Cada día que vivimos es un paso que nos aleja de la
cuna y nos acerca a la tumba. Podría ocurrir que fuese un día perdido si no
hemos sabido emplearlo bien. Lo cual sería una pena dado lo corta que es la
vida, y además porque sería una pérdida irrecuperable. ¿Qué hacer para no
incurrir en tan lamentable error? ¿Qué criterio seguir para dirigirnos hacia la
meta ideal y aprovechar juiciosamente toda la duración de nuestra existencia?
Infortunadamente, o las preguntas están mal formuladas
o carecen de respuesta. Así lo debió entender Antonio Machado cuando escribió
este cuarteto: “En preguntar lo que sabes/ el tiempo no has de perder…/ Y a
preguntas sin respuesta/ ¿quién te podrá responder?” Pero somos seres pensantes
y las dudas nos incitan a activar la mente con la esperanza de hallar la clave
oculta. Si lo lográramos sería tanto como conocer el sentido de la vida, saber
para qué diablos hemos venido al mundo, a fin de adaptar nuestro comportamiento
a ese destino.
El desconocimiento de este enigma vital nos llena de
zozobra a la hora de ajustar nuestro quehacer a un principio trascendente.
Somos como hojas otoñales arrastradas por el turbión, títeres manejados por
fuerzas ocultas, destino contingente sometido al azar. Ante la incertidumbre de
hacia dónde dirigir nuestros pasos, podemos elegir distintas alternativas,
todas ellas insatisfactorias. He aquí algunas posibles:
1. Escoger la vida ascética.
2. Seguir la vocación religiosa.
3. Disfrutar al máximo de los placeres a nuestro
alcance.
4. Dedicar todos los afanes al triunfo profesional y a
la conquista de la fama.
5. Cifrar nuestra meta en la formación de una familia.
6. Hacer todo cuanto nos sea posible en favor de los
demás.
7. Buscar por todos los medios la riqueza y el poder.
Cada una de estas opciones contiene una respuesta
implícita a la gran cuestión del sentido de la vida, o en algún caso, a su
negación. Algunas son excluyentes, por ejemplo la 1 y la 3; otras son
complementarias, como la 5 y la 6, y todas contienen un algo de imperfección.
En el fondo, el problema radica en nuestro insaciable
deseo de trascender, de encajar la vida en un proyecto global integrado del que
sería parte la de cada individuo en el conjunto de la historia, la naturaleza y,
el universo entero, con implicaciones incoherentes porque, ¿cómo aceptar, por
ejemplo, que el destino de tantos animales es el de ser sacrificados, cocinados
y digeridos por nosotros? Verdaderamente, no tenemos ni meros indicios para
engarzar todas las piezas en un conjunto coherente.
Ese desconocimiento de las respuestas no solo nos
incapacita para elegir nuestro rumbo sino también para orientar el de nuestros
hijos, y ello nos resta autoridad como educadores.
Estamos condenados a vivir entre sombras, y no tenemos
más remedio que abrir paso haciendo camino, orientados por los códigos de
conducta que nos marcan la ética y el hecho de vivir en sociedad.
Tal vez tenga razón el dramaturgo suizo Friedrich
Dürrenmat al afirmar que el sentido de la vida solo puede plantearse por personas
frente a personas, y esto nos conduce a un comportamiento que hace referencia a
nuestra actitud frente a los demás. La finalidad no sería otra que asumir
nuestra participación activa en el bien común.
Ante tantas disyuntivas, el individuo reivindica el
derecho a ser feliz, pero de nuevo surgen desafiantes las mismas interrogantes.
¿Cómo conseguirlo?, ¿qué camino seguir en la dirección correcta?, ¿no es la
felicidad un objetivo inalcanzable planteado de forma particular?, ¿tiene algún
significado la busca de la felicidad sin poder compartirla con otras personas?
La consecuencia sería que nuestra vida solamente podrá
justificarse en la medida en que haya tenido como finalidad facilitar la dicha
ajena, comenzando por la de los más allegados pero sin reducir nuestra
solidaridad al ámbito familiar, sino en ver en cualquier semejante al prójimo
evangélico.
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