A raíz de la multiplicación de casos, a
cual más escandaloso, de corrupción política y de fraude a la Hacienda pública que
salen a la luz pública, se suceden los comentarios indignados expresivos de la
irritación que producen en la ciudadanía, que prueban la sensibilidad de la opinión
pública ante tamaños abusos y tropelías. Es frecuente que las expresiones de
condena vayan acompañadas de recomendaciones sobre el manejo de los dineros de
todos y de la financiación de los partidos políticos,
En tales recetas echo de menos la adopción
de normas que garanticen la acción del sistema judicial contra quienes se dejan
seducir por la codicia y olvidan los principios que deben presidir la gestión
pública.
Me refiero a la ausencia de leyes claras,
debidamente desarrolladas, que faciliten la actuación de los jueces como éstos
reclaman reiteradamente. Existen leyes de imposible aplicación por no ir acompañadas
del correspondiente reglamento. Para que se vea que el mal viene de lejos sirva
de ejemplo el informe de la
Fiscalía Anticorrupción de 1999, presidida a la sazón por
Carlos Jiménez Villarejo, denunciando que “prácticamente todos los partidos
incumplían la normativa” y citaba numerosos casos de acciones reprobables sin
consecuencia alguna porque el procedimiento sancionador no se había
desarrollado reglamentariamente, y por tanto,
la financiación ilegal no era delito, y por tanto, los jueces no podían investigar los
presumiblemente hechos punibles.
A esta falta de instrumentos legales se une
la omisión de asignación presupuestaria para el correcto desempeño de la
función judicial y administrativa en dos capítulos esenciales; la agilidad de
los procedimientos y la detección del fraude. Tanto los jueces como los
inspectores de Hacienda demandan en vano la insuficiencia de recursos humanos y
materiales necesarios sin que se doten los presupuestos adecuados. No tiene
justificación que, por ejemplo, en España haya 11 jueces y magistrados por cada
cien mil habitantes, en tanto que la media de la UE sea de 21. Ello explica, tanto que las
sentencias se demoren años como que la elusión de impuestos se mantenga en
cifras insoportables. En el primer caso, en perjuicio de la seguridad jurídica,
y en el segundo se priva a la
Administración de recursos imprescindibles para el
cumplimiento de sus fines.
En tanto no desaparezcan estas carencias,
no podremos tener una justicia rápida y ejemplar ni podremos contar con una
recaudación tributaria justa y equitativa que elimine la impunidad de que gozan
grandes inversores, y la desigualdad que se establece entre ellos y quienes
cumplen las leyes fiscales.
Del remedio que arbitró el Gobierno
últimamente puede decirse que es peor que la enfermedad. En virtud de una ley
aprobada recientemente, los procedimientos que no vayan a juicio en el plazo de
18 meses serán archivados. Cuando vemos que muchas sentencias se demoran diez
años, es lógico pensar que muchos delitos no serán juzgados y sus autores se
pasearán tranquilos, dispuestos tal vez a probar suerte de nuevo. Gracias a la
táctica de los abogados de presentar recurso tras recurso a fin de salirse del
plazo marcado y conseguir de esta forma impunidad a sus clientes.
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