El 4 de octubre de
1999 tuvo lugar en Madrid un acto de gran simbolismo histórico. En el marco de
su visita oficial a España, el presidente de la república francesa, Jacques Chirac,
homenajeó a los héroes del 2 de mayo, depositando una corona de flores en el
monumento que les recuerda en la plaza de la Lealtad.
¡Quién diría a Daoiz
y Velarde que, pasado el tiempo, les rendiría honores el máximo representante
del pueblo cuyos soldados fueron sus ejecutores! De saberlo, es dudoso que
hubieran sacrificado sus vidas por defender lo que interpretaron como los
sagrados intereses de la patria y resultaron ser las puertas que abrieron el
reinado de Fernando VII, de infausta memoria, llamado primero “el rey deseado”
y después “el rey felón”.
La ofrenda floral
de Chirac a los que cayeron frente a las tropas napoleónicas recuerda la
postración de hinojos del canciller alemán Willy Brandt ante el monumento a los
judíos masacrados por los nazis en el gueto de Varsovia, y a otros actos de
contrición pública a los que asistimos en los últimos tiempos.
La historia es
pródiga en ofrecer testimonios de hechos que en su día fueron juzgados como
gestas gloriosas y que en el futuro fueron considerados como episodios
desafortunados cuando no criminales, por la ceguera de los políticos que no
supieron evitarlos. Más pronto o más tarde se impone la rectificación y surge
la necesidad del desagravio, implícito o expreso, a las víctimas injustamente
sacrificadas.
La historia de
España no está exenta de estas trágicas paradojas. Pensemos, por ejemplo, en
como se desarrolló la emancipación de la América hispana y de Filipinas. Los héroes de la
independencia fueron juzgados traidores y los que cayeron en poder de los
españoles fueron ejecutados, como fue el caso del cura mexicano Miguel Hidalgo
o el joven poeta filipino José Rizal.
En la cruenta
guerra que España libró para conservar su imperio de ultramar cosechó las
derrotas de Ayacucho, Chacabuco, Carabobo y Boyacá, que dieron la independencia
a Perú, Chile, Venezuela y Colombia. A los vencedores de aquella contienda
fratricida no solo se les honra como los libertadores de sus países, sino que
también en España son reconocidos con estatuas y se les dedican calles y
plazas, en tanto que los vencidos han caído en el más espeso de los olvidos y
sus nombres no aparecen en los textos escolares, que es como una segunda y
definitiva muerte de los que perecieron en combate. Que nadie busque en una enciclopedia
general los nombres del virrey La
Serna, de Rafael Maroto, de Ceballos o de Cajigas. Una
excepción conocida en Vigo fue Pablo Morillo que mandó el ejército derrotado
por Bolívar en Boyacá. Gracias a su actividad política posterior aquí es
recordado y homenajeado por haber recogido la rendición de los ocupantes
franceses (gabachos, como se decía entonces) el 29 de marzo de 1809, y su
estatua corona el monumento levantado en la plaza de la independencia.
¿Cómo alguien podría explicarles a los miles de españoles
muertos a manos de los yankis en Cuba que su sacrificio iría seguido, 55 años
más tarde, de un acuerdo por el que Estados Unidos, artífice de nuestro descalabro, ocuparía como aliado bases en la metrópoli?
Estas
contradicciones, verdaderas burlas de la historia, las estamos sufriendo
actualmente a causa de nuestra guerra incivil. Los que un día fueron llamados
héroes y mártires son hoy motejados de fascistas y a sus víctimas se las
denomina luchadores por la libertad, aunque los descendientes o partidarios de los
primeros se opongan a la exhumación de sus restos. Setenta y ocho años después
de aquel aciago enfrentamiento, su recuerdo aun perturba la convivencia.
Cervantes dejó
escrito que la historia es maestra de la vida, pero los alumnos, que somos
todos, cosechamos abundantes suspensos en todos los exámenes, porque olvidamos
sus lecciones y repetimos los mismos errores.
Bien hayan, por
ello, los gobernantes de amplia visión y altura de miras que dirigen la nave
del Estado por las límpidas aguas de la ética y la justicia, y así evitan
arrepentimientos tardíos que a nada conducen porque los muertos no resucitan.
¡Cuántas guerras
se habrían evitado si los líderes
políticos hubieran hecho más uso de la
cordura y la sensatez a la hora de resolver los conflictos.
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