a los hoy Estados miembros de la UE, que es tarea ímproba borrar la desconfianza y los malos recuerdos que van unidos a tan frecuentes desencuentros. Las heridas causadas por tantos conflictos son profundas y resistentes a la cicatrización. Las más vivas por recientes son las que dejaron las dos guerras mundiales.
    Muchas naciones celebran su fiesta nacional en conmemoración de victorias bélicas sobre sus vecinos. Sin salirnos de España, los ejércitos napoleónicos y los Cien Mil Hijos de San Luis crearon mucho resentimiento a su paso, y cada año se celebra el 2 de mayo para recordar el levantamiento popular contra los gabachos, como se llamaba despectivamente a los franceses. Frente a Inglaterra nos duele el agravio de que un miembro de la UE posea en Gibraltar la última colonia del continente.
    Constituye un obstáculo adicional el recrudecimiento del nacionalismo, cuyos partidos de ultraderecha y ultraizquierda hacen gala de su eurofobia. Reivindican la soberanía nacional que siembra el odio y han hecho correr ríos de sangre.
    Conseguir que 500 millones de personas lleguen a sentirse ciudadanos de una nueva patria común, se antoja una tarea titánica. Exige derribar múltiples barreras, como cambiar la mentalidad de la gente. Para lograrlo se necesita tiempo, líderes imaginativos, con visión de futuro, que hagan sentirse a los ciudadanos partícipes de un proyecto ilusionante en el que las instituciones defiendan con eficiencia los derechos y libertades, y sean faro que ilumine la senda de los derechos humanos.

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