La pregunta así planteada no admite fácil
respuesta porque la realidad es compleja y ambigua. Un extranjero que visitase
el país dudaría como pronunciarse porque los hechos observados podrían ser
interpretados de forma diferente y contradictoria.
Si hubiera asistido en Basilea (Suiza) a la final de la Liga Europea de Fútbol entre el
Liverpool y el Sevilla el 18 de mayo de 2016 y contemplado la cantidad de
hispalenses que se trasladaron a dicha ciudad, se sentiría tentado a creer que
los hispanos vivimos en la opulencia. Y esta opinión se reforzaría si acudiese
en la capital española al partido del
Barcelona y el Sevilla para disputar la final de la Copa del Rey en el Bernabéu,
abarrotado de aficionados, además de los muchos que se quedaron fuera por
agotamiento de las entradas a pesar de su elevado precio. La misma impresión le
causaría querer comer en un restaurante de lujo y no poder hacerlo por estar
ocupadas todas las mesas.
Si
nuestro supuesto viajero no se conformase con la observación de los signos
externos y se documentase en fuentes estadísticas fiables, llegaría a conclusiones
distintas de las anteriores en virtud de datos como los siguientes: la
estructura social de España está formada por el 60,6% de familias de clase media, el 26,6% de clase
baja y el 12,8% de clase alta. La crisis que se inició en 2008 cambió la
estratificación y en 2013 (último año de información disponible), la clase
media baja llegó al 38,5%, la de renta media descendió al 62,3%, con una caída
que afectó a tres millones de personas; por el contrario, el 8,92% mejoró su
situación económica (“Distribución de la
renta, crisis económica y políticas distributivas”, informe elaborado por la Fundación BBVA y el Instituto
Valenciano de Investigaciones Económicas, 2016).
La cruda realidad es que cinco millones de compatriotas están en
paro forzoso, que de ellos, dos millones han agotado sus prestaciones de desempleo,
que 500.000 personas viven en pobreza severa y que si la situación no ha desembocado
en un estallido se debe a entidades de beneficencia y ONG (Cruz Roja, Caritas,
Banco de Alimentos, etc.) y a las redes familiares que con la pensión del padre
o del abuelo mantienen a los hijos que por su edad deberían estar emancipados.
Las políticas implantadas por el Gobierno
para enfrentarse a la crisis han sido asimétricas. En tanto las clases medias
más débiles han sufrido con mayor rigor las consecuencias, una minoría
privilegiada ha visto mejorado su participación en la renta nacional y en la
riqueza del país. El resultado, como, es
lógico, fue ahondar la brecha que separa a los que tienen de los que no tienen,
sin que se atisben medidas que corrijan el desfase.
Según Oxfam Intermon, los veinte españoles
más ricos poseen un patrimonio de 115.100 millones de euros que equivalen a la
riqueza acumulada por el 30% de la población más pobre, o sea, a unos catorce millones de personas. Lo que es aún más
injusto es que en 2015 los bienes del primer grupo crecieron el 15% que no por
casualidad coinciden con lo que disminuyó la riqueza de los que menos tienen.
Otro ejemplo: los sueldos de los consejeros de las empresas cotizadas en el
Ibex 35 crecieron el 9,1% en 2015, situándose en una media de 364.700 euros
mientras el salario mínimo subió el 1% sin pasar de 9.300 €. Los presidentes de
las mismas sociedades cobran 158 veces lo que un trabajador medio. En teoría
los sueldos más altos tributan al 50% por el IRPF, pero es muy probable que se valgan de la ingeniería financiera para
reducir el impuesto a menos de la mitad. Todo ello explica que España sea la
nación más desigual de la UE. Lo atestiguan, entre otras fuentes, el llamado
índice de Gini que mide la máxima igualdad en cero (igualdad absoluta) y en 100
la máxima desigualdad. El dato español en el período comprendido entre 2007 y
2013 se desplazó del 32,5% al 38,4%. Con esta información a la vista, a nuestro
hipotético visitante le habría resultado fácil adivinar a qué clase
pertenecerían los españoles que se
desplazaron a Suiza para presenciar un
partido de fútbol.
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