La frase
“España es diferente” que fue atribuida a Fraga como un eslogan turístico vale
también para designar ciertos aspectos de nuestra idiosincrasia. Me refiero
concretamente a la permanencia de actitudes y juicios −mejor diríamos
prejuicios− sobre la guerra civil y la dictadura subsiguiente. Habiendo
transcurrido ochenta y un años desde el comienzo de la contienda fratricida,
mal llamada cruzada, sigue siendo un tema tabú, capaz de encrespar los ánimos y
hacer difícil una conversación serena y desapasionada entre amigos de distinta
ideología.
Buena parte de
la culpa la tienen los gobiernos que surgieron de la transición política que, por
un lado le prestan escasa atención en los textos escolares, en los que existen
muchos espacios en blanco, y por otro, cierran a cal y canto los archivos históricos
a los investigadores, los cuales han de valerse de los documentos
desclasificados por otros países. En gran parte de los Estados de nuestro
entorno existen leyes con determinación de plazos que oscilan entre 25 y 50
años para hacer públicos documentos clasificados. En España se tramitó en 1968
la discusión parlamentaria de la
Ley de Secretos Oficiales sin que los legisladores se pusieran
de acuerdo en aprobarla e insertarla en el Boletín Oficial del Estado para su
entrada en vigor. En la tramitación legal de esta cuestión España hace honor al
eslogan citado. Muchos episodios de nuestra historia reciente permanecen
oscuros por falta de información documentada que los ratifique o rectifique.
Esta carencia
impide conocer cómo fueron gestionados determinados acontecimientos y las
decisiones que los hicieron posibles, a pesar de afectar a nuestras vidas.
Pongamos el ingreso de España en la
OTAN como único ejemplo.
Si desde que
lo dijo San Pablo se admite que la verdad nos hace libres, yo creo que también
nos hará tolerantes, comprensivos, indulgentes, y ello nos predispondrá a una
auténtica reconciliación cuando admitamos que quienes lucharon y murieron en
los dos bandos dieron su vida por la patria en las trincheras o en la
retaguardia con el propósito de que pudiéramos vivir todos en paz y armonía, independientemente
de las opiniones que cada uno pudiera defender.
Tenemos el
deber de conseguir que su sacrificio no haya sido en vano y terminar de una vez
con la clasificación de caídos por la patria y enemigos de la patria, en la
escasa medida en que aun podamos restituir el honor a los segundos, marcados por
el olvido y el oprobio con que el régimen de Franco trató a los vencidos y los
gobiernos que le sucedieron fueron ciegos y sordos ante el clamor de la
injusticia.
A los del
bando vencedor se les distinguió como excombatientes, caballeros mutilados y
excautivos y se le otorgaron honores y privilegios para el empleo: para los
perdedores, abandono e indiferencia por su futuro. Semeja desprecio añadido a
la muerte la negativa a exhumarlos de las fosas comunes en que fueron
arrojados, fuera de los cementerios. Suena a ensañamiento negar a los familiares
el último consuelo de identificar a sus deudos y darles cristiana sepultura. No
se trata de abrir viejas heridas sino de clausurar una etapa dolorosa de
nuestra historia.
Es raro que
sobreviva algún excombatiente, y también habrán fallecido la mayoría de sus
hijos. No deberíamos demorar más la hora de la misericordia haciendo honor a la
dedicación de este año proclamada por el Papa Francisco.
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