Vivimos
en un tiempo sometido a constantes mutaciones dominadas por la
técnica que encierra tanto promesas prodigiosas como amenazas imprevisibles.
Son las luces y sombras del progreso.
El sector de la agricultura fue el primero
que experimentó una revolución con la mecanización de las tareas al pasar del
empleo de vacas y caballos sustituidos
por tractores y máquinas de todo tipo. El resultado, además de incrementar la
producción, fue dejar vacantes los empleos
de millones de personas que antes trabajaban y vivían de estas ocupaciones. Si
a principios del siglo XX vivía del campo el 50% de la población, hoy no pasa
del 3%. La mano de obra desplazada encontró acomodo en la industria y los
servicios.
El
proceso de modernización y mecanización de la agricultura fue transmitido a la
industria, que adquirió un notable desarrollo. En la segunda mitad del siglo
pasado se comenzó a despedir a muchos trabajadores que fueron sustituidos por
máquinas y autómatas proporcionados por la robótica, junto con la implantación
de nuevos procesos productivos que redujeron empleo.
Se esperaba que el sector servicios absorbiese los efectivos desplazados por la industria, pero el sector se vio
afectado también por la modernización en forma de sistemas informatizados y
automatizados en los diversos servicios hasta llegar a la oficina virtual, en
la que un empleado con un ordenador portátil y un teléfono móvil desempeña
las funciones que antes ocupaban a varias personas. Para valorar la importancia
del fenómeno basta observar lo que ocurre en las telecomunicaciones, la banca y
seguros, así como en negocios de alimentación, sometidos a cambios radicales
que aumentarán con la compra por Internet o la banca online.
En todos los casos el objetivo perseguido
es emplear menos gente para reducir los costes operativos y ganar
competitividad sin merma de la
producción. El resultado es la aparición del paro masivo convertido en
uno de los mayores problemas que preocupa a los gobernantes. Es cierto que el
cambio de paradigma crea nuevos yacimientos de empleos como por ejemplo en el
turismo, pero el balance numérico es negativo con muchos menos puestos
que los que se destruyen. Como consecuencia, el paro se ceba sobre todo en las
categorías de trabajadores con mediana o peor preparación, convertidos en la
parte más vulnerable de la sociedad.
Las personas inmersas en esta situación
constituyen un lastre económico. Por un lado, el presupuesto debe asignar importantes
cantidades para protección del desempleo y por otro, al ser los ingresos muy inferiores a los
normales, el consumo se resiente y es una rémora para el aumento de la
actividad económica y la producción de bienes y servicios que a su vez frenan
el crecimiento del PIB y disminuyen la recaudación tributaria, lo que obliga al Estado a
endeudarse, en una especie de círculo vicioso. Esto hace que las dos mayores
partidas de gastos presupuestarios, después
del capítulo de pensiones, sean los
intereses de la deuda y las prestaciones por desempleo.
El elevado volumen de la desocupación hace
que ésta actúe a modo de reserva laboral que presiona a la baja los salarios
los cuales devienen en insuficientes para cubrir las necesidades básicas de las
familias, o lo que es lo mismo, les impiden
salir de la pobreza más o menos severa.
Los empresarios se frotan las manos con la
libertad de despido a poco coste y sustituir a los cesantes por máquinas o
autómatas robotizados, mas no se plantean una consecuencia inevitable: si los
consumidores carecen de capacidad
adquisitiva, ¿cómo darán salida a sus productos? Hasta ahora, una vía
complementaria de escape es el comercio exterior merced a los bajos costes de
producción, pero si el estancamiento económico se extiende, tal como se prevé
que ocurra, los países reducirán sus importaciones y no habrá compradores
nacionales ni extranjeros.
La actual situación laboral reaviva
fenómenos que fueron objeto de estudio por economistas del siglo XIX. El
primero en abordar el tema fue el británico David Ricardo (1772/1823), el cual,
basándose en los rendimientos decrecientes de la tierra (a medida que se agotan
las tierras más productivas se cultivan otras de peor calidad) enunció la ley
de hierro de los salarios. Sostenía que
estos tienden a reducirse al mínimo de subsistencia porque, si se elevaban, aumentaba la procreación y con el crecimiento
de los efectivos se deprimirían los salarios hasta equilibrar la oferta que
ejercen los trabajadores con la demanda de los empresarios.
Mas tarde, el sindicalista alemán Ferdinand
Lassalle (1825/1864) acuñó la que llamó ley de bronce del salario, según la
cual los salarios tienden a mantenerse en el nivel de subsistencia, es decir,
lo preciso para atender las necesidades primarias, de modo que los trabajadores
estarían aprisionados en un círculo de bronce, lo que indujo a Marx a afirmar
que los obreros nunca podrían beneficiarse del capitalismo.
Aun cuando ambas leyes no han cumplido los
supuestos contemplados, entre otras razones por la protección de las leyes del
trabajo, viendo los sueldos de miseria que cobran algunos jóvenes, sin contar
los que trabajan en prácticas sin retribución ni derechos, uno se siente retrotraído
a tiempos pretéritos que creíamos superados. Para que estas prácticas sean más
hirientes, los altos directivos de las grandes empresas se asignan sueldos millonarios que causan
escándalo y ensanchan la brecha laboral. Tamaña injusticia clama al cielo pero
somos los humanos quienes tenemos que remediarlo.
El panorama laboral es inquietante. Al
empleo le han salido dos nuevos enemigos: la globalización que obliga a
competir con sueldos miserables y la revolución tecnológica que deja en el paro
a muchas personas, sobre todo a las de baja cualificación.
El problema que se plantea es de difícil
solución. Exige primero aplicar la
justicia tributaria para garantizar la renta básica de las personas sin ingresos,
acompañada de disposiciones legales sobre salario máximo y la regulación de la
actividad empresarial. Otras medidas complementarias irían encaminadas al reparto del trabajo y
adelanto de la jubilación, derivados de la automatización y el aumento de la
productividad, que incluirían una drástica
reducción de la jornada laboral, y la creación de puestos de trabajo en el
sector de servicios sociales como requiere un auténtico Estado de bienestar.
El mundo que se aproxima necesita un
profundo cambio de ideas y su plasmación en medidas de orden práctico que
alteren radicalmente el estado de cosas que
en que nos encontraremos a medio plazo. No ignoro las dificultades de
llevar a cabo el plan previsto, pero soy consciente de que si no se revierte el
desorden actual, las consecuencias serían peores que cualquier alternativa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario