sábado, 9 de julio de 2016

Distribución de la renta



    El que fuera secretario de Defensa norteamericano con el presidente Bush, Donald Rumsfeld, además de muchas actitudes poco virtuosas, es autor de una curiosa clasificación del conocimiento, según  la cual, hay que distinguir entre lo que sabemos, lo que sabemos que ignoramos y lo que ignoramos que ignoramos.
    Aplicando esta taxonomía a la crisis económica que padecemos y el tratamiento que prescribe la eurozona, estaríamos en el primer caso. Sabemos por convicción y por evidencia empírica que la receta de austeridad extrema y el recorte a todo trance del gasto público como cura de la recesión no solo es inútil sino contraproducente. Es como echar gasolina al fuego según se aprecia en Grecia, Irlanda y Portugal, y en similar proporción en España e Italia. Tras años de medicar  al enfermo con esa pócima solo se ha conseguido debilitarlo más hasta la extenuación.
    Sin embargo, los gobiernos cierran ojos y oídos a la realidad y se empeñan en aplicar  la misma cura de caballo contra toda evidencia, por más que el resultado sea profundizar la recesión y colapsar la economía. El empecinamiento conlleva unos costes sociales que recaen con especial virulencia sobre los trabajadores, pensionistas, parados y clase media.
    El economista vigués Antón Costas denunció en un reciente artículo la ceguera de las élites europeas para no percibir las consecuencias sociales y políticas y atribuye esta estrategia a prejuicios ideológicos y al hecho de que sus miembros son ajenos al sufrimiento que causan a la mayoría de la población. Esas mismas personas no tendrán que comer en establecimientos de beneficencia, ni serán desahuciados de sus viviendas, ni siquiera verán menguados sus ingresos de siete dígitos. Al contrario. El sueldo medio de Wall Street en los dos últimos años, en plena crisis, creció un 17%. Gracias a ellos, las grandes compañías que comercializan artículos de lujo obtienen beneficios record.
    En una democracia consolidada, Estados Unidos, en contra de lo que proclama el ideal, el poder reside en una minoría opulenta del 1% de la población según advierte el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, constituida  por los más ricos, y no por casualidad, sino por la presión que sus miembros están en condiciones de ejercer sobre el Gobierno, del que normalmente forman parte para que apoye sus intereses, de modo que poco más de tres millones de personas deciden sobre lo que afecta a 313 millones de estadounidenses.
    Si trasladamos el escenario a nuestro país, cabe pensar que alrededor de 460.000 españoles decretan el destino de 46 millones de ciudadanos.
    En ambos casos las poderosas minorías dominantes integradas por políticos, banqueros, industriales, grandes terratenientes, directivos empresariales y máximos representantes de la jerarquía militar y judicial. En conjunto comparten y defienden intereses comunes y legislan o dictan las leyes que les benefician.
    De hasta que punto lo logran da fe el hecho de que España figura en el vagón de cola en las estadísticas  que expresan el grado de desigualdad social entre las rentas más altas y las más bajas. El llamado coeficiente de Gini (por el nombre del estadístico italiano Corrado Gini, 1884-1965)  mide la diferencia de ingresos  en un país  y en un momento determinado. Si este coeficiente fuera cero, el país en cuestión  registraría una igualdad perfecta, es decir, todos sus habitantes  percibirían la misma renta. Por el contrario, el coeficiente uno significaría la máxima desigualdad. Pues bien, el dato español en 2011 fue de 34, el nivel más alto desde que hay registro y el mayor de la UE. En el extremo opuesto, el más bajo correspondería a Noruega (aunque no forma parte de la UE) con 22,5.
    Eurostat, la oficina de estadística de la Comisión Europea, utiliza otro indicador denominado 80/20 que consiste en comparar los ingresos del 20% de la población que consiguen la mayor cantidad con el 80% que percibe menos. Los valores más altos del primer tramo muestran la mayor desigualdad. Nuevamente, España aparece con los datos de mayor concentración de ingresos, con un multiplicador de 7,5 que contrasta con el 5,7, valor medio de la UE y con el 3,3 de Noruega, de modo que el 20% de la población española más rica tiene una renta 7,5 veces mayor que el 20% más pobre. Cualquier indicador que tomemos resalta la amplitud de nuestra brecha social.
    Ciertamente, en el caso español influye la enorme cifra de parados que ven disminuidos o anulados sus ingresos, así como el recorte de los servicios públicos pero el mal proviene de un reparto muy desigual de la riqueza que no se ha sabido o querido corregir.
    Obviamente la injusta situación de la sociedad española no se remedia con actos de caridad o instituciones de beneficencia por muy meritorios que sean quienes participan en ellas con donaciones y entrega personal. La corrección reclama leyes que distribuyan con más equidad la renta nacional. Es lo que ansían millones de familias que sufren hambre y sed de justicia.

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