lunes, 10 de noviembre de 2014

Un noviembre histórico



    Me refiero al noviembre de 1989 y concretamente al día 9 en que se conmemora un hecho trascendental en la historia contemporánea de Alemania, con repercusiones mundiales. En efecto, en ese día ocurrió inesperadamente la caída del muro de Berlín que no solo significó la reunificación de la República Federal de Alemania con la República Democrática Alemana para formar la actual Alemania que sobrevivió a la derrota de 1945, sino también el preludio del colapso de la Unión Soviética, completado dos años después.
    Ese último acontecimiento representó la desaparición del comunismo europeo llamado socialismo real, y como resultado, la victoria del capitalismo que se quedó sin antagonista ideológico. Tal circunstancia tuvo graves consecuencias que en parte seguimos experimentando.
    Por otro lado, el cambio dio paso en Rusia y en los países que giraban en su órbita a la transición del socialismo o al capitalismo de la que no había precedentes históricos, y cuyo desenlace supuso la privatización de las empresas públicas que cayeron en manos de una élite privilegiada de multimillonarios, y en política al gobierno democrático de líderes autocráticos por el estilo de Vladimir Putin.
    Pero si en economía hubo que acudir a la improvisación sobre la marcha para salir adelante, no fue menor la influencia del cambio en la situación sociopolítica en gran parte del mundo. El capitalismo se sintió libre de ataduras para poner en marcha su ideología. De ello se encargaron sobre todo Ronald Reagan en EE.UU y Margaret Thatcher en Gran Bretaña, siguiendo las pautas marcadas por la escuela de Chicago dirigida por el economista Milton Friedman.
    Sus rasgos definitorios son la privatización de la economía, el ataque a los poderes estatales –“El  Estado es el problema”- , debilitar las organizaciones sindicales y eliminar organismos de control. La experiencia demostró lo errado de la receta, ya que las empresas privadas, obrando a su albedrío, provocan patologías económicas como las crisis recurrentes, porque los mercados no son buenos médicos de sus dolencias.
    Sumando al sistema económico neoliberal los efectos de la mundialización o globalización que instituye el libre movimiento de capitales a la vez que obstaculiza o restringe las migraciones, tenemos dibujado el panorama actual, caracterizado por la destrucción paulatina del Estado de bienestar que costó siglos de luchas sindicales conseguir, el paro masivo y el deterioro de las condiciones laborales. Los favores al capital se contraponen a los derechos de los trabajadores y los beneficios del capital aumentan exponencialmente en la misma proporción en que se deprimen los salarios y disminuye su peso en la formación del PIB, incrementándose consiguientemente la desigualdad. Vivimos en un estado de cosas en que el poder y el capital se han entremezclado y los gobiernos se mueven entre las urnas y los mercados.
    En todas estas transformaciones ha influido la caída del comunismo. Tras la Iª Guerra Mundial se inició la promulgación de leyes sociales, comenzando por el establecimiento de la jornada máxima legal de ocho horas, a lo que no fue ajeno el temor a que se extendiera la revolución bolchevique.
    En sentido inverso actuó el fenómeno político que se inició con la desaparición del muro de Berlín seguido del desplome del imperio soviético que confirmó el triunfo y la vigencia del capitalismo puro y duro.
    Estamos instalados en una fase crítica de la situación sociopolítica que genera un rechazo creciente con la desafección de la clase política y el descrédito de la democracia, en tanto en cuanto produce los frutos que conocemos y sufrimos. De esta pugna, hoy por hoy, afortunadamente pacífica, es previsible que como reacción surja la semilla de una renovación del sistema que nos gobierna. Es posible que estemos en los comienzos de una revolución sin darnos cuenta.

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