sábado, 30 de abril de 2016

Progreso y bienestar



Vivimos en un tiempo  sometido  a constantes mutaciones dominadas por la técnica que encierra tanto promesas prodigiosas como amenazas imprevisibles. Son las luces y sombras del progreso.
    El sector de la agricultura fue el primero que experimentó una revolución con la mecanización de las tareas al pasar del empleo de vacas y caballos  sustituidos por tractores y máquinas de todo tipo. El resultado, además de incrementar la producción, fue  dejar vacantes los empleos de millones de personas que antes trabajaban y vivían de estas ocupaciones. Si a principios del siglo XX vivía del campo el 50% de la población, hoy no pasa del 3%. La mano de obra desplazada encontró acomodo en la industria y los servicios.
    El proceso de modernización y mecanización de la agricultura fue transmitido a la industria, que adquirió un notable desarrollo. En la segunda mitad del siglo pasado se comenzó a despedir a muchos trabajadores que fueron sustituidos por máquinas y autómatas proporcionados por la robótica, junto con la implantación de nuevos procesos productivos que redujeron empleo.
    Se esperaba que el sector servicios  absorbiese los efectivos desplazados  por la industria, pero el sector se vio afectado también por la modernización en forma de sistemas informatizados y automatizados en los diversos servicios hasta llegar a la oficina virtual, en la que un empleado  con un  ordenador portátil y un teléfono móvil desempeña las funciones que antes ocupaban a varias personas. Para valorar la importancia del fenómeno basta observar lo que ocurre en las telecomunicaciones, la banca y seguros, así como en negocios de alimentación, sometidos a cambios radicales que aumentarán con la compra por Internet o la banca online.
    En todos los casos el objetivo perseguido es emplear menos gente para reducir los costes operativos y ganar competitividad sin merma de la  producción. El resultado es la aparición del paro masivo convertido en uno de los mayores problemas que preocupa a los gobernantes. Es cierto que el cambio de paradigma crea nuevos yacimientos de empleos como por ejemplo en el turismo, pero   el balance  numérico es negativo con muchos menos puestos que los que se destruyen. Como consecuencia, el paro se ceba sobre todo en las categorías de trabajadores con mediana o peor preparación, convertidos en la parte más vulnerable de la sociedad.
    Las personas inmersas en esta situación constituyen un lastre económico. Por un lado, el presupuesto debe asignar importantes cantidades para protección del desempleo y por otro,  al ser los ingresos muy inferiores a los normales, el consumo se resiente y es una rémora para el aumento de la actividad económica y la producción de bienes y servicios que a su vez frenan el crecimiento del PIB y disminuyen la recaudación  tributaria, lo que obliga al Estado a endeudarse, en una especie de círculo vicioso. Esto hace que las dos mayores partidas  de gastos presupuestarios, después del capítulo de pensiones,  sean los intereses de la deuda y las prestaciones por desempleo.
    El elevado volumen de la desocupación hace que ésta actúe a modo de reserva laboral que presiona a la baja los salarios los cuales devienen en insuficientes para cubrir las necesidades básicas de las familias, o lo que es lo mismo,  les impiden salir de la pobreza más o menos severa.
    Los empresarios se frotan las manos con la libertad de despido a poco coste y sustituir a los cesantes por máquinas o autómatas robotizados, mas no se plantean una consecuencia inevitable: si los consumidores carecen de capacidad  adquisitiva, ¿cómo darán salida a sus productos? Hasta ahora, una vía complementaria de escape es el comercio exterior merced a los bajos costes de producción, pero si el estancamiento económico se extiende, tal como se prevé que ocurra, los países reducirán sus importaciones y no habrá compradores nacionales ni extranjeros.
    La actual situación laboral reaviva fenómenos que fueron objeto de estudio por economistas del siglo XIX. El primero en abordar el tema fue el británico David Ricardo (1772/1823), el cual, basándose en los rendimientos decrecientes de la tierra (a medida que se agotan las tierras más productivas se cultivan otras de peor calidad) enunció la ley de  hierro de los salarios. Sostenía que estos tienden a reducirse al mínimo de subsistencia porque, si se elevaban,  aumentaba la procreación y con el crecimiento de los efectivos se deprimirían los salarios hasta equilibrar la oferta que ejercen los trabajadores con la demanda de los empresarios.
    Mas tarde, el sindicalista alemán Ferdinand Lassalle (1825/1864) acuñó la que llamó ley de bronce del salario, según la cual los salarios tienden a mantenerse en el nivel de subsistencia, es decir, lo preciso para atender las necesidades primarias, de modo que los trabajadores estarían aprisionados en un círculo de bronce, lo que indujo a Marx a afirmar que los obreros nunca podrían beneficiarse del capitalismo.
    Aun cuando ambas leyes no han cumplido los supuestos contemplados, entre otras razones por la protección de las leyes del trabajo, viendo los sueldos de miseria que cobran algunos jóvenes, sin contar los que trabajan en prácticas sin retribución ni derechos, uno se siente retrotraído a tiempos pretéritos que creíamos superados. Para que estas prácticas sean más hirientes, los altos directivos de las grandes empresas se asignan sueldos millonarios que causan escándalo y ensanchan la brecha laboral. Tamaña injusticia clama al cielo pero somos los humanos quienes tenemos que remediarlo.
    El panorama laboral es inquietante. Al empleo le han salido dos nuevos enemigos: la globalización que obliga a competir con sueldos miserables y la revolución tecnológica que deja en el paro a muchas personas, sobre todo a las de baja cualificación.
    El problema que se plantea es de difícil solución. Exige  primero aplicar la justicia tributaria para garantizar la renta básica de las personas sin ingresos, acompañada de disposiciones legales sobre salario máximo y la regulación de la actividad empresarial. Otras medidas complementarias  irían encaminadas al reparto del trabajo y adelanto de la jubilación, derivados de la automatización y el aumento de la productividad,  que incluirían una drástica reducción de la jornada laboral, y la creación de puestos de trabajo en el sector de servicios sociales como requiere un auténtico Estado de bienestar.
    El mundo que se aproxima necesita un profundo cambio de ideas y su plasmación en medidas de orden práctico que alteren radicalmente el estado de cosas que  en que nos encontraremos a medio plazo. No ignoro las dificultades de llevar a cabo el plan previsto, pero soy consciente de que si no se revierte el desorden actual, las consecuencias serían peores que cualquier alternativa.

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