Nuestra vida se desarrolla en ciclos que,
en síntesis, podemos reducir a tres: juventud, madurez y vejez. Los límites
entre ellos son imprecisos, tanto física como intelectualmente. A la juventud se
le asignan edades diferentes según la finalidad a la que se aplican. Cuando se
trata del paro juvenil se incluye a quienes están comprendidos entre los 16 y
25 años. Si la ley establece determinados estímulos laborales al empleo o el
emprendimiento de jóvenes, se pone como tope de edad los 35 años. Si resulta
inconcreta la delimitación de la juventud, no lo es menos la de la vejez,
alentada tanto por la creciente esperanza de vida al nacer, como la constante
mejora de la calidad de vida de los mayores a consecuencia de los adelantos
biomédicos que compensan la nocividad de otros factores. Para simplificar, se
considera generalmente que la vejez, en un sentido social, se inicia con la
jubilación obligatoria que desde hace tiempo coincide con los 65 años.
Para cumplir con el título de este trabajo
nos referiremos a los dos grupos del enunciado con respecto al papel, la
consideración y el aprecio
que
les dispensa la sociedad.
Desde la revolución de mayo del 68 se
percibe una acusada proclividad a adular a los jóvenes, acompañando esta
actitud de un cierto menosprecio por los mayores, a los que la jerga callejera
aplica términos un sí es no es despectivos, tales como viejo, anciano,
abuelete, senecto, caduco, vetusto. Posiblemente en este tratamiento diferenciado
influye el crecimiento vegetativo asimétrico de ambos segmentos con un aumento
natural de los mayores frente a la disminución del número de jóvenes, como
consecuencia de la disminución del número de jóvenes por efecto del descenso de
la natalidad, junto con los halagos del comercio que ve en estos últimos a los
consumidores del presente y del futuro.
Los sentimientos de admiración hacia ellos
son ambivalentes. Por un lado se rebajó el límite de la mayoría de edad de los 21 a los 18 años, se les
concedió el derecho de sufragio y se les califica como la generación más
preparada, y sin embargo, se les niega su justa aspiración de participar en el
proceso productivo, y como consecuencia, el paro se ceba en ellos hasta abarcar
a la mitad, de modo que no encuentran un puesto de trabajo y tienen que
buscarlo en la emigración.
Las distintas etapas del ciclo biológico
tienen sus propias características, y reconocerlo así en cada situación forma
parte del “ars vivendi” que todos deberíamos aprender y practicar.
Nadie puede negar a los jóvenes cualidades
positivas como el entusiasmo, el afán de mejorar la sociedad, la capacidad de
innovar, y sobre todo, el dominio de las tecnologías y, probablemente, un mayor
impulso de generosidad, pero tampoco están exentos de una excesiva prisa por
alcanzar los puestos de mando y responsabilidad a costa de desbancar a quienes por
su veteranía los desempeñan. No suelen ser conscientes de carecer de
experiencia que, según define el DRAE es “advertimiento, enseñanza que se
adquiere con el uso, la práctica o solo con el vivir”, o sea, lo que les falta
a los jóvenes haber vivido. De ahí la incongruencia de las empresas que ofrecen
empleo “a jóvenes con experiencia”.
Tampoco los mayores están exentos de luces
y sombras. A lo largo de los años vividos no solo han cosechado experiencia y acumulado
conocimientos, y del conjunto de ambas aportaciones han adquirido sabiduría
que, acudiendo de nuevo al DRAE vemos que supone “conducta prudente en la vida
o en los negocios”. En su debe hay que anotar la tendencia al conservadurismo
que les lleva a opinar de antemano que las novedades son nocivas acogiéndose al
viejo aforismo de que “vale más lo viejo conocido que lo nuevo sin conocer”.
Acostumbran ser inconscientes del declive físico y mental que dejan tras sí los
años. Suelen ser renuentes a dejar los puestos de influencia que ostentan,
atrincherándose en sus posiciones, de modo que solo la muerte, la enfermedad o
la jubilación obligatoria les fuerza al relevo.
La sociedad tiene una asignatura pendiente
que consiste en armonizar los intereses contrapuestos de ambos colectivos de
forma que cada uno, comenzando por reconocer las legítimas aspiraciones del
otro, permitan a ambos desempeñar los cometidos en que la aportación a la
comunidad sea óptima. A los mayores les van bien las tareas con mayor contenido
de orientación, de asesoramiento y consejo. Como reza la máxima “del viejo el
consejo”. Por el contrario, quienes tiene menos años y más empuje deben
dedicarse a temas de acción y de aprendizaje para adquirir la experiencia que
les falta y comprender mejor la complejidad de las cosas y de las personas.
Es preciso evitar que el antagonismo entre
jóvenes y mayores se convierta en una guerra sorda entre la impaciencia de unos
y el inmovilismo de otros. Del reconocimiento de los respectivos defectos y
virtudes por ambas partes debería salir el entendimiento mutuo para que los
cambios generacionales se realicen con normalidad y oportunidad, de forma que
no se levanten barreras al progreso ni se prescinda del consejo de quienes, con
conocimiento, edad y autoridad moral, pueden darlo. El camino a seguir es una
mayor comunicación intergeneracional que facilite el entendimiento.
Aun cuando los neurólogos y antropólogos
sostienen que alrededor de los veinte años se alcanza el máximo nivel de
inteligencia, ni la imaginación ni la intuición son patrimonio exclusivo de
ninguna edad. Tanto en el arte como en la ciencia son bien conocidos los casos
extraordinarios de precocidad, pero también abundan los ejemplos de creatividad
en personas de edad avanzada.
El compositor italiano Juan Bautista
Pergolesi nos legó su “Stabat Mater” antes de morir a los 26 años, y no hablemos
de Mozart cuya precocidad es asombrosa. A la misma edad de Pergolesi nos
dejaron, entre otros genios, el poeta nacional húngaro Sandor Petöfi y el
inglés John Keats, autores de obras inmortales.
En sentido opuesto, son multitud los mayores
que han dejado testimonio elocuente de
su capacidad creadora hasta una edad provecta. Desde Cervantes, que completó la
segunda parte del “Quijote” a los 66 años, cosa infrecuente en su tiempo, hasta
Verdi que compuso su ópera “Falstaff” a los 80, pasando por Goethe que dio fin
a la segunda parte de “Fausto” a la misma edad, y no hablemos de contemporáneos
que se mantienen activos
cumplido
un siglo, como es el caso del director de cine portugués Manoel de Oliveira o
el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer.
Curiosamente, el juvenilismo popular coexiste con una marcada tendente a
la gerontocracia. Especialmente en la segunda mitad del siglo pasado, numerosos
jefes de Estado o de gobierno accedieron al poder o lo mantuvieron tanto por
vía democrática como por imperio de las armas. Bastaría citar a Adenauer, De
Gaulle, Chiang-Kai shek, Maozedong, Perón, Tito, Franco, Petain y tantos otros.
Lo que la realidad nos muestra con claridad
meridiana es el desaprovechamiento de una inmensa energía creadora, tanto por
la insoportable tasa de paro juvenil como por la condena a la inactividad
forzosa de mayores en condiciones de compartir el tesoro que han acumulado. Es
un fallo evidente de la organización social que nos hemos dado. Ambos casos
representan el derroche del mejor recurso con que contamos y condenamos a la
esterilidad
Para fomentar la comunicación
intergeneracional sería deseable que la sociedad incidiera en la promoción de actividades
culturales y de ocio en las que convivieran personas de ambos sexos y de
diferentes edades a fin de evitar guetos y levantar barreras artificiales.
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