Todos dábamos por cierta la versión oficial
de que la guerra fría concluyó en 1991 con la implosión de la URSS, pero en realidad siguió viva hasta nuestros
días, si bien con espacios temporales y geográficos de latencia. En aquella
fecha había motivos para creer que, derrotado uno de los contendientes, no
tenía sentido continuarla, y que el victorioso
se contentaría con disfrutar las mieles del triunfo. Con la caída del
comunismo desapareció la organización económica del bloque soviético llamado
Comecon, y lo mismo la organización militar, el Pacto de Varsovia. La nueva
Rusia en manos del dipsómano Boris Yeltsin, fácil de manipular, quedaba sometida
a Occidente para sobrevivir a la debacle, una vez derrocado Gorbachov.
Pero a Yeltsin le sucedió Vladimir Putin,
un antiguo espía de la KGB que supo encarnar las
aspiraciones del pueblo ruso de
recuperar su papel de protagonista de la política mundial. Este proyecto
despertó la suspicacia de EE.UU. que se sintió incómodo al quedar sin enemigo
que combatir y justificar así el cuantioso gasto armamentístico, tan querido
por el complejo militar industrial, como
lo denominó Eisenhower.
La política de Yeltsin llevó a la
desintegración de la Unión Soviética y
al nacimiento de la República Federal
de Rusia y otras catorce naciones independientes. La primera sigue siendo el
país más extenso del mundo, tiene una población de 150 millones de habitantes,
posee el segundo mayor arsenal nuclear y ostenta el derecho de veto en el
Consejo de Seguridad de la ONU.
Washington teme que Rusia pueda disputarle
la hegemonía y para impedirlo mantiene una política de acoso que da lugar a que
ambas potencias confluyan y choquen en diversos escenarios con situaciones que
evocan las que produjo la Guerra Fría en sus peores momentos.
Estados Unidos, usando como arma la Alianza Atlántica
no pierde ocasión de acorralar y hostigar a su rival. Primero fue la
reunificación de Alemania tolerada por
Gorbachov, después fue la adhesión a la
OTAN de Polonia, los Países Bálticos, Hungría, Bulgaria y
Rumania. Simultáneamente, Reagan aprobó el proyecto del escudo antimisiles so
pretexto de defenderse de la amenaza nuclear de Irán, que Rusia siente como
dirigida contra ella. Un reciente episodio consistió en la promesa de adhesión
de Ucrania a la UE
como primer paso para la incorporación a la OTAN. Cumplido el plan, el territorio ruso no solo quedaría rodeado de
bases militares potencialmente enemigas,
sino que la flota rusa perdería su base de Sebastopol y el acceso al
Mediterráneo. El último acto de la campaña fue la realización de importantes
maniobras militares en Polonia próximas a la frontera rusa en las que
participaron numerosos países europeos, al mismo tiempo que siguen en vigor las
sanciones impuestas por la UE
como represalia por la virtual anexión de Crimea.
En este clima de guerra fría han empeorado
las expectativas de una solución
negociada de diversos conflictos, comenzando por el más sangriento que es el de
las guerras civiles de Siria y Ucrania, así como la lucha contra el Estado Islamista,
problemas todos ellos insolubles sin el acuerdo entre EE.UU. y Rusia que,
logrado en el caso de Irán, permitió su
renuncia a producir armamento atómico.
El temor a la destrucción mutua asegurada
(MAD) por el posible empleo de armas nucleares evitó el estallido de la tercera
guerra mundial, pero al coste de multiplicarse los conflictos bélicos llamados
guerras de baja intensidad, alentados o sostenidos por las dos superpotencias,
que cumplían dos objetivos complementarios: debilitar al rival y servir de
polígonos de pruebas de nuevas armas.
Desgraciadamente, seguimos sin aprender la
lección de que para preservar la paz es tan indispensable el entendimiento de
Washington y Moscú como poner fin a la Guerra Fría.
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