Tras los salvajes atentados del 13 de
noviembre en París se han desbordado las manifestaciones de dolor por las
víctimas y de condena de sus autores que actuaron bajo la dirección del
autoproclamado Estado Islámico (EI). Nunca antes había sonado tanto y en tantos
lugares la Marsellesa. Francia
se sintió fortalecida moralmente por la solidaridad de incontables países. En
esos días todos fuimos París, pero también lo somos o deberíamos serlo de otras
ciudades que sufrieron el zarpazo del terrorismo. Todas las víctimas eran
inocentes y no podemos admitir que haya muertos de primera y de segunda.
Es preciso recordar que el terrorismo
yihadista ha perpetrado una larga serie de masacres sin que hayan tenido un eco
mediático similar. Sí, ciertamente, lo tuvieron
el atentado de 2001 en Nueva York, el de los trenes de Madrid en 2003 y
el del sistema público de transportes de Londres en 2005. Sin embargo, nada
parecido aconteció con respecto a los de Bali en 2002, el de Bombay en 2008, o
el de Turquía en el presente año.
El dispar tratamiento informativo muestra
que empleamos dos varas de medir distintas, y que solo nuestras gentes son
importantes, por lo que miramos para otro lado cuando la desgracia se ceba en
otros pueblos, aun cuando muchos gobiernos no sean ajenos a los hechos.
Es de esperar que los trágicos sucesos de
París tengan consecuencias relevantes. Ante todo, la conjunción de intereses de
EE.UU., la UE y
Rusia para extirpar el núcleo infeccioso del terrorismo islamista del EI. A
continuación habrá que replantear las relaciones de Occidente con Arabia Saudí,
un Estado con rasgos que recuerdan la Edad
Media, que trata a las mujeres como ciudadanas de tercera,
que usa y abusa de la pena de muerte y aplica castigos tan aberrantes como la
flagelación, donde los derechos humanos no se respetan en absoluto. Todo ello
inspirado en el islamismo más radical llamado wahabismo. Allí se fraguó el terrorismo
de Al Qaeda
y
recibió los primeros apoyos de armas y dinero el EI. El dinero que le pagamos
por el petróleo sirve para financiar el terrorismo yihadista, difundir el
wahabismo y edificar mezquitas en los países europeos sin asomo de reciprocidad
desde las cuales algunos imanes predican el odio a Occidente.
Sin este cambio de actitud complaciente con
los jeques árabes no bastará con vencer al EI porque surgirán nuevos grupos
terroristas político-religiosos como huevos de la serpiente.
El mundo se enfrenta a nuevas formas de
violencia terrorista cuyo objetivo es causar miedo y producir el mayor número
de víctimas posible, una situación para la que no estábamos preparados. Vemos
que un pequeño grupo es capaz de paralizar una gran ciudad como ocurrió en
Bruselas. En esta lucha no vale sacar los tanques a la calle contra un enemigo
invisible. Son necesarias otras medidas coadyuvantes más efectivas como cegar
las fuentes de financiación y anular o al menos contrarrestar las campañas de
las redes sociales para el reclutamiento de adeptos, así como mejorar la
eficacia de los servicios de inteligencia coordinados por un organismo
especializado de la UE
y mejor aun de la ONU. Son
armas más útiles que hablar de guerra como ha hecho al presidente de la República francesa,
Hollande, si no hay de por medio ejércitos convencionales, y sobre todo, más
económicas. Es como quitarle el agua al pez.
Todo ello no debe llevarnos a olvidar la
necesidad de remediar las injusticias sociales que son caldo de cultivo para
que la marginación y el desamparo de la sociedad no impulse a algunos jóvenes a
buscar una salida desesperada en el terrorismo.
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