El lastre más pesado que impide el despegue
de la economía gallega es, probablemente, la distribución de la propiedad de la tierra, o
dicho en otros términos, el peso muerto
del minifundio agrario, que hace inviable desde el punto de vista económico la inmensa
mayoría de las explotaciones. Según el primer censo agrario de 1962 existían
9.527.000 parcelas y si bien desde entonces ha bajado el número, la
proliferación de microfincas sigue siendo una realidad. Sin necesidad de
recurrir a comparaciones con la UE,
es evidente que con tales estructuras cualquier intento de crear un sector
agroganadero competitivo es pura ilusión.
En España no cuajó la reforma agraria pese
a su necesidad, la cual, en muchos países se llevó a cabo en los siglos XIX y
XX. Esta omisión dejó irresuelto el problema de los latifundios andaluces, extremeños y
castellanos y la excesiva parcelación de Galicia. El único plan que inició la
II República quedó truncado por los
vencedores de la Guerra Civil.
Como medios paliativos se crearon en 1952 la Concentración
Parcelaria y en 2007 el Banco Gallego de Tierras. Con la
primera se aspiraba a agrupar las parcelas de un mismo propietario con la
consiguiente reducción de su número. Transcurridos 65 años el resultado
conseguido es mediocre a pesar de los cuantiosos recursos invertidos desde
entonces. Si un propietario es dueño de treinta parcelas –y no es un caso
extraordinario- y las convierte en diez,
seguirá poseyendo una unidad de cultivo irrentable.
Por su parte, el Banco de Tierras pretende
intervenir para que un agricultor ceda en régimen de arrendamiento las tierras
que no cultiva. En diez años de vigencia del ente, lo conseguido es mínimo y ambas
iniciativas han demostrado su incapacidad para alcanzar el objetivo propuesto.
Todo lo que conduzca a remover el obstáculo
que representa la atomización de las unidades de las explotaciones serán meros
parches de circunstancias que no tendrán otro efecto que el de un simple
maquillaje si no van dirigidas a resolver el problema de fondo de un sector que
está urgido de una auténtica reforma agraria que los políticos silencian.
Efecto de la situación actual es, por
ejemplo, la recolección de la castaña. Según cifras de la Consellería del Medio
Rural, más de 10.000 propietarios cosechan cada año veinte millones de kilos, lo que da una media
de dos mil por productor, y el 90% se exporta a más de cuarenta países. Con tan
fraccionada oferta tiene poco sentido
hablar de operaciones de exportación,
dado que el conjunto llenarían dos contenedores.
Comprendiendo la riqueza potencial de este
producto, la Consellería acordó invertir en 2017, 2,6 millones de
euros a repartir entre solicitantes de nuevas plantaciones de castaños en
ayudas entre 300 y 2.200 euros por hectárea. Los resultados serán
insignificantes porque los agricultores sostienen que la extensión mínima para optar a las subvenciones sería de media
hectárea, cuando la superficie media no
supera los 3.000 metros.
En tanto no se adopten medidas
drásticas encaminadas a transformar las
estructuras arcaicas que perduran en el campo gallego, se mantendrá la crisis
vigente en el sector y se acelerará el abandono de las aldeas, la
desertificación rural y el empobrecimiento de los pocos agricultores que se
resisten pegados a la tierra y se resignan a malvivir.
Lo mismo la agricultura que la ganadería,
la pesca y la silvicultura tienen sus propios problemas específicos, pero todos
comparten uno común: la antieconómica dimensión de sus empresas, con contadas
excepciones.
Todo hace prever que es utópica la
pretensión de llevar a cabo una reforma agraria en profundidad. Siendo así, a
mi juicio, que no soy experto pero sí observador de las dificultades que sufre
el sector, podría aliviarse la situación del campo mediante la adopción de
determinadas medidas, tales como:
a)
Dotar el Banco de Tierras de recursos adecuados
para adquisición de parcelas y cedérselas a cooperativas agrarias a las
que se facilitaría asesoramiento de gestión y apoyo financiero en su fase
inicial.
b)
Promover la repoblación forestal con especies
seleccionadas por el valor de la producción maderera y su menor propensión a
los incendios.
c)
Planificación y promoción de industrias
agroalimentarias.
d)
Actualizar la legislación sobre montes en mano común de
forma que cumplan los fines sociales, económicos y de conservación que darían
sentido a su mantenimiento.
e)
Fomento de nuevos cultivos adaptados a las condiciones
edafológicas y a su rentabilidad.
f)
Intensificación de la labor del Servicio de Extensión
Agraria.
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