El que fuera secretario de Defensa
norteamericano con el presidente Bush, Donald Rumsfeld, además de muchas
actitudes poco virtuosas, es autor de una curiosa clasificación del
conocimiento, según la cual, hay que
distinguir entre lo que sabemos, lo que sabemos que ignoramos y lo que
ignoramos que ignoramos.
Aplicando esta taxonomía a la crisis
económica que padecemos y el tratamiento que prescribe la eurozona, estaríamos
en el primer caso. Sabemos por convicción y por evidencia empírica que la
receta de austeridad extrema y el recorte a todo trance del gasto público como
cura de la recesión no solo es inútil sino contraproducente. Es como echar
gasolina al fuego según se aprecia en Grecia, Irlanda y Portugal, y en similar
proporción en España e Italia. Tras años de medicar al enfermo con esa pócima solo se ha
conseguido debilitarlo más hasta la extenuación.
Sin embargo, los gobiernos cierran ojos y
oídos a la realidad y se empeñan en aplicar
la misma cura de caballo contra toda evidencia, por más que el resultado
sea profundizar la recesión y colapsar la economía. El empecinamiento conlleva
unos costes sociales que recaen con especial virulencia sobre los trabajadores,
pensionistas, parados y clase media.
El economista vigués Antón Costas denunció
en un reciente artículo la ceguera de las élites europeas para no percibir las
consecuencias sociales y políticas y atribuye esta estrategia a prejuicios
ideológicos y al hecho de que sus miembros son ajenos al sufrimiento que causan
a la mayoría de la población. Esas mismas personas no tendrán que comer en
establecimientos de beneficencia, ni serán desahuciados de sus viviendas, ni
siquiera verán menguados sus ingresos de siete dígitos. Al contrario. El sueldo
medio de Wall Street en los dos últimos años, en plena crisis, creció un 17%.
Gracias a ellos, las grandes compañías que comercializan artículos de lujo
obtienen beneficios record.
En una democracia consolidada, Estados
Unidos, en contra de lo que proclama el ideal, el poder reside en una minoría
opulenta del 1% de la población según advierte el premio Nobel de Economía
Joseph Stiglitz, constituida por los más
ricos, y no por casualidad, sino por la presión que sus miembros están en condiciones
de ejercer sobre el Gobierno, del que normalmente forman parte para que apoye
sus intereses, de modo que poco más de tres millones de personas deciden sobre
lo que afecta a 313 millones de estadounidenses.
Si trasladamos el escenario a nuestro país,
cabe pensar que alrededor de 460.000 españoles decretan el destino de 46
millones de ciudadanos.
En ambos casos las poderosas minorías
dominantes integradas por políticos, banqueros, industriales, grandes
terratenientes, directivos empresariales y máximos representantes de la
jerarquía militar y judicial. En conjunto comparten y defienden intereses
comunes y legislan o dictan las leyes que les benefician.
De hasta que punto lo logran da fe el hecho
de que España figura en el vagón de cola en las estadísticas que expresan el grado de desigualdad social
entre las rentas más altas y las más bajas. El llamado coeficiente de Gini (por
el nombre del estadístico italiano Corrado Gini, 1884-1965) mide la diferencia de ingresos en un país
y en un momento determinado. Si este coeficiente fuera cero, el país en
cuestión registraría una igualdad
perfecta, es decir, todos sus habitantes
percibirían la misma renta. Por el contrario, el coeficiente uno
significaría la máxima desigualdad. Pues bien, el dato español en 2011 fue de
34, el nivel más alto desde que hay registro y el mayor de la UE. En el extremo
opuesto, el más bajo correspondería a Noruega (aunque no forma parte de la UE)
con 22,5.
Eurostat, la oficina de estadística de la
Comisión Europea, utiliza otro indicador denominado 80/20 que consiste en
comparar los ingresos del 20% de la población que consiguen la mayor cantidad
con el 80% que percibe menos. Los valores más altos del primer tramo muestran
la mayor desigualdad. Nuevamente, España aparece con los datos de mayor
concentración de ingresos, con un multiplicador de 7,5 que contrasta con el
5,7, valor medio de la UE y con el 3,3 de Noruega, de modo que el 20% de la
población española más rica tiene una renta 7,5 veces mayor que el 20% más
pobre. Cualquier indicador que tomemos resalta la amplitud de nuestra brecha
social.
Ciertamente, en el caso español influye la
enorme cifra de parados que ven disminuidos o anulados sus ingresos, así como
el recorte de los servicios públicos pero el mal proviene de un reparto muy
desigual de la riqueza que no se ha sabido o querido corregir.
Obviamente la injusta situación de la
sociedad española no se remedia con actos de caridad o instituciones de
beneficencia por muy meritorios que sean quienes participan en ellas con
donaciones y entrega personal. La corrección reclama leyes que distribuyan con
más equidad la renta nacional. Es lo que ansían millones de familias que sufren
hambre y sed de justicia.
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