lunes, 10 de julio de 2017

Bueno después de muerto



La muerte es el acontecimiento más decisivo de la vida. Ante ella quedamos atónitos, sin palabras porque todo está dicho, sobre todo cuando afecta a un familiar o amigo íntimo. No obstante, cuando la persona fallecida es de gran renombre, siempre es posible hilar alguna reflexión sobre las circunstancias que rodearon su vida y su despedida.
Tal ocurre con respecto al óbito de quienes desempeñaron un importante papel en la política como ocurre en el caso del excanciller alemán Helmut Kohl que fue figura clave de acontecimientos trascendentales en la historia europea de los últimos decenios del siglo pasado, cuya defunción tuvo lugar el 16 de junio de 2017, a los 87 años de edad.
Alcanzó el poder en 1982 y se mantuvo en él 16 años. A él se debe en buena parte la unificación alemana, favorecida por las buenas relaciones con Gorbachov, la creación del euro, el fortalecimiento del eje francoalemán, indispensable para la supervivencia de la UE, y por último, la adhesión de Portugal y España en 1986, que le concedió el premio Príncipe de Asturias.
En medio de tan brillante historial tuvo la debilidad de cometer un error que el Código penal considera delito. El 18 de enero de 2000, el ya excanciller se vio obligado por sus correligionarios de la Unión Cristiano Demócrata (CDU) a dimitir de la presidencia honorífica, acusado de haber recibido donativos ilegales para su partido -que en principio negó- , entre otros del traficante de armas bávaro Karlheinz Schreiber que así pagaba el favor que se le había hecho al autorizarle una exportación de material bélico. A la renuncia de su presidencia honorífica, que tuvo el aspecto de una destitución pública, le siguió dos días después el suicidio de Wolfgang Hüler, encargado de finanzas del mismo partido. Un Bárcenas con peor suerte.
Los últimos años de Kohl fueron aciagos. Con mal estado de salud –se desplazaba en silla de ruedas-, abandonado de los suyos y separado de sus dos hijos por desavenencias con la segunda esposa de su padre.
Como desquite, dejó ordenado que no se le tributasen honras fúnebres en Berlín y que el funeral de Estado se celebrara en el Parlamento Europeo -un honor inédito- en Estrasburgo, la ciudad alsaciana a orillas del Rhin, en territorio francés. El funeral tuvo lugar el 1 de julio en presencia de veinte líderes políticos y altos representantes de numerosos Estados. Asistimos a un caso de tantos en que es preciso morir para que sean reconocidos los méritos del difunto.
La trayectoria del canciller alemán nos enseña que lo más difícil es cumplir la sentencia que Shakespeare puso como título de su comedia “Bien está lo que bien acaba” porque a lo largo de la vida son muchas las tentaciones en que podemos caer y cometer errores a veces irreparables.
Estas situaciones nos llevan a las imperfecciones de que adolece la justicia humana en sus aplicaciones prácticas. Puede una persona tener un historial limpio de toda mancha, haber realizado acciones importantes a favor de la colectividad y haber obtenido notables éxitos políticos. Si en un momento determinado comete un acto deshonroso cuya gravedad no voy a enjuiciar, todas las buenas obras quedan borradas y la justicia, implacable, le juzgará y condenará como si aquellas obras no hubieran existido. Pongamos el supuesto de un ciudadano que siempre hubiera cumplido ejemplarmente sus deberes tributarios, que años después se descubre que ocultó al fisco una operación mercantil. Si los hechos configurasen un delito fiscal sería condenado a varios años de prisión, sin que sirviera de atenuante lo ocurrido anteriormente.
Es la traducción al plano judicial de la doctrina católica de que un solo pecado mortal recibe como castigo la llama eterna del infierno. Algo difícil de entender, y sobre todo tratándose de justicia divina que se supone carente de cualquier clase de imperfección.

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