La muerte es
el acontecimiento más decisivo de la vida. Ante ella quedamos atónitos, sin
palabras porque todo está dicho, sobre todo cuando afecta a un familiar o amigo
íntimo. No obstante, cuando la persona fallecida es de gran renombre, siempre
es posible hilar alguna reflexión sobre las circunstancias que rodearon su vida
y su despedida.
Tal ocurre con
respecto al óbito de quienes desempeñaron un importante papel en la política como
ocurre en el caso del excanciller alemán Helmut Kohl que fue figura clave de
acontecimientos trascendentales en la historia europea de los últimos decenios
del siglo pasado, cuya defunción tuvo lugar el 16 de junio de 2017, a los 87 años de
edad.
Alcanzó el
poder en 1982 y se mantuvo en él 16 años. A él se debe en buena parte la
unificación alemana, favorecida por las buenas relaciones con Gorbachov, la
creación del euro, el fortalecimiento del eje francoalemán, indispensable para
la supervivencia de la UE,
y por último, la adhesión de Portugal y España en 1986, que le concedió el
premio Príncipe de Asturias.
En medio de
tan brillante historial tuvo la debilidad de cometer un error que el Código
penal considera delito. El 18 de enero de 2000, el ya excanciller se vio
obligado por sus correligionarios de la Unión Cristiano Demócrata (CDU)
a dimitir de la presidencia honorífica, acusado de haber recibido donativos ilegales
para su partido -que en principio negó- , entre otros del traficante de armas
bávaro Karlheinz Schreiber que así pagaba el favor que se le había hecho al
autorizarle una exportación de material bélico. A la renuncia de su presidencia
honorífica, que tuvo el aspecto de una destitución pública, le siguió dos días
después el suicidio de Wolfgang Hüler, encargado de finanzas del mismo partido.
Un Bárcenas con peor suerte.
Los últimos
años de Kohl fueron aciagos. Con mal estado de salud –se desplazaba en silla de
ruedas-, abandonado de los suyos y separado de sus dos hijos por desavenencias
con la segunda esposa de su padre.
Como desquite,
dejó ordenado que no se le tributasen honras fúnebres en Berlín y que el
funeral de Estado se celebrara en el Parlamento Europeo -un honor inédito- en
Estrasburgo, la ciudad alsaciana a orillas del Rhin, en territorio francés. El funeral
tuvo lugar el 1 de julio en presencia de veinte líderes políticos y altos
representantes de numerosos Estados. Asistimos a un caso de tantos en que es
preciso morir para que sean reconocidos los méritos del difunto.
La trayectoria
del canciller alemán nos enseña que lo más difícil es cumplir la sentencia que
Shakespeare puso como título de su comedia “Bien está lo que bien acaba” porque
a lo largo de la vida son muchas las tentaciones en que podemos caer y cometer
errores a veces irreparables.
Estas
situaciones nos llevan a las imperfecciones de que adolece la justicia humana
en sus aplicaciones prácticas. Puede una persona tener un historial limpio de
toda mancha, haber realizado acciones importantes a favor de la colectividad y
haber obtenido notables éxitos políticos. Si en un momento determinado comete
un acto deshonroso cuya gravedad no voy a enjuiciar, todas las buenas obras
quedan borradas y la justicia, implacable, le juzgará y condenará como si
aquellas obras no hubieran existido. Pongamos el supuesto de un ciudadano que
siempre hubiera cumplido ejemplarmente sus deberes tributarios, que años
después se descubre que ocultó al fisco una operación mercantil. Si los hechos
configurasen un delito fiscal sería condenado a varios años de prisión, sin que
sirviera de atenuante lo ocurrido anteriormente.
Es la
traducción al plano judicial de la doctrina católica de que un solo pecado
mortal recibe como castigo la llama eterna del infierno. Algo difícil de
entender, y sobre todo tratándose de justicia divina que se supone carente de
cualquier clase de imperfección.
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