Una de las
actividades económicas de más reciente comienzo y rápido crecimiento es, sin
duda, la que tiene como fin el conocimiento de lo que existe más allá de la
atmósfera, o sea la carrera espacial. Se pueden
establecer como punto de partida de la misma las investigaciones que
culminaron con el lanzamiento del “sputnik” en 1957 y como naciones pioneras la
antigua Unión Soviética, actual Rusia y Estados Unidos.
Los
progresos que desde entonces se han conseguido son extraordinarios, gracias al
empleo de incalculables recursos que sirvieron para crear una poderosa
industria. No seré yo quien niegue los avances espectaculares registrados y los
inventos a que han dado lugar, pero cabe
preguntarse si es acertada la prioridad que
se le concede al objetivo por los gobiernos implicados, cuando están
desatendidas otras necesidades acuciantes que van desde la pobreza a tareas tan urgentes e infradotadas como la curación del cáncer o de
miles de patologías raras sin tratamiento conocido.
Si nos
preguntáramos por los fines que la carrera espacial persigue y la justificación
de los esfuerzos inversores, científicos, técnicos y económicos puestos a
prueba, pienso que tendríamos dificultades para explicarlos desde un punto de
vista ético. Quienes deciden la asignación presupuestaria para impulsar la
industria espacial podrían alegar en su defensa dos respuestas posibles: el
deseo de conocer más a fondo el universo del que formamos parte diseñando al
tiempo nuevos instrumentos de análisis, y saciar la permanente curiosidad,
indisociable de la condición humana. Dudo, sin embargo, que ambos argumentos
pudieran tranquilizar la conciencia de los responsables.
Es innegable
la existencia de un tercer motivo oculto como es el deseo de conseguir la
superioridad tecnológica que a su vez facilita objetivos militares como la
investigación de misiles intercontinentales o el escudo antimisiles que forman
parte de la llamada “guerra de las galaxias”. De la exploración del universo
forma parte el proyecto de detectar
señales de vida extraterrestre por medio del programa SITE en planetas de otras
estrellas distintas del Sol, una vez
descartados por inhabitables los planetas del sistema solar. Es de notar al
respecto la enorme distancia que nos separa de ellas, haciendo muy
problemática la intercomunicación. La
más próxima a la Tierra
es la Alfa Centauri
que dista cuatro años luz, o sea unos 40 billones de kilómetros. Cualquier intento
de viajar a ella (digamos más bien a a alguno de los posibles planetas que la
orbiten) semeja una utopía que solo
puede explicarse por el afán de romper la ominosa soledad en que vivimos.
Todo ello nos lleva a plantearnos la racionalidad de
proponer metas imposibles de alcanzar a costa de gastar recursos que por su
naturaleza son escasos, olvidando otras que, además de ser accesibles, son más
urgentes. Bastaría citar los 700 millones de hambrientos, enfermedades curables
que causan estragos como el paludismo, la tuberculosis o el suministro de agua
potable a quienes carecen de ella o la
prevención del cambio climático.
Si estas
consideraciones son válidas para EE.UU y
Rusia, lo son mucho más para China e
India, donde está todo por hacer en el campo social y del bienestar, y sin
embargo se han apuntado a la exploración
espacial. Todos ponen sus ojos en la
Luna y Marte. La próxima fase será la disputa del terreno en
el que las potencias hincarán su bandera. Suerte que no haya selenitas o marcianos a los que
expropiar o combatir.
Se echa en
falta en la planificación de la carrera espacial de un organismo internacional que
coordine los intentos para que pueda ser menor el gasto en que se incurre.
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