
Por orden cronológico apareció primero el
informe de la Fundación Foressa
auspiciado por Cáritas, cuyas conclusiones no pueden ser más alarmantes al
describir el estado de pobreza y desamparo en que viven muchos conciudadanos.
Entre otros ejemplos nos dice que el 25% de la población española –nada menos
que 11,7 millones- padece exclusión social severa, lo que significa que está
privada de servicios básicos, tales como sanidad, educación y correcta
alimentación. A esas cifras se añaden otras no menos pesimistas. Menos del 40%
de las familias llegan a fin de mes sin dificultades frente al 60% que no sabe
cómo llegar. Medio millón de personas carecen de ingresos y la tercera parte de
los niños están en riesgo de pobreza con las necesidades insatisfechas que ello
conlleva. Y lo peor es que la situación tiende a empeorar a causa de la crisis
económica que parece no tener fin, por mucho que el Gobierno insista en que
hemos iniciado la recuperación.
Estas personas de carne y hueso o de cuerpo
y alma viven en la angustia de si podrán pagar el alquiler o la hipoteca o si
serán desahuciados, si al comienzo del curso escolar podrán comprar los libros
de texto de sus hijos o si podrán costearle la comida en el colegio o si en
invierno tendrán que prescindir de la calefacción. Son solo algunos de los
aspectos implicados en la carencia de medios en que se encuentra quienes quedan
en paro y pierden la prestación por desempleo.
La segunda información a la que me refería
al principio, la facilita la revista “Forbes”. En ella se señala que los diez
españoles más acaudalados reúnen una fortuna de 83.200 millones de euros, sin
computar casas, joyas, pinturas, vehículos, o cuentas corrientes, y que los
primeros veinte supermillonarios atesoran la misma riqueza que los catorce
millones más pobres. Solamente la fortuna del primero bastaría para eliminar el
déficit del Estado y aun seguiría siendo multimillonario.
No prejuzgo la justificación de tal
acumulación de bienes; lo que sí creo es que esas personas no abonan los
impuestos que en conciencia les corresponderían y que no son de recibo
diferencias tan abismales, sobre todo en un Estado que se precia de ser
democrático, social y de derecho como reza la Constitución. En
él nadie debería verse privado de satisfacer sus necesidades básicas como es la
alimentación o la vivienda. Ello implica que las leyes son injustas y que los
poderes públicos no cumplen su cometido, que es gobernar para todos. Como no lo
hacen, tenemos, más que una injusticia, una enfermedad social. En una sociedad
sana no pueden convivir tantos lázaros con unos cuantos ricos epulones a los
que se refiere el Evangelio. Como los pobres no suelen llenar las urnas con sus
votos, se les relega al olvido. Así se explica que en lo que va de legislatura,
de las 395 iniciativas parlamentarias, solamente dos se hayan ocupado del tema
de la pobreza.
Me pregunto que placer pueden sentir los
opulentos adinerados cuando al levantarse por la mañana ven que su balance
acumuló mientras dormía varios millones más, en tanto que muchos desheredados se han acostado con la
incertidumbre de si al día siguiente tendrán un plato de comida o si tendrán
que acudir a la beneficencia para conseguirlo. Vienen a la memoria las palabras
“memento mori” (recuerda que has de morir) que le recitaban al emperador
filósofo Marco Aurelio, el que dijo “Lo he sido todo, y todo es nada”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario