Cuando designamos los órganos que alberga
nuestro cuerpo los nombramos precedidos de los adjetivos posesivos mi o mios.
Así, por ejemplo, decimos mi corazón, mi estómago, mis pulmones, etc.; pero ¿es
real esta posesión? Cuando uno tiene la propiedad de algo se sobreentiende que
ejerce su dominio y puede escoger el uso
que quiera darle, situación que en el caso que nos ocupa, no responde a la
realidad, dado que nuestra capacidad de disponer sobre su funcionamiento es
escasa o nula.
Tomemos como muestra la relación bilateral
con el corazón, un músculo que tiene una importancia capital en la duración y
normalidad de nuestra vida, como lo demuestra ser una de las causas más
frecuentes de fallecimiento.
De acuerdo con nuestros conocimientos, el
corazón puede pedirnos indirectamente
que no ingiramos mucha sal, que no bebamos un exceso de alcohol, que
realicemos un mínimo de ejercicio físico y que no le sometamos a estrés, pero
aunque cumplamos a rajatabla estos
mandatos, nada nos garantiza que él responda a nuestros deseos, y al margen de
nuestra voluntad puede acelerar sus pulsaciones aumentándolas (taquicardia) o
ralentizarlas (bradicardia) sabiendo que esta desviación del ritmo es un factor
de riesgo para el mantenimiento de nuestra salud.
En resumen, nuestra supuesta propiedad
orgánica es ilusoria y más prudente sería afirmar que la relación con nuestros
órganos internos es la de ser sus servidores o usuarios, pero no poseedores.
Si el corazón pudiera dialogar con
nosotros, tal vez alegaría que no lo hemos creado ni adquirido; lo hemos
recibido gratuitamente de nuestros progenitores en usufructo, y por tanto, sin
título de propiedad, lo cual se traduce en una relación desigual en la que
dichos órganos deciden por su cuenta y disponen de nuestra salud ignorando
nuestras apetencias y necesidades.
Como no hay regla sin excepción, existe un único caso de una parte de
nuestro cuerpo de la que podemos regular su actividad. Se trata de los órganos
sexuales. Podemos emplearlos para cumplir la función reproductiva o mantenerlos
inactivos por la castidad. No es mucho, mas es de gran importancia, ya que de
ello depende la continuidad de la especie. Ser transmisores de vida comporta
una enorme responsabilidad que no siempre se asume.
Resultado de nuestra libertad de actuación
en el campo de la actividad sexual es la obligación de atenernos a las
consecuencias que se derivan, que encuentra su más clara manifestación en la
admisión o rechazo de la interrupción voluntaria del embarazo. Lo que está
implícito en la elección es si la madre es dueña de su cuerpo o debe soportar
que otros decidan por ella.
En la mayoría de los países desarrollados
un sector de la población se opone al aborto por razones religiosas, en tanto
que los gobiernos lo autorizan dentro de un límite temporal de la gestación y
en función de la viabilidad del feto. No obstante, sigue siendo un tema
polémico, origen de agrias disputas entre defensores y detractores. En España
el aborto ha dado lugar a dos leyes y se planteó una tercera que más tarde fue
retirada, con criterios diametralmente distintos de las precedentes.
Pienso que un factor muy importante a la
hora de decidir debe de ser la voluntad de la madre a decidir, porque es protagonista y víctima a
la vez de las circunstancias. Los hombres solo somos espectadores.
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