Las nuevas
generaciones criadas en la democracia no suelen ser conscientes de las
diferencias que les separan de quienes vivieron en el régimen anterior a la
transición política. Por ello, interesa repasar los antecedentes de la
situación actual para saber de donde venimos y explicarnos ciertos detalles de
nuestra idiosincrasia.
Los orígenes del franquismo están ligados
al fascismo italiano y al nazismo alemán que lo patrocinaron. Las tres
ideologías eran visceralmente anticomunistas, liberticidas y nacionalistas.
Todas estaban dirigidas por sendos dictadores que acaparaban la integridad de
los poderes y ostentaban nombres superlativos: Mussolini era Duce, Hitler era
Führer y Franco era Generalísimo. Cronológicamente, el poder del primero
arranca de la marcha sobre Roma en 1922; el del segundo llega por haber ganado
las elecciones en 1933, y Franco se convirtió en caudillo “por la gracia de
Dios” tras la victoria de la Guerra Civil
en 1939.
Una vez asentados en el poder, los miembros
del trío suprimieron todo tipo de oposición, comenzando por la disolución de
los partidos políticos y los sindicatos de clase con el fusilamiento de sus
directivos sin juicio previo. La actividad política quedó confiada en exclusiva
a partidos únicos. En España ese papel lo desempeñó en exclusiva el Movimiento
Nacional que englobaba a falangistas y requetés antes de la unificación. El
Parlamento se sustituyó por las Cortes orgánicas compuestas por procuradores
representantes del sindicato, la familia y el municipio, además de otros de la
Iglesia. Eliminados los sindicatos, fueron sustituidos por uno único, vertical,
de afiliación obligatoria, formado por productores y empresarios.
Los tres dictadores proyectaron fundar sendos
imperios, a saber: Hitler el III Reich, que duraría mil años (su vida se agotó
a los doce), considerando como primero el Sacro Imperio Romano Germánico, y el
segundo sería el creado en 1871 por Bismarck; Mussolini soñaba continuar el
imperio romano fundado por Rómulo y Remo. Franco, por su parte, conducía el
país “por el imperio hacia Dios” hacia una “España grande y libre” que nunca
llegó a ser lo uno ni lo otro.
En
efecto, vio como el protectorado de Marruecos proclamaba su independencia en 1956;
la colonia de Guinea Ecuatorial seguía el ejemplo en 1969 pese a habérsele
otorgado la condición de provincia; y el Sahara Occidental, con el mismo
“status” administrativo, fue ocupado por Marruecos en 1975. Franco fue, en
realidad, el liquidador de los últimos flecos del impero colonial español. En
cuanto a lo de libre, España hubo de ceder bases militares en su territorio a
Estados Unidos, un país que 55 años antes nos había arrebatado Cuba, Puerto
Rico y Filipinas.
Hasta aquí hemos señalado algunas
semejanzas compartidas por los tres autócratas que protagonizaron la etapa más
violenta del siglo XX. Pero también hubo diferencias entre ellos. Mientras para
el italiano y el alemán su muerte significó el fin de sus regímenes, Franco les
sobrevivió y mantuvo las riendas del poder desde 1939 hasta 1975 en que
falleció a los 83 años de muerte natural tras una larga agonía el 20 de
noviembre de 1975. Después hubo que desmontar pieza a pieza el sistema que
había creado hasta el 6 de diciembre de 1978 en que fue aprobada en referéndum la Constitución vigente.
A partir de entonces, los españoles
poseemos unas libertades como nunca habíamos disfrutado. Podemos afiliarnos a
cualquier partido o a ninguno, y hacer lo mismo respecto a un sindicato, profesar
la religión que más nos convenza o declararnos agnósticos. Está a nuestro
alcance desplazarnos libremente por el país sin salvoconducto, y salir al
extranjero sin pasaporte. La
Constitución establece la igualdad ante la ley y que nadie es
culpable sin haber sido condenado por sentencia firme (principio de presunción
de inocencia); se ha abolido la pena de muerte. Tenemos derecho a expresar
nuestras opiniones, participar en manifestaciones públicas, y como
trabajadores, a recurrir a la huelga para reivindicar las condiciones
laborales.
Son solo una muestra de los derechos y
libertades que nuestros padres y abuelos no pudieron disfrutar porque el régimen
no los había reconocido o se los había arrebatado.
Desde 1939 hasta hoy, 2014, España no ha
reincidido en sus endémicas guerras, golpes de Estado, sediciones militares,
cuartelazos y cambios traumáticos a los que nos acostumbró el siglo XIX y la
primera mitad del XX. Ante tan prolongado período de paz cabe preguntarse si
los horrores de la Guerra Civil
nos han vacunado contra la violencia por motivos políticos, sobre todo después
de extinguida la actividad criminal de ETA. La respuesta no puede ser
categóricamente afirmativa. Ojalá se haya instalado entre nosotros la cultura
de paz, pero no hay que olvidar que somos herederos de los que Goya retrató en
sus “Disparates” y los episodios del terrorismo registrados desde la Transición nos lo
recuerdan.
También
lo hacía el Caudillo al decir que “la vida es lucha y la paz es solo un
accidente”.
Esperemos que ese “accidente” se asiente
definitivamente en el solar hispano y en todo el mundo, pero que sea una paz
basada en la justicia, porque solo así podrá ser verdadera y asegurar el
asentimiento de la ciudadanía y el bienestar de todos. Una aspiración que dicta
el corazón a la que se resiste la realidad.
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