El diccionario de la Academia define el
comercio como negocio que se hace comprando, vendiendo o permutando géneros o
mercancías. En nuestros días, el
concepto de mercancía ha ampliado tanto su contenido que abarca los objetos de
comercio más diversos y no se limita solamente a cosas como pudiera parecer.
Una primera clasificación que podríamos
hacer sería la de comercio legal e ilegal. Desgraciadamente, no siempre lo que
es legal implica que sea lícito o ético.
Tenemos, por ejemplo, el tráfico de armas que es ejercido a diario por Estados
de derecho que se autoproclaman adalides de los derechos humanos y la paz.
Pocas actividades habrá, sin embargo, más inmorales que la venta de armas,
especialmente cuando van destinadas a regímenes despóticos para ser empleadas
contra quienes piden libertad, pan y justicia. Al vendedor le tiene sin cuidado
quienes puedan ser blanco de las balas. En todo caso, este negocio se hace con
todas las bendiciones legales y figura en las estadísticas de importaciones y
exportaciones.
El comercio ilegal no está controlado por
las autoridades, se realiza por cauces extralegales. Es objeto de contrabando y
las transacciones son secretas a pesar del enorme volumen que alcanzan, si bien
es cierto que los países productores no ponen excesivo esfuerzo en impedirlo.
Un caso especial de comercio ilegal lo constituye la huida de capitales a
paraísos fiscales procedentes del fraude o elusión de impuestos que comparten
refugio con fondos del crimen organizado, tráfico de drogas y redes
terroristas, amparados por el secreto bancario. Quienes acogen estos depósitos son microestados supuestamente
independientes que inexplicablemente
tolera la comunidad internacional, pese a disponer de medios suficientes
para eliminarlos. Como no se les impide hacerlo, estos territorios tienen en
dichas prácticas viciosas su principal fuente de ingresos.
Objetos de comercio ilícito son también la
compraventa de drogas estupefacientes, animales en peligro de extinción, obras
de arte robadas o exportadas ilegalmente, restos arqueológicos excavados
clandestinamente o minerales como los diamantes o materias como el marfil que
provoca matanzas masivas de elefantes.
La forma más cruel de estas actuaciones es
la que se efectúa con seres humanos que huyen de la miseria o buscan refugio de
guerra de sus países. Tras pagar elevadas sumas son transportados en
embarcaciones ruinosas que a menudo
naufragan y convierten el Mediterráneo en cementerio. Asistimos a un trato
inhumano que recuerda los tiempos más oscuros
de nuestra civilización.
Diversas ONG luchan denodadamente con más
voluntad que medios para erradicar los execrables negocios en una sociedad que
se muestra insensible y no les apoya lo
suficiente. Y lo que es más grave, las razones de justicia, racionalidad y
ética no consiguen convencer a las naciones que pueden actuar para que acojan,
al menos, a una parte significativa de los que llegan a sus costas.
Resulta inexplicable e injustificable la
indiferencia, cuando no la hostilidad, de
los gobiernos de los países más ricos, y la impotencia de la ONU, ante la
tragedia lacerante que la televisión pone cada día ante nuestros ojos.
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