Desde 2008 en que se hizo más patente la
crisis en España se ha ido incubando una situación de alarma social que no
tiene visos de mejora. El tratamiento que se ha aplicado para combatirla puso
de manifiesto que el mal era más profundo de lo que se pensaba. Descubrimos que
la crisis no era solo económica sino también política, social y ética.
Ni los políticos ni las élites han estado a
la altura de las circunstancias. Los primeros han mostrado una pasmosa incompetencia
e insensibilidad para repartir con un mínimo de equidad los sacrificios
impuestos por el ajuste. Los continuados recortes sociales que había iniciado
el gobierno socialista en 2010, fueron seguidos y aumentados por el siguiente
del partido popular, acompañados estos últimos además por repetidas
elevaciones de impuestos indirectos
entre los que sobresale el IVA que castiga especialmente a las economías más
vulnerables sin afectar específicamente a las grandes fortunas.
Sobre los hombros de trabajadores y clase
media baja recayó el peso del ajuste, comenzando por la lesiva reforma laboral
que incrementó la cifra de del desempleo e implicó una severa disminución de
los ingresos familiares con el consiguiente subconsumo que a su vez propició la
recesión, dando lugar al cierre de empresas y a la morosidad bancaria que fue
seguida de la restricción crediticia.
Para comprender mejor el impacto del paro
basta analizar su composición con datos del Instituto Nacional de Estadística.
El pasado año terminó con cerca de seis millones de desocupados, de los cuales
3,5 millones llevaban más de un año sin trabajar, 1,8 millones de hogares
estaban con todos sus miembros sin empleo y 686.000 familias carecían de
ingresos.
Hasta ahora las penurias de la pobreza se
van sorteando, mal que bien, gracias a la red familiar, la economía sumergida y
los socorros de Caritas y otras ONG, pero se trata de remedios de urgencia que
no pueden ser duraderos, y de ningún modo, permanentes.
Al mismo tiempo, los causantes de la crisis,
personificados, aunque no exclusivamente, en los banqueros, continúan en los
mismos puestos con sueldos astronómicos o se retiran con indemnizaciones y
pensiones millonarias, sin que nadie les haya exigido responsabilidades o rendición
de cuentas. Mientras tanto, quienes no han tenido arte ni parte en el
descalabro, perdieron el empleo, se quedaron sin ingresos, no pueden pagar las
hipotecas y son desposeídos de sus viviendas. El Estado aportó 40.000 millones
de euros para evitar la quiebra de los bancos pero no dispuso de un solo euro
para salvar a los desahuciados, a pesar de que la vivienda es un derecho
amparado por la
Constitución.
Esta asimetría de trato suscita irritación
y una sensación de irresponsabilidad de las autoridades y de desamparo de los
ciudadanos que fácilmente puede transformarse en indignación de lo que son
muestra el movimiento 15M, las protestas Stop Desahucios o la revuelta de
Gamonal (Burgos). El peligro latente está en que el posible desbordamiento de
las tensiones se convierta en un estallido social. Lo que a
buen seguro no lo evitará será la promulgación de leyes represivas como el
proyecto de seguridad ciudadana destinada a reprimir las protestas populares y
restringe el derecho de manifestación, o el incremento de tasas académicas y
judiciales. Esta forma de reacción denota la falta de sentido político y de
sensibilidad social para conseguir que la ira no se transforme en violencia. No
se puede continuar esta política que es una fábrica de perdedores.
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