Según el Instituto Nacional de Estadística
(INE), en 2015 vivían en España 14.487 personas de 100 o más años de edad, con
un crecimiento anual del 10%. De ellos, eran hombres 2.975 y 11.512 mujeres. El
más longevo de los varones era Francisco Núñez de 111 años, superado por la
fémina Ana María Vela, de 114.
La esperanza de vida al nacer era en
nuestro país de 83,2 años, lo que la sitúa en el segundo lugar del mundo,
después de Japón, de 83,4 años. La tendencia es creciente y el mismo INE prevé
que para 2029, el número de centenarios ascenderá a más de 46.000. Estamos en
vías de convertirnos en tierra de matusalenes.
Asistimos a un fenómeno demográfico sin
precedentes, llamado a tener hondas repercusiones en la sociedad futura. Nos
coge sin un pasado que pueda orientarnos a encauzarlo, y que tendrá efectos
cualitativos y cuantitativos en la composición de la pirámide de población, el
sistema público de pensiones, la sanidad pública, las pautas de consumo, el
ocio y las tendencias políticas.
Las expectativas son de que en 2050, la proporción
de personas mayores de 65 años será del 31% de los habitantes. El estado de
salud general mejorará sustancialmente, sin que pueda evitarse el aumento de
gasto médicofarmacéutico. Otro aspecto del cambio será la existencia de muchos
septuagenarios y octogenarios aptos para realizar tareas útiles que prolonguen
su vida activa. Sin embargo, esta disponibilidad choca con las trabas y
dificultades que encuentran los jóvenes para lograr su primer empleo, en tanto
que determinados puestos de trabajo quedarían desiertos por falta de
candidatos.
El crecimiento de la longevidad coincide con
un fuerte descenso de la tasa de natalidad, lo que conlleva un severo
envejecimiento de la población. Dicha tasa es ahora del 1,1%, la mitad del número
de nacimientos que requiere la estabilidad del censo poblacional, Si a esto se
añade una mayor tasa de mortalidad por el aumento del número de personas de
avanzada edad, el resultado no podía ser otro que la disminución de habitantes,
que también constituye un fenómeno inédito. Habrá más defunciones que
nacimientos. Seremos menos y más viejos.
Otra característica de la evolución
demográfica es la creciente concentración de la gente en las ciudades que
supera con creces el 50%. En contrapartida se produce un despoblamiento
acelerado en el ámbito rural donde los ancianos van causando baja y los pocos
jóvenes que quedan emprenden el camino de la emigración a otros lugares.
Una de las múltiples consecuencias del
cambio demográfico será la dificultad de mantener el Estado de bienestar y la
integración de los mayores en la sociedad del porvenir próximo. Por un lado el
coste de la seguridad social irá “in crescendo” con menor cantidad de
cotizantes, y por otro, habrá que lograr que el colectivo de mayores no quede
al margen de las actividades de todo tipo con arreglo a sus aptitudes, ya que
significaría una pérdida de crecimiento potencial.
Será necesario arbitrar fórmulas que
mejoren la distribución personal de la renta y la incorporación de los mayores al
proceso productivo, de forma que puedan sentirse útiles y protagonistas del
quehacer común sin que ello implique mayores obstáculos al empleo de los jóvenes.
La evolución demográfica implicará la
aparición de nuevas situaciones y problemas que conviene prever a tiempo para
evitar desajustes. A tal fin, parece deseable que el Gobierno y el Parlamento
nombren una comisión de expertos formada por demógrafos, sociólogos, economistas
y antropólogos que elaborarían lo que los ingleses denominan un “libro blanco”
con recomendaciones para solucionar los desequilibrios que surgirán, a fin de
que no cojan desprevenidas a las autoridades.
La situación expuesta no es exclusiva de
España sino que se repite en muchos de
los países integrantes de la UE. Siendo así, la Comisión Europea
debería asumir la cuestión como asunto de su incumbencia, ya que dispone de los
medios precisos para llevar a cabo la tarea y formular propuestas al respecto.
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