La
fundación BBVA hizo público recientemente un estudio comparado de diez países
en relación con lo que sus ciudadanos declaran esperar del Estado. De dicho
informe se desprende que en España es donde más se confía o reclama de los
poderes públicos y, curiosamente, con escasa diferencia entre votantes del PP y
de PSOE. La inmensa mayoría de unos y otros considera responsabilidad del
Estado la sanidad, las pensiones y los subsidios por desempleo.
Ello, en principio, presupone una notable
adhesión a los postulados de la ideología de izquierda como promotora de la
justicia social, mas la realidad es que en las últimas elecciones los
ciudadanos dieron su voto y la mayoría absoluta al PP, partido que nos
gobierna, autoproclamado de centro derecha. Primera incoherencia.
Si los españoles somos los que más exigimos
al Estado de los diez países encuestados, en buena lógica deberíamos dar
ejemplo a la hora de proporcionarle los medios económicos necesarios, mas hete
aquí que en evasión de impuestos y economía sumergida somos campeones. Segunda
incoherencia.
Cuando ocurre un desastre natural (sequías
prolongadas, inundaciones) o no tan natural como los incendios forestales, los
afectados reclaman de los poderes públicos una indemnización por los daños
sufridos. Si se produce un accidente con víctimas mortales, sus familiares
contratan a los mejores abogados (a veces solo los más caros que no siempre es
lo mismo) para eximir de responsabilidad a los actores directos y cargarla
sobre el Estado a fin de conseguir las máximas indemnizaciones posibles.
Recordemos la tragedia del Yak 42 en Turquía, el incendio del avión Spanair en
Barajas o la del AVE en Santiago. Siempre es papá Estado el que tiene que
pechar con la culpa, suministrar los servicios, apagar los fuegos y curar todas
las heridas físicas y económicas. Del poco aprecio de lo público es ejemplo la
actitud de muchos huelguistas que al ver desatendidas sus demandas, sin duda
justas en la mayoría de los casos, desahogan su ira quemando contenedores o
destruyendo otros objetos del mobiliario urbano. La Administración siempre es
el chivo expiatorio.
De buena parte de esta conducta es culpable
el propio Estado, es decir, somos todos,
por no aplicar la misma vara de medir a lo privado. Si alguien comete un
hurto, el hecho será calificado como delito siempre que el valor excede de 400
euros, pero en cambio, para que exista delito fiscal (que es una forma de robar
a todos) es preciso que el valor de lo defraudado sea superior a 120.000 euros.
Hasta la última reforma del Código penal, el tope era de 90.000 euros.
Semejante comportamiento ciudadano solo
puede explicarse por desconocimiento de la naturaleza y fines del Estado que
es, según la más conocida definición “la sociedad organizada para cumplir y
hacer cumplir la ley”. A partir de ahí podemos comprender mejor el eslogan “Hacienda
somos todos” que, siendo cierto, cayó en descrédito porque, indebidamente, no trata
a todos por igual.
Lo cierto es que la Administración del
Estado no crea dinero ni dispone de más recursos que los que le proporcionamos
los contribuyentes con nuestros impuestos, y si alguien se apropia de más de lo
que en justicia le pertenece o elude por procedimientos tortuosos el pago de lo
que la ley le exige, está defraudando a toda la sociedad.
Lo que la ciudadanía debe reivindicar a través
del Parlamento es que el Estado distribuya la carga fiscal con equidad, que priorice
los gastos sociales sobre otros, y especialmente sobre los de carácter
suntuario, que promulgue leyes justas para corregir las desigualdades que
fomenta el mercado libre, que exija a sus servidores administrar con probidad,
honestidad y rigor, erradicando la corrupción de los políticos que traicionan
la confianza depositada en ellos por los ciudadanos.
Lo que la realidad nos ofrece confirma la
sospecha de que la contradicción e incoherencia son indisociables de la
conducta humana. No obstante, hay que combatirlas sin esperar victoria, en la
convicción de que sin buenos ciudadanos es muy difícil que tengamos un buen
Estado.
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