lunes, 3 de noviembre de 2014

Paradojas de la Historia



    El 4 de octubre de 1999 tuvo lugar en Madrid un acto de gran simbolismo histórico. En el marco de su visita oficial a España, el presidente de la república francesa, Jacques Chirac, homenajeó a los héroes del 2 de mayo, depositando una corona de flores en el monumento que les recuerda en la plaza de la Lealtad.
    ¡Quién diría a Daoiz y Velarde que, pasado el tiempo, les rendiría honores el máximo representante del pueblo cuyos soldados fueron sus ejecutores! De saberlo, es dudoso que hubieran sacrificado sus vidas por defender lo que interpretaron como los sagrados intereses de la patria y resultaron ser las puertas que abrieron el reinado de Fernando VII, de infausta memoria, llamado primero “el rey deseado” y después “el rey felón”.
    La ofrenda floral de Chirac a los que cayeron frente a las tropas napoleónicas recuerda la postración de hinojos del canciller alemán Willy Brandt ante el monumento a los judíos masacrados por los nazis en el gueto de Varsovia, y a otros actos de contrición pública a los que asistimos en los últimos tiempos.
    La historia es pródiga en ofrecer testimonios de hechos que en su día fueron juzgados como gestas gloriosas y que en el futuro fueron considerados como episodios desafortunados cuando no criminales, por la ceguera de los políticos que no supieron evitarlos. Más pronto o más tarde se impone la rectificación y surge la necesidad del desagravio, implícito o expreso, a las víctimas injustamente sacrificadas.
    La historia de España no está exenta de estas trágicas paradojas. Pensemos, por ejemplo, en como se desarrolló la emancipación de la América hispana y de Filipinas. Los héroes de la independencia fueron juzgados traidores y los que cayeron en poder de los españoles fueron ejecutados, como fue el caso del cura mexicano Miguel Hidalgo o el joven poeta filipino José Rizal.
    En la cruenta guerra que España libró para conservar su imperio de ultramar cosechó las derrotas de Ayacucho, Chacabuco, Carabobo y Boyacá, que dieron la independencia a Perú, Chile, Venezuela y Colombia. A los vencedores de aquella contienda fratricida no solo se les honra como los libertadores de sus países, sino que también en España son reconocidos con estatuas y se les dedican calles y plazas, en tanto que los vencidos han caído en el más espeso de los olvidos y sus nombres no aparecen en los textos escolares, que es como una segunda y definitiva muerte de los que perecieron en combate. Que nadie busque en una enciclopedia general los nombres del virrey La Serna, de Rafael Maroto, de Ceballos o de Cajigas. Una excepción conocida en Vigo fue Pablo Morillo que mandó el ejército derrotado por Bolívar en Boyacá. Gracias a su actividad política posterior aquí es recordado y homenajeado por haber recogido la rendición de los ocupantes franceses (gabachos, como se decía entonces) el 29 de marzo de 1809, y su estatua corona el monumento levantado en la plaza de la independencia.
    ¿Cómo alguien  podría explicarles a los miles de españoles muertos a manos de los yankis en Cuba que su sacrificio iría seguido, 55 años más tarde, de un acuerdo por el que Estados Unidos, artífice de  nuestro descalabro, ocuparía  como aliado bases en la metrópoli?
    Estas contradicciones, verdaderas burlas de la historia, las estamos sufriendo actualmente a causa de nuestra guerra incivil. Los que un día fueron llamados héroes y mártires son hoy motejados de fascistas y a sus víctimas se las denomina luchadores por la libertad,   aunque los descendientes o partidarios de los primeros se opongan a la exhumación de sus restos. Setenta y ocho años después de aquel aciago enfrentamiento, su recuerdo aun perturba la convivencia.
    Cervantes dejó escrito que la historia es maestra de la vida, pero los alumnos, que somos todos, cosechamos abundantes suspensos en todos los exámenes, porque olvidamos sus lecciones y repetimos los mismos errores.
    Bien hayan, por ello, los gobernantes de amplia visión y altura de miras que dirigen la nave del Estado por las límpidas aguas de la ética y la justicia, y así evitan arrepentimientos tardíos que a nada conducen porque los muertos no resucitan.
    ¡Cuántas guerras se habrían evitado  si los líderes políticos  hubieran hecho más uso de la cordura y la sensatez a la hora de resolver los conflictos.

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