Me refiero al noviembre de 1989 y
concretamente al día 9 en que se conmemora un hecho trascendental en la historia
contemporánea de Alemania, con repercusiones mundiales. En efecto, en ese día
ocurrió inesperadamente la caída del muro de Berlín que no solo significó la
reunificación de la República Federal
de Alemania con la República Democrática
Alemana para formar la actual Alemania que sobrevivió a la derrota de 1945,
sino también el preludio del colapso de la Unión Soviética, completado dos
años después.
Ese último acontecimiento representó la
desaparición del comunismo europeo llamado socialismo real, y como resultado,
la victoria del capitalismo que se quedó sin antagonista ideológico. Tal
circunstancia tuvo graves consecuencias que en parte seguimos experimentando.
Por otro lado, el cambio dio paso en Rusia
y en los países que giraban en su órbita a la transición del socialismo o al
capitalismo de la que no había precedentes históricos, y cuyo desenlace supuso
la privatización de las empresas públicas que cayeron en manos de una élite
privilegiada de multimillonarios, y en política al gobierno democrático de líderes
autocráticos por el estilo de Vladimir Putin.
Pero si en economía hubo que acudir a la
improvisación sobre la marcha para salir adelante, no fue menor la influencia
del cambio en la situación sociopolítica en gran parte del mundo. El
capitalismo se sintió libre de ataduras para poner en marcha su ideología. De
ello se encargaron sobre todo Ronald Reagan en EE.UU y Margaret Thatcher en
Gran Bretaña, siguiendo las pautas marcadas por la escuela de Chicago dirigida
por el economista Milton Friedman.
Sus rasgos definitorios son la
privatización de la economía, el ataque a los poderes estatales –“El Estado es el problema”- , debilitar las
organizaciones sindicales y eliminar organismos de control. La experiencia demostró
lo errado de la receta, ya que las empresas privadas, obrando a su albedrío,
provocan patologías económicas como las crisis recurrentes, porque los mercados
no son buenos médicos de sus dolencias.
Sumando al sistema económico neoliberal los
efectos de la mundialización o globalización que instituye el libre movimiento
de capitales a la vez que obstaculiza o restringe las migraciones, tenemos
dibujado el panorama actual, caracterizado por la destrucción paulatina del
Estado de bienestar que costó siglos de luchas sindicales conseguir, el paro
masivo y el deterioro de las condiciones laborales. Los favores al capital se
contraponen a los derechos de los trabajadores y los beneficios del capital
aumentan exponencialmente en la misma proporción en que se deprimen los
salarios y disminuye su peso en la formación del PIB, incrementándose consiguientemente
la desigualdad. Vivimos en un estado de cosas en que el poder y el capital se
han entremezclado y los gobiernos se mueven entre las urnas y los mercados.
En todas estas transformaciones ha influido
la caída del comunismo. Tras la Iª Guerra Mundial se inició la promulgación de
leyes sociales, comenzando por el establecimiento de la jornada máxima legal de
ocho horas, a lo que no fue ajeno el temor a que se extendiera la revolución
bolchevique.
En sentido inverso actuó el fenómeno político
que se inició con la desaparición del muro de Berlín seguido del desplome del
imperio soviético que confirmó el triunfo y la vigencia del capitalismo puro y
duro.
Estamos instalados en una fase crítica de
la situación sociopolítica que genera un rechazo creciente con la desafección
de la clase política y el descrédito de la democracia, en tanto en cuanto
produce los frutos que conocemos y sufrimos. De esta pugna, hoy por hoy,
afortunadamente pacífica, es previsible que como reacción surja la semilla de
una renovación del sistema que nos gobierna. Es posible que estemos en los
comienzos de una revolución sin darnos cuenta.
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